Infobae en las Malvinas: una semana entre veteranos británicos, amapolas e isleños reacios a la Argentina

Un viaje para recorrer los campos de batalla, dialogar con los isleños y tratar de entender qué pasa hoy en las islas. La presencia de 130 ex combatientes británicos, la reconstrucción de un ataque y la emoción infinita en el cementerio de Darwin

Turba, piedra y neblina: el paisaje de las Islas Malvinas aún en plena primavera

En el mostrador para hacer el check in no hay cola. “Te estábamos esperando”, me dice la mujer que me registra. Somos solo cinco personas las que nos subimos al avión en esta escala: la mayoría de los pasajeros que vuela a Malvinas viene de Chile. La aerolínea no es menor: el de LATAM es el único vuelo semanal que viaja, sale de Santiago de Chile, hace una escala en Punta Arenas, una vez al mes hace escala también en Río Gallegos y luego aterriza en Mount Pleasant (“Falkland Island”, dice la tarjeta de embarque). Desde la capital de Santa Cruz hasta las islas es apenas una hora y diecinueve minutos de vuelo. Un salto de aire, no mucho más, un subir y bajar. Si es que bajar fuera fácil.

De los cinco que abordamos en Río Gallegos, cuatro somos argentinos: Ignacia, la chica que me hizo el check in y que después de despachar este vuelo por 18 años -empezó en 2004-, hoy decidió tomarlo; Lucas, un hombre de La Plata que durante la guerra escribía cartas a los soldados y desde entonces siempre quiso conocer las islas; otro hombre que viaja para subirse a un barco y navegar por las islas Georgia y cuyo nombre no me dice, y luego estoy yo, periodista e hijo de un excombatiente. El quinto pasajero es un estadounidense de veintipocos que se recibió de ingeniero y decidió tomarse unos meses libres para viajar por Sudamérica, viaje que está terminando ahora, en el sur, con su visita a Malvinas.

El precio del pasaje para ir desde Río Gallegos a Mount Pleasant es de aproximadamente 100.000 pesos. Hubo un tiempo en que también se podía volar una vez por mes desde Córdoba, pero la pandemia lo interrumpió, Argentina cambió de gobierno y la ruta nunca se restableció. Ahora es un viaje al sur desde el sur.

Ya en el avión el entorno cambia, dejamos de ser un grupo de cinco para ser uno de 60 o 50 personas, poco menos. Oigo tonadas chilenas y oigo inglés. Ya todo deja de ser un paisaje familiar, como si al entrar al avión hubiera cruzado a otra dimensión, pongamos, por no decir frontera.

La costa de Stanley, donde viven 2600 personas entre isleños y trabajadores de distintos países.

A mi derecha está sentado un hombre claramente inglés con auriculares puestos. Está dormido junto a la ventana y en su expresión no se adivina sentimiento alguno. No sé si vuelve a su casa, si es un viaje de trabajo, o si acaso es padre o tío o sobrino de alguien que haya combatido en el ‘82. Lo único que veo es un hombre absolutamente indiferente al despegue, al viaje, al encuentro con las islas. Y es natural pero no deja de ser increíble cómo algo que significa tanto para uno puede significar tan poco para otro.

El avión despega. Río Gallegos, plano e industrial, va quedando lejos. Ahora escribo desde el cielo que cruzó mi padre para llegar a Malvinas. Él lo hizo desde Comodoro Rivadavia en un Hércules, el mismo avión en el que se fue, el 13 de junio de 1982. Era otro cielo este mismo cielo de ahora, nadie dormía en esos días.

Cuando estamos por aterrizar, luego de que el piloto lo anuncie, las nubes ya no cubren el paisaje y comienzo a ver las manchas de tierra sobre el agua, como si se corriera un telón de neblina puesto casi teatralmente para dramatizar la llegada. Y entonces, cuando la tierra se acerca, el piloto pone los motores al máximo y comenzamos a subir drásticamente. El avión vibra y se escuchan algunos gritos contenidos de temor. Lo que sucede no es otra cosa que un escape, una aproximación frustrada por el viento de las islas, que no siempre deja bajar. Volvemos a la altura de las nubes y sobrevolamos la Isla Este, una de las dos grandes, en la que está Puerto Argentino, y donde sucedieron todas las batallas de la guerra.

