Hace 20 años la vida de Silvina Yvaniuk cambió drásticamente en cuestión de segundos. La noche del 3 de octubre de 2002 recibió cinco disparos por parte del padre de su única hija, y uno de los proyectiles afectó su médula espinal, por lo que perdió la sensibilidad desde el pecho hasta las piernas. Tenía 26 cuando supo que ya no iba a volver a caminar, y que requería un implante de titanio para poder mantenerse sentada en una silla de ruedas. Cuando todavía no existía la figura legal de intento de femicidio, ella y su niña de 6 años –quien presenció todo lo ocurrido- ya se habían convertido en sobrevivientes. En el Día Internacional de la Discapacidad, por primera vez cuenta su historia a Infobae.
Silvina y Ricardo Leguina estuvieron de novios durante un año, planearon su boda y se casaron el 21 de julio de 1995. Pronto se convirtieron en padres de Johanna, y siguieron seis años de matrimonio, hasta que la relación se volvió insostenible. “No puedo decir que no me casé enamorada, porque no por lo que pasó voy a decir una cosa por otra; y agradezco que tuve a mi hija a los 20 porque después me hice estudios y tengo problemas de fertilidad, por lo que no iba a poder tener más”, expresa con honestidad. Y reflexiona: “La cabeza de la persona que uno cree conocer, se ve que yo no la conocía tan bien”.
Recuerda, además, que durante la convivencia charlaban sobre los problemas que fueran surgiendo y todo parecía funcionar de manera civilizada. “No se levantaba ni la voz ni de su parte ni de la mía, ni mucho menos insultos o discusiones fuertes, pero de esa pasividad pasó a todo lo contrario”, sostiene, y cree que esa falta de señales previas es el motivo por el que las personas de su entorno se sorprendieron tanto cuando supieron lo que sucedió en la casa de Merlo donde vivía Ricardo.
“Yo no me hubiese imaginado nunca algo así de su parte, que iba a reaccionar de esa forma”, remarca. Explica que el vínculo se había desgastado con el correr del tiempo y se sentaron a hablar sobre la separación. Decidieron que iban a seguir viviendo bajo el mismo techo porque su hija recién había cumplido 4, y cuando analiza aquella decisión a la distancia, considera que fue una equivocación. “Estuvimos dos años conviviendo en la misma casa, pero ya sin ser pareja; y yo sentía que ya era el momento de divorciarnos, y cuando se lo dije me pareció que lo entendió bien”, comenta.
Por ese entonces Silvina había conocido a otra persona, con quien deseaba brindarse una nueva oportunidad. “Quería hacer las cosas bien: tener mi lugar y no convivir con mi expareja, solicitar el divorcio como correspondía y que cada uno pudiera rehacer su vida”, sentencia. Y agrega: “No es que le cayó de arriba, o que no se lo esperaba, no me levanté un día y porque sí dije: ‘Me quiero divorciar’; no fue así, ya hacía dos años que no estábamos juntos”.
Luego rememora cómo fue el momento en que se lo planteó: “Le dije que era necesario, por respeto tanto a la persona que estaba conociendo como al matrimonio que tuvimos, que seguramente él también tenía su vida sentimental, que cada uno tenía todo el derecho a tener su casa y su espacio, y que como la nena ya estaba más grande, lo iba a entender”. También le recalcó que “los que se separan son los grandes, no los chicos”, y que Johanna iba a pasar tiempo en sus dos respectivas casas, porque él iba a ser su padre su siempre.
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A principios de 2002 inició el trámite de común acuerdo –así fue caratulado frente a la Justicia, a diferencia del divorcio contencioso- y buscó un departamento para mudarse con su hija. “Ya me iba a ir a vivir con la nena a un lugar que no era lejos, para que él pueda pasar y tener sus días de visita, porque todo eso iba a quedar asentado, al igual que la tenencia compartida, y la cuota alimentaria; pero dentro de esos tiempos de abogados, que fueron pasando los meses, no sé qué le pasó. Se ve que por dentro no lo entendía, y demostraba una cosa y sentía otra”, señala. Aunque pasaron dos décadas, siente que todavía quedan preguntas sin responder, injusticias del proceso legal que ocurrió después, y la certeza de que nada justifica el atentado contra su vida y la de su hija.
