Para muestras de su enfermiza crueldad, basta un botón. La criatura se entretenía junto al portón de lo que hoy es el Hospital Ramos Mejía y el Petiso Orejudo lo tiró a un abrevadero para ahogarlo. El niño luchaba por sacar la cabeza pero el homicida lo mantenía atrapado bajo el agua con la ayuda de un palo. Dijo que lo divertía ver cómo se desesperaba mientras explotaban burbujas de aire que salían de su boca y nariz. De pronto, con la aparición de la madre del chico, el homicida gritó “agarrate, nene, que te voy a salvar”, fingiendo la situación. La mujer, desesperada y agradecida, recompensó a ese buen samaritano.
Sin saber quién era realmente, le dio veinte centavos al monstruo que robaba niños y que los mataba con saña.
Se llamaba Cayetano Santos Godino, había nacido el 31 de octubre de 1896 y desde niño, fue inmanejable para sus padres calabreses, que habían llegado al país en 1888 del pueblo de San Demetrio Corone. El papá, alcohólico y golpeador, no ayudaba mucho en la crianza. Otro hijo, Antonio, era epiléptico.
Por Almagro y Parque Patricios se lo conocía como “el oreja” o el “petiso orejudo”, era un flacucho que desde muy chico no podía contener las ganas de matar.
Aquel que cazaba pájaros y les pinchaba los ojos, sentía un intenso placer de hacer sufrir y ver morir a sus víctimas, a las que elegía. Eran criaturas entre 4 y 6 años cuya inocencia los hacía sucumbir ante la promesa de caramelos y de inocentes juegos.
Parece increíble que su raid delictivo haya comenzado cuando tenía siete años, y su primera víctima tuvo suerte. A Miguel Depaola, de dos años, lo llevó a un baldío donde lo arrojó violentamente contra unas espinas luego de golpearlo. Un policía llevó a ambos a la comisaría. También se salvó Ana Neri, de un año y medio, que en un baldío le golpeó la cabeza con una piedra. Nuevamente, un policía -el famoso vigilante de la esquina- apareció en el momento oportuno.
El siguiente crimen lo admitiría años después. Intentó estrangular a María Rosa Face, de tres años, a quien enterró viva. Cuando pasado el tiempo fueron al lugar habían construido una casa. Nunca hallaron sus restos.
Cayetano, un piel de judas de ocho años, debió ser un caso muy especial. Por eso su padre lo entregó a la policía. Estuvo dos meses encerrado y, quien sabe, así se enderezaría. Nunca le perdonó a su progenitor lo que él consideró como una traición.
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Cuando en 1908 fue sorprendido al intentar ahogar a Severino González Caló de dos años en un piletón del corralón de potros, juró que una mujer vestida de negro era la culpable. Una semana después a Julio Botte, que aún no había cumplido dos años, le quemó los párpados con un cigarrillo.
Los padres no sabían qué hacer con él. El 6 de diciembre de 1908 fue internado en la colonia de Marcos Paz, donde estuvo tres años. Allí aprendió a leer y a escribir y también intentó fugarse en varias oportunidades. Cuando salió, lo hizo peor, ya que además se había convertido en alcohólico. Un empleo que consiguió en una fábrica le duró lo que un santiamén.
Provocaba incendios solo por el placer de ver las llamas, contemplar a la gente correr despavorida y ver trabajar a los bomberos. Por eso en enero de 1912 -año fatídico- incendió un galpón de la calle Corrientes.
“Muchas mañanas, después de los rezongos de mi padre y de mis hermanos, salía de mi casa con el propósito de buscar trabajo, y como no lo encontraba tenía ganas de matar a alguien. Si encontraba a alguien chico me lo llevaba a alguna parte y lo estrangulaba”, confesaría tiempo después.
Ese mismo mes ahorcó con una soga a Arturo Laurora, de 13 años y a Reina Bonita Vainicoff tenía cinco años cuando le prendió fuego a su impecable vestido blanco. Murió luego de semanas de agonía.
En noviembre, Roberto Russo, de dos años, accedió acompañarlo a un almacén a comprarle caramelos, pero lo llevó a un descampado donde lo ató y fue sorprendido cuando lo ahorcaba. El sostuvo que lo estaba desatando.