Media hora después, las condiciones de viento mejoran y, no sin nervios, comenzamos a bajar una vez más. Poco a poco vamos llegando a tierra y no es solo el fuselaje lo que vibra.

El aeropuerto de Mount Pleasant es una base militar gigante en la que está prohibido sacar fotos o hacer videos. Nuestro avión se detiene junto a un hangar enorme en el que descansan muchos aviones de combate que no podemos ver. Entramos a la sala de arribos, buscamos las valijas, y llega el momento en que un oficial recibe mi pasaporte y estampa sobre él el sello que dice “Falklands”. Y escribe en lapicera que tengo permiso para estar una semana. Siete días para mi romance o desesperación. Así comienza esta crónica, llegando en el primero de mis siete días.

Postal de Stanley a la caída del sol, uno de los pocos momentos en que el viento no sopla con furia. Nadie camina por las playas, las gaviotas son las verdaderas dueñas de la costa.

Desde el aeropuerto a Puerto Argentino hay cuarenta minutos de viaje en un micro que lleva a casi todos los pasajeros del avión. A bordo me encuentro con el resto del grupo con el que fui invitado a las islas: Checho Bianchi -periodista uruguayo-, Ivan Martinic -periodista chileno-, Nicola y Eduardo -periodista y fotógrafo brasileros- y James Perry -funcionario de la Embajada de Reino Unido en Chile, e hijo de un veterano de la guerra del ‘82-.

Conversamos y finalmente llegamos al hotel que nos va a hospedar: Malvina House, el más importante de las islas y cuyo nombre -dicen- no es en referencia a las Malvinas sino que la hija del fundador del hotel se llamaba así, Malvina, y que es un homenaje a ella. El destino también tiene su forma del humor.

El primer día no queda mucho por hacer así que camino solo por Puerto Argentino, Stanley para los isleños. Acá hoy viven apenas 2600 personas y hace unos años decidieron que ya no se llame Puerto Stanley sino tan solo Stanley. Pero los mapas, según quién los haga, pueden decir cualquiera de los tres nombres. Estando ahí, todo es tan solo Stanley, y las referencias a lo argentino vienen siempre cargadas de palabras incómodas: “invasión”, “ocupación”, “liberación”, las tres etapas en las que los isleños recuerdan al 1982.

Antes de volver al hotel paso por el memorial de la guerra: están los nombres de sus caídos y hay flores de amapola artificiales (“red poppy”), el símbolo con el que los británicos recuerdan a los muertos de sus guerras, “porque es una flor que nace en cualquier condición”, me dirá la mujer de la recepción del hotel, porque en los campos de Flandes, luego de una batalla durante la Primera Guerra Mundial, todo quedó cubierto de sangre y allí floreció la amapola, y un médico y militar y poeta canadiense al verlos escribió un poema de una belleza infinita y dolorosa: “Somos los muertos./ Hace pocos días vivíamos,/ cantábamos auroras, veíamos el rojo del crepúsculo,/ amábamos, éramos amados./ Ahora yacemos, en los campos de Flandes”.

Las amapolas se mueven con el viento y su gracia contrasta con el busto que está ahí detrás del memorial: un homenaje a Margaret Thatcher, a quienes los isleños le agradecen su liderazgo implacable durante el conflicto. Ahí está también la “Thatcher Drive”, una calle en su homenaje, y yo la cruzo indiferente pero acá estoy, vacío de toda indiferencia.

El 13 de noviembre se celebró el Día del Recuerdo, por el final de la Primera Guerra Mundial pero en homenaje a los caídos de todas las guerras. Muchos veteranos del '82 llegaron a las islas para sumarse al homenaje por los 40 años de la guerra.