“Quizá por el hecho de tenerme en la misma casa, le bastaba que yo esté ahí, porque era una cosa más, como un mueble, una propiedad de él, y cuando vio que yo me iba a ir, cambiaba la situación”, enfatiza. Pasaron ocho meses hasta que el divorcio avanzó hasta la etapa final, y era inminente que se diera por terminado el matrimonio frente a la ley, y fue en ese contexto que la situación empezó a cambiar. “La primera que se dio cuenta fue Johanna, que con seis añitos tenía un sexto sentido, como un recelo y un rechazo a estar con el papá, y cada vez que la invitaba a almorzar o desayunar, ella quería que yo vaya, no se quería quedar sola con él”, detalla Silvina.
Como madre le llamaba mucho la atención, pero lo asociaba a la separación y los cambios que estaban viviendo, al no estar más los tres juntos como familia. Sin embargo, el motivo era otro, y así lo explicó Johanna, que actualmente tiene 26 años y también habló con Infobae. “Yo sentía mucho rechazo hacia Ricardo, porque cuando mi mamá me dejaba con él, me hacía muchas preguntas”, revela. Y expone: “Me decía: ‘¿Tu mamá se ve con alguien? ¿Duerme con otra persona? ¿En qué casa están? ¿Y qué color de auto tiene él? ¿Por qué sale con él? ¿Él es lindo? ¿Es rubio?’”.
La joven que cursa el último año de la carrera de Enfermería, afirma que recuerda cada momento como si hubiese ocurrido ayer, al igual que los diálogos que la llevaron a no querer ir más a la casa de su padre. “Una noche me hizo tantas preguntas que no quise dormir en el mismo cuarto que él, y me fui a dormir al mío y cuando me acosté me hice caca encima; con seis años no creo que eso haya sido normal: me parece que fue una respuesta de mi cuerpo por el miedo que sentía, y la sensación de que algo estaba mal, y se enojó porque fui de cuerpo sin poder controlarlo”, confiesa.
La noche de terror
El 1° de octubre Silvina cumplió 26 años, y dos días más tarde ocurrió el intento de asesinato. Con el divorcio en puerta y la idea de que pronto daría vuelta la página a un matrimonio que desde hacía tiempo ya no funcionaba, se acuerda de que su abogado le aconsejó que esperara a la resolución con el cronograma de visitas, y que no siguió su recomendación porque creía que era mejor mantener buena predisposición y no obstaculizar el vínculo de padre e hija.
“Un día me dijo: ‘Silvina, te paso a buscar por el club donde la nena hace danza’, y le dije que sí, que no había problema. Nos pasó a buscar en auto, y yo estaba con Johanna y mi hermana menor, que se llevan cinco años con mi hija”, relata. “Cuando llegamos a su casa le dijo a mi hermanita: ‘Cruzáte a lo de tu amiga de enfrente, que yo tengo que hablar unas palabras con Sil a solas’, y la verdad es que no me llamó la atención para nada”, continúa, sobre la atroz cronología que comenzó cuando ella y Johanna entraron a esa propiedad. Sin saberlo, ya estaban encerradas sin posibilidad de salir por ninguna de las dos puertas: ni la de entrada ni la trasera.
“Me dijo: ‘Vení, vamos a sentarnos acá’, en una especie de jardín de invierno que estaba en la parte de atrás de la casa, y se sentó en la cabecera de la mesa, que era larga, como para 12 personas, y yo me senté a un costado, con la nena al lado mío”, describe Silvina. Su hija coincide y aporta aún más detalles: “Cuando entrás a esa casa hay un patio recibidor, un living con la cocina, que la divide una puerta corrediza, y esto pasó en el patio de atrás, que es enorme”.
