En la pared celeste de la casa austera de Marta Pérez, en un barrio de trabajadores de Ciudad Evita, cuelgan seis imágenes. Seis niños sonrientes, retratos de otra época, la era de las fotos de papel, de cuando ellos, ahora adultos, iban a la escuela o al jardín de infantes con sus miradas vírgenes de la hostilidad de la existencia.
Las fotos están ordenadas perfectamente. El espacio entre una y otra es exacto, calculado como para que no sobre pared ni entre otro retrato: el retrato que falta.
La foto imposible es la del hijo -o hija- que Marta tuvo a sus 14 años y que nunca conoció porque la partera se lo arrebató de sus brazos apenas salió de su vientre, antes de su primer llanto.
Pérez siguió su vida pero un pedazo inmenso de su alma quedó perpetuada en aquella tarde imprecisa del verano de 1968. Desde ese día, Marta busca a su primer bebé. Pasó más de medio siglo y nunca se dio por vencida. Convive con la obsesión y la angustia: cada rostro de hombre o de mujer que presuma la edad del bebé que nunca abrazó -actualmente 54 años- podría ser el hijo que está buscando.
Marta ahora está jubilada. Vivió una vida al servicio de sus otros cinco hijos, dedicada a una crianza obsesiva, inseparable, y al trabajo en casas de familia.
“Cuando trabajaba y viajaba en colectivo miraba a todos los que subían. En Capital, en Provincia, en todos lados. Todos los chicos que tienen su edad. Y sí, la sensación de que puede estar ahí y no sabés. Es horrible vivir con este dolor, con esta angustia, con esta mochila. Porque es un sufrimiento de años, que ninguno de mis otros chicos pudo calmar”.
Marta solloza. Hace fuerza para no llorar. Desde los 14 años que busca a su niño. Ella cree que fue un varón. Ni siquiera eso supo cuando Nilda Civale de Álvarez -condenada a 7 años de prisión en 2015 por apropiación de tres bebés nacidos entre 1969 y 1978- se lo robó.
Nunca más supo nada. Jamás obtuvo una pista de a quién le entregó o vendió la partera a su hijo. “Yo creo que es varón, siempre me lo imaginé como varón. Pero no sé. Lo vi de perfil. Estaba sanito porque lloraba”. Esa es la única imagen que sobrevive del bebé y está en la memoria de Marta.
Pérez nació hace 68 años en Chaco, en un pueblo del sudoeste de la provincia, Pampa del Infierno. La más chica -y la única mujer- de muchos hermanos. Cuando su papá se enfermó, la familia la mandó a vivir a Buenos Aires para que trabaje y, con ese dinero, se pudiera costear parte del tratamiento. Tenía apenas 12 años.
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En La Matanza la recibieron unos tíos. Empezó a trabajar como personal de limpieza pero no se sentía a gusto. Al poco tiempo comenzó a cuidar niños de su edad en una casa de familia acomodada, que prácticamente la adoptó.
“Siempre me quedó la bronca de por qué me mandaron a mí a Buenos Aires y no a mis hermanos. Me adoptó esta señora, me tomó como niñera. Tenía seis chicos. El más grande de mi edad. Y ellos trataban de llevarse bien conmigo. Yo más que empleada era compañera, amiga. Y traté de acostumbrarme. Iba los lunes y me quedaba hasta el sábado al mediodía”, cuenta Marta. El fin de semana lo pasaba en lo de sus tíos.
Su patrona la cuidaba, la llevaba al médico. Fue ella quien notó, a los 14 años recién cumplidos de Marta, que no menstruaba. Un día le dijo “Marta, este mes no estuviste enferma”. Y ella le mintió, le dijo que le había venido. “Ella no me creía. Y pasaron los meses y me dijo ‘sos muy chica’, nada más, pero ya nada se podía hacer”.
Marta quedó embarazada fruto de una relación pasajera con un hombre del que no quiere contar nada. Apenas dice dos cosas: que era “mucho mayor” y que no se enteró jamás de que ella quedó embarazada ni que tuvo al bebé ni que se lo robaron.
Sin embargo, la gestación no fue traumática para Marta. Al menos en el plano de la conciencia. O de lo que trae su memoria como el mar deja en la orilla restos de un naufragio.