Al día siguiente seguiré viendo la red poppy: es domingo 13 de noviembre y en todo Reino Unido se celebra Remembrance Day (Día del Recuerdo), que en rigor se celebra el viernes 11 (día en que terminó la Primera Guerra Mundial) pero los homenajes suelen hacerse los domingos. Así que casi todo el pueblo de Stanley amanece y se dirige a la catedral del pueblo, que hoy rebalsa de personas: unos días antes llegó un avión de la RAF (Royal Air Force) desde Inglaterra con 130 veteranos que llegaron para el homenaje por los 40 años de la guerra con la Argentina. Así que ahora, luego de una misa a la que no asisto por no ser ni practicante ni británico ni tener silla para sentarme, los veteranos se forman y comienzan su marcha militar rumbo al cementerio de Stanley. Es la primera marcha de veteranos británicos de Malvinas que veo en mi vida y no es tan distinta de las marchas en las que vi a mi padre y a sus camaradas veteranos de Malvinas. La misma emoción, el mismo orgullo, la misma edad sobre sus hombros cansados y el mismo deseo de mostrar la fortaleza de entonces.

El cementerio también está decorado con flores de amapola pero no están solas: hay además unas siluetas de soldados clavadas en la tierra. No se les ve más que la forma del cuerpo, como sombras que se crecen sobre el pasto hasta volverse reales y necesitan de hilos y estacas que los aferren al piso para no volar, para mantenerse en tierra -esta tierra- como si tuvieran el alma atrapada en las Malvinas. Son 255 siluetas por los 255 soldados que cayeron en la guerra con nuestro país, sumado a ellos otras tres siluetas femeninas (las tres mujeres que murieron en 1982, civiles, víctimas accidentales de un ataque británico), y otras cincuenta sombras acumuladas por los caídos en las islas durante otras guerras.

El cementerio de Stanley decorado con 255 siluetas en homenaje a los soldados británicos caídos en la guerra con la Argentina

Es, pienso, un homenaje certero: nadie puede distinguir quién es quién, tal vez apenas el uniforme, apenas el equipamiento, pero todos son todos, ni uno más importante que el otro, ni uno -me digo- más inglés, más argentino. No lo pensaron así pero estos espectros que plantaron por todo Puerto Argentino bien pueden ser alguno de los argentinos. No es ni de cerca una apropiación, no es nada, solo un sentimiento bueno mientras la lluvia de la mañana se va impregnando en mi cuerpo. Es una lluvia que parece no existir pero te va mojando, cargando peso y frío sobre tus hombros, y vuelve todo un poco más grisáceo de lo que ya es. Muero de frío y es noviembre, corazón de la primavera, y llevo tan solo media hora al aire libre. Comienzo a imaginar el frío de abril, mayo y junio de 1982.

Miro con respeto el homenaje y me emociono. Horas después un amigo me preguntará si chiflé. Le digo que es un demente y me dice que me lo pregunta en serio.

Cuando el evento termina, me acerco a un veterano y me presento, le digo que soy un periodista argentino y le pido una entrevista. Su nombre es Gary Platz, tiene 59 años. Pisó las islas en el primer día del desembarco británico en San Carlos, el 21 de mayo de 1982. Él tenía, por ese entonces, apenas 19 años.

Gary Platz, un veterano de guerra britántico que visitó las islas por primera vez desde la guerra: "los recuerdos son demasiado duros", dice

— Era un adolescente. ¿Tenía alguna experiencia de combate?

— Bueno, me alisté a los 16, tuve tres años de formación, a los 18 hice el curso de comandos. Para ser justos, era joven, inmaduro, naïf, pero había sido bien entrenado, era un soldado profesional, y un buen soldado creo yo, porque para ser un comando había que pasar un curso muy difícil. Pero claro, una cosa es saber cómo ser un soldado, y otra cosa es ser un soldado. Jugar a ser no es lo mismo que ser, es un juego diferente. No estaba listo para servir, pero no sé quién sí lo está. Por momentos fue una experiencia difícil, y por otros momentos fue una experiencia muy difícil. No es algo genial de hacer. Te unís al ejército para combatir, pero cuando efectivamente combatís, es… es otra cosa. Pero no es combatir lo difícil de superar en una guerra, es la pérdida, la muerte, el matar a alguien… son cosas que ningún hombre debería encontrar fáciles. Espero que no, por el bien de su alma.