La discusión se desató en cuestión de segundos. “Empezó a gritar: ‘¿Cómo puede ser que no quiera estar conmigo la nena’?, y me acusaba de que seguramente yo algo hacía, y yo lo trataba de calmar”, cuenta Silvina. Sin entender bien lo que pasaba, Johanna recuerda “la expresión de enojado y los movimientos violentos de las manos” de Ricardo. “Ahí prendí todas las antenas”, asegura quien en ese entonces era tan solo una niña. Su madre, retoma la secuencia: “Vi que se estaba poniendo cada vez más agresivo, y giré, la agarré a mi hija, la empujé lo más lejos que pude porque sabía que se me iba a venir encima y en ese segundo que corrí él ya empezó a disparar”.
“Mi mamá trató de salir por la puerta trasera, que estaba con llave, y después salió corriendo hacia la puerta principal que da a la calle, y también estaba cerrada. Yo la seguí y me quedé parada en la cocina, dividida con la puerta corrediza del living”, continúa Johanna. Y recuerda lo que vio mientras su madre estaba de espaldas: “Ella atinó a agarrarme a mí, a abrazarme, y ahí yo veo que Ricardo va directo a un cuadro de una foto familiar de los tres, lo revolea y saca un arma de fuego”.
“Cuando él agarró el arma de fuego me apuntó a mí, y como yo era chiquitita y mi mamá me estaba abrazando, me pudo cubrir, y así es como el primer impacto de bala le dio a mi madre en el omóplato izquierdo, del lado del corazón”, explica Johanna, mientras repasa mentalmente cada uno de esos segundos que quedaron grabados en su memoria para siempre. “Ella me miró y me dijo: ‘Quedáte acá, no te muevas’, se dio media vuelta, y él siguió disparando e insultándonos muchísimo”.
Cabe aclarar que todo lo que detallan ambas fue asentado en el Tribunal en lo Criminal n°4 de Morón, en la causa iniciada en la UFI N°02 con número de legajo 1696, que en ese entonces fue caratulada como homicidio calificado por el vínculo en grado de tentativa. En una de las fojas se expresa el siguiente testimonio: “Leguina las llamó ‘hijas de puta, son una mierda, se tienen que morir las dos, me arruinaron como hombre’, y empezó a dispararles a ambas”.
Johanna detalla que el arma calibre 32 tenía ocho balas, y cinco impactaron en el cuerpo de su mamá. “Me acuerdo que ella le decía: ‘Tranquilo, tranquilo’, mientras estaba rebalsando de sangre, tendida en el suelo, porque ya había perdido la sensibilidad de las piernas”, agrega. Silvina todavía estaba consciente, y cuenta que aunque no sentía el cuerpo, seguía lúcida: “Terminó de disparar y empezó a patearme. Tenía unos borcegos gruesos puestos, y yo trataba de taparme con las manos, así que tenía todos los nudillos lastimados, la cabeza tajeada, y empecé a sangrar por todos lados, hasta por las orejas, porque tuve neumotórax, un pulmón perforado, y ahí ya no podía respirar. Veía como en las películas, el charquito de sangre que se va haciendo al costado”.
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Mientras todo eso sucedía, Johanna rompía en llanto desesperada. “Traté de no moverme de donde me dijo, pero escuchaba los gritos de ella y los insultos de él, así que en un momento me asomo a mirar y la veo a mi mamá en una imagen que me voy a llevar a la tumba: sangre por todos lados, y ella como pudo con las manos me hizo la seña de ‘metete de vuelta’, y me volví a donde me dejó en la cocina”, recuerda. Un vecino de enfrente escuchó los disparos y se acercó para saber qué había pasado. “El señor Flores a veces cuidaba la casa, entonces tenía un juego de llaves, y cruzó, pudo entrar, y agarró a mi hija para sacarla de ahí”, cuenta Silvina, y explica que sintió un alivio inmenso, y trató de seguir respirando. Al ingresar a semejante escena, el hombre que definen como “su salvador”, llevó a upa a Johanna hasta la calle de enfrente y le pidió a su esposa que la cuidara. Volvió a ingresar a la casa donde Silvina estaba agonizando, y obligó a Ricardo a meterse en una de las habitaciones, y le rogó que no saliera para que pudiera llamar una ambulancia.
