En la madrugada del 18 de noviembre, Juan Domingo Perón dijo basta, se vistió con un traje oscuro y se dispuso a abandonar la habitación del piso 7 del Hotel Internacional en Ezeiza. Estaba cansado. El ajetreo de los preparativos del viaje, quince horas de vuelo desde Europa con una escala en Dakkar, lo sentía en su cuerpo. Lo único que deseaba, a sus 77 años, era ir a descansar a la casa que habían comprado y la que usaría durante su estadía en el país.
Cuando el DC 8 de Alitalia “Giuseppe Verdi” (el que solía usar el Papa Paulo VI) descendió en Ezeiza, debió dirigirse al Hotel Internacional. El presidente de facto Alejandro Lanusse pretendía que antes que nada fuera a verlo a Casa Rosada, primero a entrevistarse con él y luego con la junta de comandantes. Que si no lo hacía, el mensaje que le hicieron llegar fue que la situación se tornaría riesgosa y que no garantizaban su seguridad.
Al gobierno le había caído mal cuando Perón hizo caso omiso a las indicaciones de no bajarse a saludar a los 300 simpatizantes que habían logrado sortear los controles militares. Al pie de la escalerilla del avión se había subido a un auto y en un momento se detuvo, bajó y saludó a la gente, con José Ignacio Rucci, secretario general de la CGT, y el famoso paraguas. Porque ese día, por momentos, llovió torrencialmente.
“A mi no me van a hacer un 17 de octubre”, eran los temores de Lanusse.
Fueron varios los diálogos nerviosos entre Héctor Cámpora, Juan Manuel Abal Medina, el coronel Osinde, Rucci con Ezequiel Martínez, secretario general de la Junta Militar y Edgardo Sajón, secretario de Prensa del gobierno. Acordaron repartirse los roles: Abal Medina hacía de bueno y componedor y Rucci, combativo, era el que amenazaba con un paro general por tiempo indeterminado.
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Hubo un intento de salida por la noche, cuando ya la Fuerza Aérea había emplazado dos ametralladoras apuntando hacia la entrada del hotel. Ya tenían las valijas en las manos y se les interpuso un comisario con su arma reglamentaria en su mano.
Entre Cámpora, que a los gritos preguntaba si estaban secuestrados, los pedidos de Abal Medina de dejarlos pasar y que dos escribanos labrarían un acta y la amenaza velada del jefe policial de “no me obliguen… no me obliguen…”, y las súplicas de José López Rega de viajar a Asunción, el grupo volvió a las habitaciones.
El tema se destrabó cuando la comitiva que acompañaba a Perón aseguró que se hacía cargo de la seguridad, y que el gobierno permitiría la salida siempre que no fuera de noche. Si bien terminaron acordando salir a las 7 y media, antes de las 7 ya todos estaban subidos al Ford Fairlane negro que puso dirección a la casa que se había adquirido para la estancia de Perón en el país, que se popularizaría como la residencia de Gaspar Campos.
“Hasta aquí llegamos y vamos a cumplir con lo que vinimos a hacer. Vámonos de una vez para la casa”, indicó Perón.
El teniente coronel Gaspar Campos tenía 37 años cuando en julio de 1868 fue tomado prisionero en la guerra de la Triple Alianza. Luego de dos meses de sufrir el maltrato de los paraguayos, falleció en el campamento de Lomas Valentinas. Su nombre quedó inmortalizado en algunos puntos del país, entre ellos el más conocido, el de la calle de Vicente López.
Según cuenta Miguel Bonasso, la casa había sido hecha construir en 1936 por el médico Alfonso von der Becke, que invirtió veinte mil pesos, que con los años moriría asesinado por un paciente. Dicen que este médico era hermano del general Carlos Maximiliano von der Becke, el mismo que integró el tribunal de honor en 1955 que degradó a Perón. Al ex presidente le divertía que le contasen esa historia.
