La joven estudiante de tercer año de periodismo le tenía repulsión.
Pero juntó fuerzas, pensó que podía ser una nota exclusiva y la vocación por el periodismo pudo más con ese asco que, al terminar la nota, le daría la razón.
Era 2013 y la joven que estudiaba en ETER tocó el portero del departamento donde Ricardo Barreda vivía con su novia Berta André. El respondió con un simple: “Ahí bajo”.
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Relato de un acoso sexual
Tenía anotadas las preguntas para el cuádruple femicida que el 15 de noviembre de 1992 mató a su suegra Elena Arreche, su esposa Gladys McDonald y sus hijas Adriana y Cecilia.
Ni bien la vio, no le quitó los ojos encima de su escote.
Así transcurrió la entrevista en el living de ese departamento de la calle Vidal. Ella, incómoda, con la voz temblorosa, él con la mirada lasciva. En un momento, según él por el calor, se desabrochó la camisa.
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-Nena, si querés podés ponerte mas cómoda. ¿Querés un vermucito? O podemos ir a un lugar más cómodo y fresco.
-No -le respondió ella,, que no lograba tener el impulso para escapar de esa situación desagradable.
Barreda habló de su nueva vida, de la pasión por las mujeres y que la joven era de las mujeres más lindas que había conocido.
-Si tuviera unos años menos, te declaro mi amor -le dijo y le miraba los ojos celestes, la boca y volvía al escote.
Ella dio por terminada la entrevista y él le dijo que se quedara un rato más. Que no le costaba nada, que estuviera tranquila. Que si se sentía mal podía recostarse en la cama mientras él le hacía un té.
Justo entró Berta y la joven estudiante se fue sin saludar. Esperó a que un vecino le abriera.
Barreda intentó abrirle pero ella le dijo que no quería. Escuchó, mientras el femicida subía las escaleras, que se quejaba.
La joven periodista se lo comentó a su profesor y dijo que no pensaba hacer ninguna denuncia. Sólo quería escribirlo.
Pasaron casi diez años y el temor y el desprecio que sintió aquel día perduran en la que ahora es una periodista con ocho años de trayectoria.
El biógrafo que más conoce a Ricardo Barreda, reveló: “En el Hospital de Talar de Pacheco donde pasó más de un año porque no tenía dónde vivir, un grupo de enfermeras dijo que abusaba de una chica discapacitada, nunca lo pude probar y no hubo denuncia alguna”. El hombre entrevistó a Barreda hasta días antes de su muerte, ocurrida el 25 de mayo de 2020 en un geriátrico de José C. Paz. Para colmo, un oxigenista -que fue acusado de abuso- intentó llevárselo a la casa para vivir con él y cobrarle la jubilación, pero no logró su cometido.
En cambio, una enfermera se convirtió en la preferida del ex odontólogo. La llamaba para que lo atendiera y hasta le pidió que le presentara a su tía. “Vos sos como mi nieta, querida”. “A ella también la deseaba. A ella, a la tía, a toda mujer que veía. Una mujer del hospital me contó que una chica discapacitada que deambulaba por las habitaciones Barreda la agarró y tuvo sexo. Encaraba a todas las mujeres por más que tuviera 84 años, la edad de su muerte. A una le dijo: cuando salga de acá, me caso con vos. Lo decía en serio. Lo de la chica con discapacidad no hubo denuncia pese a que se habló en su momento. Nunca estuvo solo y casi siempre tuvo más de una. Es más, en su momento salió con pacientes, se paseaba de la mano cerca del teatro más grande de La Plata estando casado con la mujer a la que mató. No le importaba nada”, dice Pablo Marti, el biógrafo que más lo conoce, a quien le dijo: “Querido, más que libro de los asesinatos y de mi historia, prefiero un libro de mis mujeres”.
Se dice que salió con más de 200. Improbable. Ni él podía enumerarlas.