“Yo estaba muy contenta con mi panza a pesar de que era muy chiquita. A todos lados que iba contaba y me regalaban ropita, me regalaron una cunita de hierro y le pedí a un vecino que me la pinte de blanco”, describe Pérez y rompe en llanto. Traga sus lágrimas y sigue: “En esa cunita guardaba la ropita de mi bebé, porque no tenía muchas cosas ni mucho lugar y guardaba ahí. Yo esperaba a ese bebé como esperé a todos mis hijos después”.
Los tíos que la alojaban los fines de semana se enojaron con el embarazo de Marta. Coincidió con la llegada de dos de sus ocho hermanos a Buenos Aires. Entonces se fue a vivir con ellos. Sin decirles nada. Sábados y domingos en silencio, en una casilla del conurbano. Esperando a su hijo, o hija, como un secreto adolescente repleto de un amor inexplicable.
“Mis tíos cortaron la relación. Fue muy angustiante. Había mucha gente mía que me acompañaba. Mis amigos, uno de mis hermanos estuvo más. Me entendió y me acompañó. Otros hicieron lo contrario”.
Marta trabajó con esta familia, cuyos nombres prefiere guardarse, hasta los ocho meses de embarazo. Y se quedó esperando dar a luz en la casilla junto a sus hermanos.
“Ahí se dio cuenta uno de ellos. Yo nunca lo oculté pero ellos no se daban cuenta. Me veían los fines de semana. Y como era gordita... Pero un amigo de ellos le dijo ‘me parece que su hermana está embarazada’. Y uno me preguntó y yo le dije que sí. Y decidió llamar a mi mamá para que vengan. Para ver qué podían hacer conmigo. Mi mamá se enojó mucho. Me decían que no esperaban eso de mí, que los había defraudado, que me habían mandado a trabajar, no a tener hijos”.
El mundo imaginado por la adolescente Marta empezó a desmoronarse. Su anhelo de criar a su bebé se enturbió. Marta dejó de trabajar y el dinero para su familia, que su patrona mandaba directamente a Chaco (”aunque hacía una trampita y me dejaba algo para mí”) dejó de llegar.
Sus padres que trabajaban en el campo, en la cosecha de algodón o en las madereras de la zona viajaron a Buenos Aires, impactados por el embarazo de Marta.
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“Yo no me llevaba bien con mi mamá. Teníamos choques”, cuenta Marta. Con la perspectiva de una mujer de casi 70 años, mira para atrás y entiende que, como era chica, no tuvo forma de escaparse. “Me arrepiento de no haberme ido”, comenta, como puede.
Porque fue en ese momento cuando todo se ennegreció. Marta dice que ella se enfermó y rompió bolsa y la llamó a su mamá y le avisó. Y que así apareció en escena Nilda Civale de Álvarez.
“No sé quién le dijo. Ni sé cómo la llamaron la noche que me enfermé. Rompí bolsa pero yo no sabía lo que estaba pasando. Mi mamá me dijo ‘ahora esperá'. Y vino la señora en un coche y me llevó a una casa que tenía un mini consultorio con camilla donde nació mi bebé”.
Marta dice que hasta ese momento “no fue tanta la locura como después”. Nueve meses imaginó las puertas del cielo, con su bebé y la ilusión. Pero la dejaron en el umbral del infierno.
“Al nacer mi bebé, cuando sale, la partera lo levanta con las dos manos y yo me quise enderezar para verlo. Y había un señor que me lo acuerdo como si fuera hoy: agarró y me apretó para que no me enderazara, me dijo ‘no, no’ y la partera agregó: ‘no lo vas a ver, no tenés derecho’. Y empecé a gritar. Lo vi de perfil. Estaba sanito porque lloraba. Cuando salieron de ahí donde nació lo sentí llorar un rato nada más. Y yo seguía gritando y me dejó en la cama de parto gritando. Yo estaba sola, no había nadie. Estaba yo con mi dolor. Pero no les preocupó”, admite Marta. No sólo habla de la apropiadora del bebé. También de su familia.
Marta gritó dos días días y dos noches encerrada en ese consultorio. “Hasta no dar más”, dice. Y agrega: “No tengo un buen recuerdo. Me quedé en un cuartito que había una cama. Y yo gritaba tanto y apareció ella con su hija, una rubia bonita como ella, y me dijo ‘la estás asustando a tu hija de tanto gritar’ y yo le seguía diciendo que traiga a mi bebé. Y me amenazó que si hacía algo y seguía gritando me iban a llevar a un juez de menores y mi mamá terminaría presa. Tuve miedo muchos años, cada vez que veía una mujer rubia me asustaba en la calle”.