— ¿Cómo fue el desembarco?

— Muy duro. Perdí algunos amigos ahí, por la destreza y el talento de la Fuerza Aérea Argentina, que eran hombres muy valientes. Nos mataron a algunos muchachos con sus bombardeos, y después nos movilizamos a Monte Kent, Monte Challenger, Monte Harriet, Dos Hermanas, y finalmente a Stanley.

— ¿Cuál fue su tarea durante la guerra?

— Era ingeniero de combate. Arreglábamos caminos, puentes, hacíamos demoliciones, nos encargábamos de conseguir agua. Pero en realidad lo que hacíamos mayormente era infantería: todo el mundo es un soldado primero, y algo más después, así que éramos mayormente soldados.

— ¿Esta es la primera vez que vuelve a las islas?

— Sí, lo había estado evitando. Ha sido realmente muy difícil. Es un lugar repleto de recuerdos duros para mí. Lo lindo del tiempo y la distancia es que hacen que todo sea más fácil de mirar. Al saber que venía de regreso supe también que iba a cambiar la lente, cambiar de foco, y lo iba a empezar a ver todo un poco más de cerca, más en detalle. Y fue realmente muy difícil, estoy peleando con algunos de esos momentos, porque lo había dejado atrás y ahora están enfrente mío.

Gary habla con educación y calidez. Piensa cada una de sus respuestas y me mira a los ojos. Los suyos de pronto están llenos de lágrimas, y a veces deja de hablar y busca aire, como si el oxígeno pudiera devolverle la compostura, que no quiere perder. “You know…”, me dice, y se detiene. “You know…”.

Le pregunto si visitó alguno de los lugares difíciles y me mira profundamente. “Sí”, me dice. “Estuve en todos los lugares en los que combatí. Estuve en el lugar exacto en el que mi amigo Gus murió. Estuve en el lugar en que mi amigo Nick murió. Estuve en el lugar en el que Chris murió. Fue una peregrinación. Así lo siento, como un viaje doloroso. Y el alivio… bueno, todavía no ha llegado”.

— Pasaron cuarenta años. ¿Fueron años difíciles para usted?

— Con el tiempo uno aprende a lidiar con los incidentes en los estuvo, pero en cambio las pérdidas… Ya casi tengo 60, tuve tres mujeres, tres hijos, cuatro nietos. Tengo una vida llena y genial, y si muero mañana, así es la vida. Pero tuve una con muchas experiencias, con lágrimas y alegrías. Pero Chris y Nick y Gus no tuvieron nada. Cuarenta años atrás se terminó todo para ellos: nada de esperanza, nada de amor, nada de sueños, nada de risas, nada de pérdidas. Y encuentro su ausencia muy difícil. Y algunas veces me he hecho la pregunta: ¿debo vivir mi vida por ellos? Pero claro que no puedo, tú vives tu propia vida. Y es un dolor que sienten todos los militares británicos, y supongo que todos los argentinos también por sus camaradas. Fui al cementerio argentino en Darwin y… me conmovió mucho.

Una vez más, Gary deja de hablar. Tiene más lágrimas que antes y me emociona su emoción al hablar del cementerio argentino. Le digo que mi padre también combatió en el ‘82 y me dice que debería estar orgulloso de él.