Cuando mató a las mujeres de su casa, Barreda tenía al menos seis amantes. Una era Pirucha, la vidente que según él le dijo que ellas iban a matarlo, la otra era con la que pasaría esa mism noche en una pizzería y en un hotel alojamiento y otra de ellas es la que, de acuerdp a lo que le dijo a Martí, vivía en Mar del Plata y pudo cambiar la historia. “Estuve a punto de irme a Mar del Plata con todas mis cosas. Irme de esa casa, pero la dudé y ocurrió lo peor”, le dijo.
“Barreda tenía una pulsión sexual y un deseo irrefrenable por las mujeres”, analizó Miguel Maldonado, el psiquiatra forense que lo analizó antes del juicio.
Cómo era el Barreda joven
El tipo flaco de lentes gruesos y pulóver era el centro de atención. Corrían los años sesenta pero en ese caserón de La Plata, los invitados a la reunión hablaban más del Club del Clan que de Los Beatles. El tipo, de unos treinta años, se paraba, hacía morisquetas, sacaba la lengua, bailaba “La felicidad” de Palito Ortega y contaba chistes tontos. Para colmo, y esto irritaba mucho más a sus detractores, se reía a carcajadas de sus ocurrencias. A las chicas les divertía. A los hombres les parecía un ridículo.
–Para mí era ni más ni menos que un tarado.
Eso dijo Miguel Maldonado, testigo de ese encuentro nocturno, mientras camina por las calles céntricas de La Plata.
El cómico improvisado era Ricardo Barreda. Maldonado se lo cruzó en otras fiestas y cumpleaños porque el dentista era amigo de la tía de su primera esposa.
–En varios festejos apareció este personaje con su aspecto intelectual y anteojos aparatosos. A mi mujer, en la intimidad, le pregunté quién era ese idiota. Ella me dijo que era el dentista del barrio, un sujeto al que algunos calificaban de muy divertido y otros, como yo, coincidíamos en que era todo lo contrario. Un Woody Allen sin talento. Era evidente que quería lucirse, impactar a las mujeres.
Con el tiempo, cada uno siguió por su lado: Maldonado se divorció de su esposa, Barreda siguió con la suya, y dejaron de frecuentar esas reuniones. El perito nunca pensó que iba a reencontrarse con el dentista del barrio, el de los chistes boludos, el que quería llamar la atención de las mujeres, a partir de una noticia en el diario.
El martes 17 de noviembre de 1992 Maldonado tomaba sol en Buzios, con su segunda esposa y dos de sus hijos, cuando una noticia que acababa de leer en el diario Clarín, que había conseguido en un kiosco, lo hizo sobresaltar de su reposera.
“Matan a escopetazos a cuatro mujeres de una conocida familia de La Plata”.
–¡A este tipo lo conozco! –le comentó a su mujer.
Leyó la noticia y no lo podía creer. Enseguida recordó aquellas reuniones en la casona de La Plata. No podía entender cómo ese hombrecillo de lentes había liquidado a su familia en un abrir y cerrar de ojos. El mismo tipito que hacía gestos y se hacía el capocómico, aunque sus gags no eran más que actos que no causaban risa. El tarado, como él lo llamaba, había llegado lejos. Muy lejos en el infierno.El de las morisquetas, el Woody Allen criollo sin chispa, había matado a cuatro mujeres. Qué ironía, nadie se reía de sus chistes, pero no son pocos los que con el tiempo empezaron a hacer bromas o reírse de su apodo de Conchita o de su reacción.
A Maldonado, ese caso policial que conmovía al país le arruinó las vacaciones. Durante varios días siguió las novedades, hasta que recibió una llamada. Era Jorge Scarpino, por entonces uno de los abogados de Barreda.
–¿Doctor, quiere hacerse cargo de las pericias de parte?
–Será un placer. Es un caso que pasará a la historia.
Y no se equivocó.
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