“Mi vecino lo agarraba de los dos brazos, y él estaba sacado, lo metía en el baño y le cerraba la puerta, mientras yo le pedía por favor: ‘Flores giráme, giráme que no respiro’, porque se me llenaban los pulmones de sangre; así que venía a mí a girarme para que yo respire, y Ricardo volvía a salir, así varias veces”, describe Silvina. En simultáneo, su hija ya estaba a salvo en la casa de Flores, donde trataron de contenerla y le dieron una hoja con colores para que dibujara, que era lo que más le gustaba hacer.
“Me acuerdo perfecto que me senté y agarré una hoja: hice una raya negra al medio, y de un lado dibujé a mi mamá conmigo y puse ‘mamá buena’, y del otro lado dibujé a mi papá con un bulto negro en la mano y puse ‘papá malo’, que después en el juicio se dedujo que lo que yo intenté dibujar fue el arma de fuego”, expresa Johanna.
Finalmente la ambulancia y la policía llegaron. Se llevaron a Ricardo esposado en un patrullero y Silvina fue ingresada a terapia intensiva con riesgo inminente de vida en el Hospital Eva Perón, de Merlo. Allí se constató que dos proyectiles entraron y salieron de su cuerpo, y los otros tres los tiene encapsulados hasta el día de hoy, además de los tres restantes que no impactaron en su cuerpo. Estuvo 15 días en estado de coma cinco, por lo que los doctores le pidieron a los familiares que se acercaran para despedirla antes de que fuese tarde.
“Viajó gente desde Berisso –de donde ella es oriunda- para verme por última vez, y a la madrugada se necesitaban ciertos medicamentos para compensarme, y la familia tenía que abastecer, así que mi pareja de ese momento, a quien mi hija considera su papá del corazón, mis dos hermanos, mis primos y el padrino de Johanna fueron los que estuvieron al pie del cañón para conseguir todo, recorrerse todo Buenos Aires para que yo viviera”, cuenta Silvina con gratitud.
Durante 40 días permaneció ingresada en el hospital, y paralelamente ocurría otra situación contra la que debieron batallar. “Minutos después de que la policía se llevó a Ricardo, me pasaron a buscar unas primas, hijas del hermano de mi padre biológico, y como eran caras conocidas para mí, me fui con ellos, pero sin darme cuenta había sido secuestrada”, sostiene Johanna, que recuerda haber estado en la casa de su tío paterno viendo dibujitos de Tom y Jerry, mientras la ofrecían comer salchichas y papas fritas. “Después me vinieron a rescatar mi papá del corazón, mi abuela y mi padrino y me pude ir con ellos”, celebra.
La desgarradora imagen que guardaba en su memoria de su madre desvanecida y ensangrentada la hizo pensar lo peor: “Como yo decía que mi mamá había fallecido, cuando se despertó del coma me llevaron a verla, y entré a upa de mi abuela”. Una vez más, afirma que si cierra los ojos puede viajar en cuerpo y alma a la imagen que vio. “Tenía un un tubo grueso por neumotórax que salía del pulmón, otra sonda que salía por la boca, un almohadón especial para sostener las piernas, y demás drenajes en las vías periféricas con sueros”, detalla.
El reencuentro estuvo cargado de emoción, y fue el único momento que se vieron en todo ese mes. “Mi mamá me agarró la mano, y yo le di un perrito de peluche que tenía, y le dije: ‘Para que salgas bien’; ella me quería hablar, pero no podía porque las patadas que le dio él fueron en la cara y la mandíbula además de en la cabeza, entonces apenas podía balbucear”, explica.
Una segunda oportunidad
“Me acuerdo que les dije a los médicos: ‘Quiero saber qué pasa con mi cuerpo porque no lo estoy sintiendo’. Sabía perfectamente lo que había pasado, me acordaba de todo, y sabía que tenía un montón de disparos en el cuerpo, pero quería saber qué iba a pasar conmigo de ahora en adelante”, indica Silvina. Los neurólogos le explicaron que la médula no se regenera, y que había que colocarle un implante de titanio que se mandaba a hacer a Suiza para que pudiera tener una mejor calidad de vida dado el tipo de cuadriplejia incompleta con la que conviviría en su día a día.