El cementerio militar de San Carlos, donde yacen los cuerpos de aquellos caídos británicos cuyas familias quisieron que fueran enterrados en las islas

Yo estuve bien entrenado, tenía equipamiento, era un profesional”, dice. “Y siento mucho dolor por el hecho de que muchos argentinos conscriptos no estuvieran en las mismas condiciones, no tuvieran equipos suficientes, y sobre todo no estuvieran bien guiados por los líderes del país. Y eso es un crimen, porque si vas a mandar a tus muchachos al combate tenés que ser el ejemplo, ser una mejor persona. Realmente creo que sus líderes políticos no fueron buenos. Lo mismo pasó, en parte, en la Segunda Guerra Mundial. ‘Leones liderados por monos’, decimos nosotros. No todos, claro, pero muchos. Y es injusto”.

Su hijo, me cuenta, también es militar. Pero su relación con la vocación propia y la del hijo es compleja. Le pregunto qué desea para él: que tenga la oportunidad de servir en combate o que no lo haga. “Es muy difícil porque sé lo que eso podría ser. Mi hijo quería ir a Afganistán y a Irak, pero por distintas circunstancias nunca le tocó. Y yo estaba tan feliz… Yo sé qué hay gente que va a morir en combate, porque eso es el combate y yo lo he visto. Pero si sos una madre o un padre o una hermana, no entendés ese concepto. Perder gente en la guerra es muy difícil, yo no quiero ser ese padre que perdió a un hijo en combate. No quiero ser esa persona. Perder a un compañero en combate, es combate. Perder a un hijo es perder a un hijo, y es muy distinto. Y estoy seguro que fue igual para los argentinos: si eras una madre o un padre o un hermano… habrá sido terriblemente difícil perder a ese ser querido en la guerra de las Falklands… Malvinas.

—¿Qué sentimientos tenía en ese momento hacia las tropas argentinas y qué sentimiento tiene ahora?

— Cuando entrás a un partido de rugby querés ganar, y vas a lastimar a otros para ganar, porque el rugby es acerca del dolor. No es diferente. Cuando llegué a estas islas, yo quería matar argentinos. Verdaderamente. E hice mi mayor esfuerzo. Pero cuando te vas, no querés matar a nadie. Y, literalmente, tengo el mayor de los respetos por los jóvenes que se sacrificaron en estas islas. Y, al igual que al término de un partido de rugby, estrechás las manos y seguís adelante. Yo no guardo ningún sentimiento negativo contra los argentinos, estrecharía la mano del hombre que mató a alguno de mis amigos, porque fue un piloto valiente y virtuoso. Él mató a mi amigo, la puta madre, la puta madre. Pero eso fue entonces, y no es ahora.

En el Día del Recuerdo, todo Stanley acompañado por un contingente de 130 veteranos de la guerra del '82 se movilizaron al cementerio para rendir homenaje a los caídos

— ¿Sabés quién fue?

— No sé quién fue, pero realmente estrecharía su mano. ¿Por qué querría seguir enojado? La guerra es algo lleno de bronca, es un lugar oscuro y violento, y hay algo mal con tu alma si deseás quedarte ahí. Los buenos soldados saben cuando ponerse oscuros y enfurecidos, pero también saben cuando aclararse y dibujar una línea de luz para seguir adelante. Y yo busco paz. Busco concordia. Busco acuerdos y no más conflictos. Y si hay algo que quisiera decirle a tus compatriotas argentinos, sobre todo a los veteranos, es que lo siento. Lo siento. Lo siento por las pérdidas, lo siento por todo el dolor. Porque yo conozco ese dolor… Lo haría otra vez mañana, como también ellos lo harían, y eso está bien, estaríamos en el campo de vuelta, y haríamos lo que hacemos una vez más, pero preferiría ya no hacerlo. Preferiría que nadie lo haga más.

Nos damos la mano un rato largo. Gary me da su mail y me dice que no fue fácil hablar de esto. Tiene aún lágrimas en los ojos, muchas más desde que habló de los argentinos. Imagino, no lo pregunto, que alguna sombra lo habitará cuando piensa en sus enemigos muertos, acaso de su mano. Me dice que le de un saludo a mi padre de su parte, y vuelve a mencionar la guerra y dice “Malvinas”, porque sabe que así preferimos escucharlo nosotros. Se lo agradezco y lo veo irse con sus camaradas.