Dos días más tarde, a Marta la liberaron. La dejaron en un auto en la ruta 3 kilómetro 26. Allí la recogieron sus padres. “Ellos me decían que no tenía derecho. Me retaban. Yo le reclamaba a mi mamá, por qué no me tiró a la calle en vez de hacer eso. Hubo muchos insultos, bronca”, cuenta.
La familia empezó a controlarla. Creían que saldría a buscar a su hijo. “Mandaban a mis hermanos a seguirme. Yo buscaba trabajo, un lugar donde irme”.
Y Marta, herida para siempre, volvió a lo de sus patrones. Les contó lo que padeció. Ellos quisieron hacer la denuncia. La adolescente, presa del miedo, se los impidió.
“Mi terror era que llevaban a la cárcel a mi mamá. Hasta ahora, que tiene 90 años, cada vez que puedo la voy a ver y cada vez que nos vemos nos peleamos”. A pesar de todo, Marta nunca pudo soltar el vínculo con su mamá.
“Ella lo culpa a mi papá. Dice que él hizo todo pero antes de fallecer mi papá me dijo que fue mi mamá la que tuvo la idea. Tengo muchos sentimientos con ella. A veces la odio. Y veces que me da lástima cuando la veo vieja”. Marta habla y llora.
Muchos años después, ya entrado el nuevo siglo, Marta vio en la tele la historia de las mujeres que nacieron en las manos sucias de Civale de Álvarez. Se encaminaba el juicio contra la partera. La foto de la mujer no le dejó dudas. Era ella.
Civale fue la primera obstetricia condenada en la historia. Se supo que atendía partos clandestinamente en La Matanza y que lucraba con eso. Alteraba las partidas de nacimiento y vendía a los bebés. “Ahí dejé de tener miedo de buscar al mío”, cuenta.
Marta participó del juicio a Civale, aunque como testigo. “Le volví a ver la cara. Declaré en el juicio. Soy la única mamá de caso Civale. Hay muchísimos chicos apropiados por ella pero soy la única mamá. Me hicieron declarar delante de ella y conté cómo fue. Ella declaró que se quedaba con los chicos porque había muchas mamás que dormían con los perros, que eran pobres y se quedaban con los chicos. Pero en realidad los vendía. Los chicos contaron que los padres les comentaron que los cambiaban por departamento, por un 0km”, agrega.
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Poco tiempo después de dar a luz a su bebé robado, Marta conoció a Lorenzo. “El fue el primero en hablarme después de lo que me pasó”. Se fueron a vivir a Santiago del Estero, lejos del lugar siniestro. Allí la pareja tuvo cinco hijos. Ricardo, de 52; Beatriz, de 49; Miriam de 48; Eva, de 46; Rita, de 42; y Paola, de 37. Ellos le regalaron a su mamá 12 nietos.
De todos modos, ese amor tremendo no cicatriza la herida más profunda, abierta hace 54 años. “Antes yo pensaba en mi deseo de compartir cosas con él o con ella. Pasar tiempo. Ahora lo único que quiero es saber que está bien, que se crió bien y si me permite darle, darle un abrazo. Yo no tuve la culpa, quiero que sepa que no me olvidé nunca, que lo esperaba con todo mi corazón”.
“Es horrible vivir con este dolor, con esta angustia, con esta mochila. Es un sufrimiento de años, que ninguno de mis otros chicos pudo reemplazar”, repite Marta. Está sentada, mate en mano, en el living de su casa. Detrás, las fotos de los cinco hijos que conoce. Abajo hay un espejo.
Marta conserva la ilusión de que su hijo o hija robada se parezca físicamente a sus otros hijos. Y, si está buscando su identidad, pueda leer esta historia y verse reflejado en el parecido con sus hermanos biológicos. Quizás el espejo esté puesto ahí para que algún día el bebé ausente pueda mirarse en él.
Marta solloza. Revela un pedacito de su intimidad. “Siempre sueño con él. Siempre sueño que es un varón”, solloza, mientras ceba un mate y convida.
Si fuiste separada de tu hijo o hija cuando nació, comunicate con la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (CoNaDI), al 0800-222-266234 o a conadi@jus.gob.ar.
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