“Hubo que recaudar dinero para la cirugía, que me iba a brindar la posibilidad de estar sentada, y evitaba que el resto de mi vida esté en cama. Entendí cuál era mi situación y me dije: ‘Aprenderé cómo manejar mi cuerpo sobre ruedas’”, sentencia. Y agrega: “Tengo una bala en la rodilla, que está en un lugar donde es mejor no sacarla, y otra en la aorta encapsulada; que es una locura, porque es como si la vena se hubiera hecho a un lado para que quede la bala ahí, cuando en esa zona un roce alcanza para que no la cuentes más”.
El siguiente recuerdo de Johanna es el día que su mamá llegó a la casa de su abuela. “Cuando le dieron el alta vi cuando la trasladaron de la ambulancia a la camilla, y después a la cama especial. Los primeros pañales se los cambiaba yo, porque quería ayudar, le cambiaba la sonda, y la bañaba en la cama”, detalla, y asume que su vocación de servicio tiene que ver con la profesión que eligió como enfermera y acompañante terapéutica. A su vez, la admiración que siente por el espíritu resiliente de su madre también tuvo que ver: “Siempre le agradezco que no lo cuento de una forma triste porque mi mamá me inculcó que lo que le pasó fue una segunda oportunidad que le dio la vida, y esa manera en la que me crió hace que yo lo pueda contar”.
El camino de la rehabilitación fue muy complejo, y requirió de mucha fuerza de voluntad por parte de Silvina. “Los brazos los muevo bien, pero del pecho para abajo no siento nada. Empezamos a googlear, a buscar información, porque en mi familia no había ningún caso de persona en silla de ruedas, así que era un mundo totalmente a explorar: cómo era un silla, qué clase de silla, adaptar la casa, tratar de vincularme con alguna persona que me oriente, y no había redes sociales como ahora que encontrás enseguida grupos que pueden ser un aporte tanto de datos como un apoyo a nivel emocional”, explica.
“Me cambió la vida, pero no la cabeza. Me desperté y seguía siendo yo. Tenía a mi hija de 6 años e iba a seguir luchándola estuviera como estuviera”, sentencia con determinación. Siente que el mayor desafío fue lograr una vida lo más independiente posible. “Sentarme y bajar las piernas era todo un tema, algo que ahora lo hago con cierta facilidad, en su momento era imposible; quería hacer las cosas yo sola pero no podía, no sabía cómo manejar mi cuerpo sin romperme nada, porque al no tener sensibilidad podía lastimarme sin darme cuenta; usar espejos para poder ver cuando me bañara, hacer traspasos, y no depender tanto de los demás”, explica. En este sentido, recalca la importancia de saber pedir ayuda en el proceso: “A veces no te queda otra que pedir ayuda, y no hay que tener vergüenza, pero traté de pensar en positivo: ‘Tengo que aprender lo más que pueda para poder vivir sola con mi hija’”.
Agradece que no cayó en un círculo de victimización, y pasó de preguntarse por qué le había pasado a encontrar un para qué, un propósito. Desde que tenía 10 años hacía artesanías, y ya lleva 36 de experiencia en el rubro de manualidades con su emprendimiento, al que llamó Mumushkas. Ese fue uno de sus refugios, hacer arte con las manos. “Empecé con costura, corte y confección, también tejido, costura, y crochet”, comenta. Nunca dejó de aprender, y también hizo cursos de otras temáticas, bajo el lema de que el saber no ocupa lugar. “Incursioné en electricidad también por mi papá, electricista matriculado, ya que me gustaba estar ahí con los cables, aprender; después estudié diseño gráfico, fui a la escuela de arte, también dibujo, y así fui sumando conocimientos”, revela con entusiasmo.
Justo antes de que se desatara la pandemia de coronavirus también participó de campañas de la Fundación Alas Desarrollos, como modelo y cara del proyecto comandado por el cofundador Martin Arregui. Este año conoció las actividades de integración del Foro Internacional de la Discapacidad, presidido por Nika Pedro, con quien entabló una amistad y se sumó a muchas de las iniciativas. Recientemente conformó Los espectro, el primer dúo musical pensado para la comunidad sorda, y aprendió canciones en lengua de señas que luego presentaron junto a Nacha Guevara en un cóctel que tuvo lugar días atrás en la Embajada de Egipto. Además muchos la consideran una referente por ser alguien con una lesión de larga data, que adaptó por completo su existencia y convivió con la discapacidad los últimos veinte años.