El Cementerio de Darwin es un lugar silencioso y apartado. Allí descansan con nombre y apellido muchos de los caídos en combate. Aun quedan sin embargo algunas tumbas con cuerpo aún por reconocer. En ellas aun se lee: "Soldado Argentino Solo Conocido Por Dios"

Al día siguiente el encuentro es con los nuestros. Salimos temprano rumbo a Darwin. Nos lleva una señora al volante de una camioneta Land Rover. Se llama Elsa y tiene 65 años pero parece más grande, como casi todos en las islas. Elsa maneja la Land Rover con seguridad. Es de pocas palabras, cada tanto pasamos junto a un monte y ella dice el nombre. Vive junto a Tony, su marido, en una granja que se llama Estancia. Tienen una empresa de excursiones del mismo nombre. Durante la guerra también vivían ahí, con una hija de apenas un año. Desde su ventana, me cuenta Elsa, se ve el Monte Kent. Ella no lo sabe pero es el lugar donde un avión Sea Harrier atacó al helicóptero UH-1H que volaba mi padre. Le pregunto a Elsa si pasaremos por ahí y me dice que al final del día. Me cuenta que durante aquellos días de la guerra, ya llegando a junio, hospedó a una compañía de paracaidistas británicos que se preparaban en su camino a Stanley.

Falta para llegar ahí. Avanzamos por el lado sur de la isla este rumbo a Darwin. No me lo dicen pero de pronto veo a lo lejos un conjunto de cruces blancas y entiendo que la primera parada de la recorrida será el cementerio argentino. No tengo tiempo ni de pensar y ya estamos ahí, estacionados. Lo vi cientos de veces en fotos, lo veo cada año, cada 2 de abril, en cada documental. El Cementerio de Darwin debe ser el lugar más argentino del planeta, nadie puede pisarlo sin emocionarse.

El viento sobre las islas es permanente, como si Dios soplara de manera incesante para correrlas de lugar, llevarlas más allá o más acá. Parece también que quisiera barrerlas: todo polvo, toda arena, toda roca rumbo al mar. Grabo un video antes de acercarme al cementerio pero no se escucha nada, solo el ruido saturado de este viento, y es sensata esta forma de la naturaleza de pedirme que no diga, que no hable, esta forma de borrar toda palabra con viento ensordecedor. Decido no decir por un rato y camino. Decido replegarme a la idea de una foto y dejar que el tiempo pase sobre mí para que las palabras lleguen a su forma.

El cementerio de Darwin es un lugar silencioso y aislado. Cerca de aquí sucedió una de las peores batallas. Pero no hay rastro de sangre: hay fardos a lo lejos y esta especie de remanso donde todavía existen algunos soldados argentinos solo conocidos por dios, pero la mayoría tiene ya su nombre en piedra, un rosario y flores. Saludo uno por uno, paso tumba por tumba leyendo cada nombre y apellido. El color blanco resalta en la inmensidad del verde opaco, casi amarillo. Sobre el final del cementerio están los nombres de todos los caídos en el conflicto: 649 argentinos, el número de nuestros héroes.

Joaquín Sanchez Mariño, autor de esta nota, en el Cementerio de Darwin, en Malvinas

Me quedo parado apoyado en la cerca. Miro las cruces y los nombres una vez más, el tintineo de los rosarios cuando los mueve el viento. Bajo tierra, los hombres que lo dieron todo, porque no hay más que vida durante la vida. Tal vez exista un Paraíso para nuestros héroes. Para ellos, todo honor y toda gloria.

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Seguimos camino y visitamos los campos de batalla de Darwin, un pequeño caserío junto al mar que da nombre a la zona, y entramos luego en Goose Green, donde las tropas argentinas instalaron un campamento a la espera de los ingleses. Nos detenemos a almorzar en una especie de salón comunitario donde fueron instalados los pobladores de la zona durante el conflicto. Allí pasaron más de un mes a la espera de la resolución. Mientras almuerzo, veo en la pared los restos de una celebración que tuvieron en junio. Una bandera dice “Happy Liberation Day”, y se ven dibujos de niños pegados en la pared. Son los rastros de su celebración anual del 14 de junio, cuando festejan “la liberación”. Otra vez es incómodo leernos a nosotros en clave visitante, pero es todo lo que hay para ver en la superficie de la isla.

