¡Si esas paredes hablaran! La casa, de estilo renacentista italiano que se levanta en la calle Alsina al 400, entre Bolívar y Defensa, había sido construida en 1836 y la habitó María Josefa Ezcurra, una de las siete cuñadas de Juan Manuel de Rosas. Aún está en pie, es una de las viviendas más antiguas de un Buenos Aires que ya no existe más.
María Josefa fue una de las operadoras políticas de Rosas, especialmente en sus primeros años como gobernador.
Nació en la ciudad de Buenos Aires el 26 de noviembre de 1785. Era la mayor de sus hermanos de un matrimonio conformado por Teodora de Arguibel y Juan Ignacio Ezcurra.
Era una adolescente cuando conoció el amor. No era otro que Manuel Belgrano, un treintañero, funcionario del Consulado. El padre de la muchacha no lo consideraba el partido ideal, ya que si bien los Belgrano eran gente de fortuna, el padre de Manuel, el italiano Domenico Belgrano Peri -que cambiaría por Domingo Belgrano y Pérez- había estado envuelto en un proceso de quiebra de un funcionario de la aduana. Fue absuelto luego de un largo proceso pero quedó en el padre de María Josefa una sospecha que hizo desaprobar la unión.
El hombre no se quedó quieto. Hizo llamar a un pariente de España, Juan Esteban Ezcurra, nacido en Navarra. En 1803 la chica debió casarse con su pariente lejano. A este marido a la fuerza, le iría de maravilla en Buenos Aires con el comercio de telas.
La Revolución de Mayo supuso un quiebre en la relación. El marido, de profundas convicciones españolas, decidió regresar a España, pero ella se negó a acompañarlo. El hombre partió de todas maneras y con el dinero que había ganado en Buenos Aires estableció un negocio en Cádiz. Al morir, dejó a María Josefa como única heredera, y ella supo invertir muy bien el dinero.
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De todas maneras, ella quedó en una incómoda posición en la rígida sociedad colonial. No era una mujer soltera y tampoco viuda. Tenía un marido al que no volvería a ver nunca más.
Retomó la relación con Belgrano y no dudó en viajar al norte cuando el creador de la bandera debió hacerse cargo del ejército apostado en Jujuy. Estuvieron unos meses juntos y allí quedaría embarazada.
Bajó a Santa Fe, y se estableció en un campo donde el 30 de julio de 1813 tuvo a Pedro Pablo. Lo criaría Rosas y su esposa Encarnación, que se habían casado el 13 de marzo de ese año. Belgrano no lo reconoció, y a Rosas le dejaron el mandato de contarle al chico quién era su padre cuando cumpliera la mayoría de edad. “Le voy a decir algo: usted es hijo de un hombre más grande que yo”, le dijo su papá adoptivo. Al conocer su filiación, agregó el Belgrano a su apellido Rosas.
Para entonces, el jefe del Ejército del Norte continuaría con sus deberes militares, y para 1816 había conocido a María Dolores Helguero, una bella muchacha de 18 años. Con ella tuvo a Manuela Mónica, que sería criada por los Belgrano. A María Dolores la hicieron casar con un pariente, Manuel Rivas. En carta a Martín Miguel de Güemes, Belgrano confesaría que “solo a las pobres mujeres he mentido diciéndoles que las quiero, no habiendo entregado a ninguna, jamás, mi corazón”.
Por su carácter, María Josefa tuvo un activo papel en los primeros años de construcción política de cuñado Rosas. En ese sentido, su casa de la calle Potosí se transformó en un centro de operaciones políticas, de reclutamiento, de cambio de favores, de reparto de dádivas y de tráfico de información.
Hombres de etiqueta se cruzaban con negros y orilleros, y todos recibían órdenes o indicaciones.
El que dejó una pintura de María Josefa fue el poeta José Mármol, un ferviente opositor rosista, en su obra Amalia. “Ten cuidado de doña María Josefa, especialmente, no dejes delante de ella asomar el menor interés en conocer lo que deseas y que harás que te revele ella misma: he ahí tu talento”.
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Ingresar a esa casa era toda una ceremonia. Una mulata vieja era la que se multiplicaba en sus funciones: era edecán de servicio, maestra de ceremonias y paje de introducción, según describe Mármol.
Ella, una mujer de baja estatura, flaca, algo enjuta, de ojos pequeños –”ojos de víbora”- diría el poeta, recibía a los visitantes con el cabello desalineado y vestida no con las mejores ropas.
“Esta señora, sin embargo, no obraba por cálculo, no; obraba por pasión sincera, por verdadero fanatismo por la Federación y por su hermano; y ciega, ardiente, tenaz en su odio a los unitarios, era la personificación más perfecta de esa época de subversiones individuales y sociales, que había creado la dictadura de aquél”, describe el poeta.
Junto a su hermana Encarnación fueron vitales en los manejos políticos durante la revolución de los restauradores, en octubre de 1833, cuando Juan Manuel estaba haciéndole la guerra al indio en la conquista del desierto.
Cuando su hermana Encarnación falleció el 20 de octubre de 1838, se convirtió en la acompañante de su sobrina Manuelita, que fue la mano derecha de su padre en el caserón de Palermo de San Benito.
Visitaba a su cuñado tres veces al día y cuando Rosas obtuvo las facultades extraordinarias, en su segundo gobierno, su influencia decayó.
Fue la madrina en el casamiento de su hijo con Juana Rodríguez, en 1851, unión celebrada en Azul, donde Pedro era dueño de una estancia que le había regalado su papá adoptivo y donde se desempeñó por varios años como juez de paz.
María Josefa falleció el 6 de septiembre de 1856 luego de una larga enfermedad. Su hijo murió en septiembre de 1863 a los cincuenta años.
Por 1860 la planta baja de la casa fue habilitada para comercio y por muchos años funcionaría una imprenta. En 1971 fue donada a la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires y en 1997 se la declaró monumento histórico nacional. En sus mejores épocas, esas paredes estaban pintadas de un rojo punzó, y aún hoy conservan vaya a saber cuántos secretos de los tiempos en que se vivaba a la Federación y se deseaban mueras a los salvajes unitarios.
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