“A veces me escriben a través de las redes, lesionados recientes de cualquier edad, que quizás no saben por dónde arrancar, o qué hacer con alguna situación en particular con el cuerpo, qué médicos urólogos hay con más predisposición, terapias alternativas, etc, porque hoy hay de todo”, expresa, y hace hincapié en que uno de los mayores obstáculos para cualquier persona con discapacidad es el estigma social.
Reabrir las heridas para sanar
Durante el proceso judicial asentado en el Tribunal en lo Criminal n°4 de Morón, se aportó como prueba una carta encontrada en el domicilio de Ricardo, donde aseguraba que Silvina y Johanna eran “suyas o de nadie”, y por el contenido de las siguientes líneas, tanto ella como su hija están convencidas de que fue un acto premeditado.
Lencina fue condenado a 12 años de prisión por el crimen de intento de homicidio agravado por el vínculo, pero estuvo dos años prófugo hasta que la Policía Bonaerense lo recapturó en Ciudadela Norte. Cumplió 8 años, la mayor parte con prisión domiciliaria, y luego obtuvo la libertad condicional. “Intenté no transmitirle el sentimiento de bronca y rencor a mi hija, porque ella vio todo, sabe perfectamente lo que pasó, y es una persona íntegra que discierne lo que está bien de lo qué está mal”, enfatiza.
“Me parece que la vida se encarga de las personas, porque no creo en otra Justicia, ninguna más que en la vida”, expresa con desazón. Y explica lo que la hace sentir indignación: “Hubo mucha injusticia para mi hija, y eso es lo que es imperdonable; porque los disparos hacia ella nunca se analizaron en el juicio, nunca se dijo: ‘Fue un doble intento de homicidio agravado por el vínculo, lo que ahora sería un doble intento de femicidio”.
“Los disparos que iban dirigidos a mi hija están, pero no escuché que el juez le diga: ‘Intentaste matar a tu hija’”, remarca. “La sensación de que le hizo pasar la vida con una mamá que si bien la tuvo, no la disfrutó al 100% como se merecía, y aunque pasaron 20 años todavía escucho a Johanna renegar por lo que pasó”, se lamenta.
Los motivos por los que la joven que cumplirá 27 años el próximo 18 de diciembre siente una profunda impotencia se sustentan en la sensación de injusticia por todo lo que tuvieron que enfrentar después del atentado contra sus vidas. “La historia de mi mamá siguió, quedamos muy mal económicamente, tuvimos una orden de desalojo cuando yo tenía 14 años, íbamos a ir a vivir debajo de un puente porque no teníamos para comer”, confiesa.
“Mi mamá tuvo una infección generalizada por mala alimentación, casi se me va de nuevo, estuvo internada en el hospital, le hicieron reanimación, volvió a terapia intensiva, después a sala y luego el alta”, expresa con la preocupación que la invadió en plena adolescencia. Silvina asegura que desde ese 3 de octubre hasta la fecha su hija no recibió jamás la cuota alimentaria correspondiente, y sufrió un abrupto cambio de estilo de vida.
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“Me sacaron el auto, la casa, y a Johanna no le dieron una moneda. Ni siquiera un paquete de fideos, ni nadie se fijó que vaya al colegio, que coma, que se vista, que si se enfermaba tenga para comprar los medicamentos, nada”, manifiesta. Y agrega: “Él era socio gerente de una empresa familiar con cuatro hermanos más, que se dedicaron pura y exclusivamente a vender propiedades y coches para mantenerlo a él lo mejor posible en el penal, con todas las comodidades; de un momento a otro llamativamente Ricardo ya no figuraba como gerente ni tenía nada a su nombre”.