El muelle de San Carlos, el mismo por el que desembarcaron las tropas británicas en mayo de 1982

Una hora después recorremos San Carlos, el lugar que eligieron los ingleses para desembarcar. Veo el muelle por el que bajaron muchos de sus soldados, y ahí también hay dos siluetas negras en conmemoración a los caídos. Me pregunto si alguno de ellos será el amigo de Gary Platz. Todo acá, donde no hay nadie, hace 40 años pareció ser el lugar más valioso del planeta.

Una vez más, subimos a la camioneta. Avanzamos rumbo a Puerto Argentino por otro camino y en un momento Elsa rompe apenas el silencio y dice “ahí está Monte Kent”. Le pido si podemos parar y estaciona. Junto a la ruta están los restos de un Chinook y un poco más allá, los de un Puma. Son dos helicópteros argentinos destruidos el 21 de mayo en un ataque de dos aviones Sea Harrier. A unos doscientos metros de ahí, al otro lado de la ruta, también estaba el helicóptero de mi viejo, que también fue atacado en el mismo momento pero no lograron destruirlo. Un cañonazo le agujereó una de las palas pero mi padre pudo seguir volando en su aeronave hasta el 11 de junio.

Le cuento la historia a Elsa y me dice que desde su ventana ella podía ver el Huey (le dice así al UH-1H). Me narra ella misma el ataque, que sucedió a las ocho de la mañana, cuando todavía estaba en la cama. En un momento comenzó a ver el humo brotar desde el monte y un rato después un oficial argentino tocó la puerta de su casa para pedirle prestada una camioneta. Se la llevaron y la recuperaron recién al final de la guerra. Elsa no dice nada malo del oficial pero tampoco nada bueno. “Fue educado, ¿no?”, digo, aunque sé que le estaban sacando una camioneta a la fuerza. “Bueno, sí. El oficial tenía una mujer británica. Y yo le ofrecí un té y me preguntó si no tenía limón, pero no teníamos. ¡Estábamos en medio de una maldita guerra!”, responde.

Un canón argentino abandonado camino al Monte Longdon, en uno de los campos de batalla

El último día, antes de irnos, decido hacer un último tour, esta vez contratado por mí. Le pido a Matías, uno de los mozos del hotel, que me lleve de recorrida por tres horas a algunos lugares emblemáticos para los argentinos, habida cuenta de que mis recorridos fueron siempre de la mano de los isleños.

Matías me cuenta que en general cuando hace tours con veteranos argentinos, todos “se portan muy bien”, son pocos los que hacen algún alboroto. “En general -me dice- son discretos hasta que están solos en el cementerio o en algún campo de batalla en el que estuvieron. Ahí, cuando no hay nadie cerca, porque son lugares aislados, suelen sacar sus banderas y ponerse más emocionales”.

Siempre les pide que no lo hagan delante de los isleños, que eso podría traerle problemas a todos: a los argentinos podrían denunciarlos y al chileno tildarlo de “argie lover”, una manera de decir que es amigo de los argentinos (los “argies”) o peor aun, amante. Me da un poco de bronca y un poco de gracia la obsesión, que seamos una suerte de mancha veneno de la cual los otros deben cuidarse para no ganarse la antipatía de los locales.