También se salvaron Carmen Ghittone, de tres años y Catalina Naulener, de cinco, quien fue auxiliada por un vecino gracias a sus gritos. Cayetano escapó.
Su último crimen en libertad lo cometió el 3 de diciembre de 1912. A Gesualdo Giordano, de tres años, lo atrajo con el cuento de los caramelos. Lo llevó a un terreno abandonado donde había funcionado los hornos de ladrillos La Americana. La criatura se dio cuenta y empezó a llorar, a pesar de los caramelos que el homicida le daba. Lo tiró al piso y pretendió ahorcarlo con una soga que usaba como cinturón. Pero el nene se resistía y fue atado de pies y manos.
El Petiso Orejudo salió en busca de algún elemento contundente para terminar la macabra tarea, y se cruzó con el padre del chico, el sastre del barrio, que lo buscaba. Cínico, le aconsejó que fuera a la policía a hacer la denuncia. El asesino encontró un clavo que se lo hundió en la sien con el golpe de una piedra. Tapó el cuerpo con una chapa y se fue.
Increíblemente, fue al velatorio. Cuando la policía le preguntó el por qué, respondió que quería corroborar si aún tenía el clavo incrustado en la cabeza. Los policías, que ya andaban tras su rastro, lo detuvieron el 4 de diciembre en su casa de la calle Urquiza 1970.
El Juez José Antonio de Oro dictaminó que el acusado tenía “…estigmas degenerativos bien visibles, que tiene la tendencia a estrangular, martirizando a los menores de ambos sexos, a quienes atrae con engaños…” Luego de revisarlo, un médico diagnosticó “…influencia degenerativa y alcohólica…”
La justica lo declaró penalmente irresponsable, imbécil incurable y lo recluyó en el reformatorio de Mercedes, con la recomendación de tenerlo aislado. Tenía 16 años. Decía que mataba niños porque le gustaba hacerlo, que no tenía remordimientos y que prefería estar en la cárcel y no ese lugar, porque no estaba loco.
Allí atacó a otros internos y cuando los cocineros se descuidaban, arrojaba gatos a las ollas donde cocinaban la comida. El 12 de noviembre de 1915 lo enviaron a la penitenciaría de Las Heras y en 1923 decidieron recluirlo en el penal de Ushuaia, un establecimiento que era lo que más se acercaba al infierno. Cuando un condenado ingresaba, perdía el derecho al nombre, y se le adjudicaba un número. El de Cayetano fue el 90.
El 4 de noviembre de 1927 un médico le achicó las orejas, ya que suponían que allí residía su maldad, según la teoría del criminólogo y médico Césare Lombroso, quien asoció la criminalidad a aspectos físicos y biológicos del individuo.
Recibió varias palizas de parte de los presos. La primera fue cuando le quebró el espinazo a dos gatitos, las mascotas de la cárcel.
Si bien en el penal de Ushuaia los internos trabajaban en distintos talleres, no aprendió ningún oficio, ya que por prescripción médica no podía trabajar, salvo en tareas menores como el de corte de astillas.
Los pobladores solían cruzárselo en la calle cuando iba al muelle a llevarle mate a los presos que trabajaban allí.
A los periodistas que viajaron a entrevistarlo les contaba que no sabía leer ni escribir, cosa que no era cierto. “Tengo una enfermedad mental en la cabeza. Me falla la memoria”, explicaba.
Mejoró su conducta, y salvo algunas sanciones menores, tenía un comportamiento aceptable, aunque no perdió la costumbre de atrapar gaviotas y liberarlas luego de pincharles los ojos.
Como podía escribía cartas a su familia, pero a partir de 1933 dejó de tener noticias de ellos. Sin embargo, él siguió haciéndolo.
Cuando lo encontraron muerto el 15 de noviembre de 1944, se sospechó de una paliza luego de arrojar un gato a las llamas de la estufa. En el informe oficial se asentó que fue por una hemorragia interna por un proceso ulceroso gastroduodenal. Fue enterrado, pero su tumba fue profanada y sus huesos desaparecieron. Salvo el cráneo, que cuenta la historia que era usado por el director del penal como pisa papeles. Un macabro final para una historia de muertes y locura.
Fuentes: Revista Caras y Caretas; Todo es Historia; El Petiso Orejudo, de María Moreno.
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