La única vez que Johanna volvió a tener contacto con su padre biológico frente a frente fue cuando tenía 11 años. “Todos los que lo conocen me dicen que soy el calco físico de Ricardo, y eso me perturbaba, así que le pedí a mi mamá que me llevara a la quinta donde estaba como preso domiciliario, y cuando lo vi salir me quedé paralizada porque es igual a mí, es mi versión con pelo corto”, recuerda. Y lo que le dijo fue más que suficiente para que quisiera irse a los pocos segundos: “Me abrazó, me besó y me dijo: ‘Cuando estuve preso yo tenía una fotito tuya, y quise seguir vivo por vos, porque te amo’; e intercambió unas palabras a lo lejos con mi mamá, que me esperaba afuera en auto, y me dijo: ‘¿Ves que todo lo que pasó es culpa de tu mamá, que toda la culpa la tuvo ella?’”.
A raíz del sentimiento de injusticia por todo lo que vivieron, sobre el final de la entrevista que fue realizada por separado con cada una, madre e hija elevan un pedido de ayuda. Hace poco hablé con un abogado que me dijo que existe algo que se llama ‘acción de nulidad por cosa juzgada írrita’ -un proceso judicial que consiste en dejar sin efecto una sentencia firme cuando se verifican ciertas situaciones contrarias al principio de afianzar la justicia-; y si hay una mínima chance de reabrir la causa, volvería a sacar todo a la luz de nuevo por mi hija, porque todavía estoy viva, estoy consciente, y a ella le quedó eso pendiente, exigir justicia, porque cuando era chica nadie le dio ese lugar”, reflexiona Silvina.
A través de su cuenta de Instagram (@yvaniuksilvinalaura) como medio de contacto, se pone a disposición, y expresa: “Ojalá que alguien me pueda ayudar, algún abogado, abogada, porque que yo no puedo costear lo que vale un estudio jurídico que pueda analizar todo esto y evalúe la acción para que se haga el juicio de vuelta y que se sepa que fue doble intento de femicidio hacia mí y hacia mi hija”.
Cuenta que algunos años atrás se comunicó con ella una joven que le dijo que también había estado en pareja con Ricardo y le describió formas de actuar alarmantes. “Vive en la provincia de Tucumán, a donde él se mudó, y me dijo que recibió amenazas de matarla a ella y al hijo que tuvieron, que ahora debe tener como 4 años, que le pusieron seis perimetrales que no respetó, y que allá no figuran los antecedes penales de lo que pasó en Buenos Aires”, revela. Y agrega: “Por supuesto que le creo, y le mandé la documentación para que quede asentado que acá fue juzgado y sentenciado, por más que no se cumplieron los años correspondientes ni se consideró todo lo que pasó”.
Johanna también exige Justicia, y lo siente como una asignatura pendiente que le brindaría la paz que no tiene hace veinte años. Decidida a poner todo lo que esté a su alcance para que se reconsidere la forma en que se resolvió la causa, aclara: “No tengo problema en agarrar un micrófono, un megáfono, delante de donde sea, y contar realmente como fueron las cosas”.
“No quiero que quede en vano lo que le pasó a mi madre, ni que quede caratulado como hace 20 años”, sentencia. “Hay que ponerle el título que corresponde al caso de mi mamá, y no pido nada extraño ni nada de otro mundo: simplemente que se tenga en cuenta cómo realmente fueron las cosas, porque en la versión de Ricardo se deja de lado que hubo cinco impactos de bala en el cuerpo de mi mamá, el tronco encéfalo roto a patadas, coma cinco de estado casi vegetativo durante 15 días, mi secuestro, y que jamás me pasó la cuota alimentaria”, concluye.
Define a su historia como la lucha de una mamá para seguir adelante a pesar de todas las adversidades para poder verla crecer y acompañarla en cada etapa. Silvina actualmente está en pareja, y jamás renunció al amor sano que se merece, al compañerismo como bandera para todos los ámbitos de su vida y proyecta seguir colaborando lo más que pueda en las fundaciones que luchan por naturalizar la discapacidad y obtener la mejor calidad de vida posible en un contexto social donde cada ser humano debe poner su aporte de amabilidad y empatía para derribar los prejuicios.
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