Con Matías recorremos primero el faro y la bahía por la que desembarcaron los primeros 500 argentinos que llegaron a la isla. Lo hicieron a través de vehículos anfibios por una playa calma y ancha, a pocos kilómetros de Puerto Argentino. Con los mismos anfibios y otros a pie llegaron hasta el pueblo, primero intentaron tomar la casa de los Royal Marines, pero no había nadie allí, estaban todos apostados en la casa del gobernador, a la espera de las tropas argentinas. Ya ese día se había avisado a la población que los argentinos estaban llegando, que iba a suceder -en sus palabras- “la invasión”. Luego de tomar la ya vacía casa de los Royal Marine, fueron a la casa del gobernador. Ahí comenzaron los primeros tiroteos, pero 70 marines contra 500 soldados no tenían nada que hacer. Lo que pasó en el pueblo esos días traumó para siempre a los locales, y nadie ahí parece apto para perdonar.

Seguimos la recorrida. Matías nos lleva a una playa increíble del otro lado de la bahía. Se la ve blanca y turquesa como las playas del caribe. Hasta el año 2020, nadie podía ir a tirarse ahí o recorrerla porque todavía estaba minada. Como la Argentina no sabía por dónde intentaría desembarcar Inglaterra, minó las playas que no podía vigilar con hombres. Ésta quedó detenida allí durante 38 años, atrapada por la locura de una guerra. “Al menos le cagamos la Bristol”, pienso, en un ataque de competitividad, yo también atrapado en la idea del duelo permanente, de la guerra que no termina y se libra en batallas ridículas y simbólicas.

Matías dice que en el verano va con la novia hasta un extremo de la playa y caminan junto al mar por kilómetros, y que los jóvenes hoy hacen fogones por la noche y escuchan música y toman alcohol. Los imagino mirando el mar y soñando otras vidas posibles, o tirando piedras para el lado argentino maldiciendo por herencia a los “fucking argies”. Pero no los escuchamos, aunque su noche y la nuestra sea la misma, nunca los escuchamos, demasiado cerca y demasiado lejos.

Seguimos viaje, cruzamos todo Puerto Argentino y vamos para el otro lado, hacia el oeste. Pasamos por la casa del gobernador (donde está, en ese preciso momento, la princesa Anne, y a quien no me crucé en todos mis días en las islas). Luego vemos la casa de los Royal Marine, donde hoy vive un empresario. Subimos por una ruta y llegamos a un sendero que se adentra en los montes donde hubo batallas: Longdon, Two Sisters (Dos Hermanas), Tumbledown. Comenzamos a caminar y veo por fin esa imagen de Malvinas que vi siempre, las rocas sobre la roca, los fardos color ocre que se pintan de gris en el invierno, los cráteres de bombazos que cayeron cuarenta años atrás. De pronto piso un casquillo, y después veo el soporte de un cañón, caños oxidados, más cráteres y más piedras con dibujos anárquicos sobre la montaña. Más allá, un cañón también oxidado en el que aún se lee “industria argentina”. Lo llevó hasta ahí el regimiento N°7 de La Plata en su marcha hacia el Monte Longdon.

Al fondo, el Monte Dos Hermanas, otro de los campos de batalla donde sucedieron los enfrentamientos en el camino de los ingleses hacia Stanley

Matías me cuenta que algunos veteranos incluso vienen hasta acá y pasan la noche entre las piedras, protegiéndose como pueden con una bolsa de dormir para recordar aquellos días de campaña. El viento sopla feroz otra vez. Me siento, ahora sí, en medio de los recuerdos de los veteranos, atrapado en su pensadero, reviviendo para mí sus imágenes, su memoria.

Veo de fondo el Dos Hermanas y pienso que ahora sí vine a las Malvinas, que hasta este momento estuve siempre en las Falklands, aunque no lo dijera, atrapado en su forma de la historia, reviviendo sus dolores, no los nuestros. ¿Tiene sentido pensar que estos dolores son nuestros? ¿Míos? ¿De los argentinos? Miro una piedra, es como un muro, tiene una paleta de grises y negros de una nitidez inusitada, parecen mapas secretos pintados con tinta china indeleble a lo largo de los siglos. No sé de quiénes son esos dibujos, no sé quién es el dueño del tiempo. Ahora, acá, en este segundo, el único que sabe la forma de esa piedra soy yo. Esas, digo, son mis islas. Cada cual puede recordar las suyas.

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