La casa está a 18 cuadras de la quinta presidencial de Olivos, y había sido vendida por la inmobiliaria de Alberto O’Connors. Bonasso relata que ni Connors ni la entonces propietaria, Margarita de Bauer Mengelberg, supieron a quien se la habían vendido. Les pagaron 83 millones de pesos viejos. Cuando se firmó el boleto abonaron 8.300.000 y el resto se cancelaría en noventa días. Según relató Victorio Pirillo, del sindicato de Trabajadores Municipales de Vicente López, la mayor parte del dinero se obtuvo de colectas, motorizadas por José Rucci.
A las siete menos diez del 18 de noviembre, el auto negro que conducía a Perón llegó a destino. Cuando subió la entrada al garage calculó mal y rozó la pared del costado. Hubo que dar marcha atrás y volver a subir.
En su frente ondeaban las banderas argentina y paraguaya. Una nube de periodistas, camarógrafos y fotógrafos registraron la llegada. Habían sido habilitados a ingresar a la cuadra donde estaba la casa, protegido por un operativo de seguridad de policías y militares que cubría un radio de una decena de manzanas.
“Así que ésta es mi casa; muéstreme la casa”, pidió Perón a Héctor Cámpora. En la entrada debajo de un escudo tenía la leyenda “Nec temere, nec timide”, algo así como “Ni temerario ni temeroso”, frase que algunos adjudican a Aristóteles y fue adoptada por diversas instituciones militares y relatos de guerra.
La casa fue construida sobre un lote de veinte metros de frente por cincuenta de fondo y para Perón debió ser suficientemente cómoda. En la planta baja había una sala usada como recepción, un living, un comedor y una biblioteca. Siempre en la misma planta baja estaba la cocina, las habitaciones de servicio y el baño para huéspedes. En el primer piso, había una sala de estar, tres dormitorios y dos baños, más otros dormitorios con sus respectivos baños.
Las ventanas del dormitorio que usó el ex presidente daban sobre Gaspar Campos. En el segundo piso había una sala de juegos y un balcón que miraba al jardín trasero.
Cuando entró a la vivienda, se le escuchó decir: “Uh, ojalá pudiera descansar un día”, mientras revisaba los placards y acomodaba su ropa. Su esposa Isabel se quejó porque no había perchas suficientes.
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A las ocho de la mañana Abal Medina salió a hablar con los periodistas agolpados en la vereda para comentarles que Perón estaba bien, aunque “un tanto sorprendido por tenerlo detenido anoche”.
Los periodistas no se conformaron y a las nueve y media comenzaron a corear “¡Perón al balcón!”. No les convencieron las excusas que salieron a dar Cámpora y Osinde. Uno gritó que hacía tres días que no dormían por cubrir la nota. Fue cuando Perón se asomó y sonriendo, les dijo “Perdónenme muchachos, pero hace tres días que no me puedo sacar los botines”.
A mitad de esa mañana, un gentío se había dado cita y el barrio perdió definitivamente esa tranquilidad de suburbio acomodado del conurbano. Los destrozos provocados por la gente que hacía lo imposible por acercarse y ver a su líder, hizo que Perón pagase de su bolsillo los daños ocasionados.
A las 13 horas, salió al balcón a saludar. Los jóvenes le cantaban “La Casa Rosada/ cambió de dirección/ está en Vicente López/ por orden de Perón”. Emocionado, saludó con sus brazos en alto, luego se colocó ambas manos sobre una mejilla, dando a entender que iría a descansar.
A las cinco volvió a salir. Su esposa Isabel, que sostenía un retrato de Evita, le alcanzó la famosa gorrita tan característica que solía usar mientras había sido presidente. La terminó revoleando a la multitud.
Había vecinos conocidos, como el doctor Julio Angel Luqui Lagleyze quien la noche del 23 de noviembre de ese año los custodios de Perón fueron a buscarlo a su casa para que lo atendiera, ya que se había descompensado. Tendido en su cama, tenía una máscara de oxígeno y Lagleyze pudo controlar el edema de pulmón que sufría. Eran los avisos de un anciano que transitaba sus últimos meses de vida.
En los jardines de esa residencia, en la tarde del 19 de noviembre, se vio cara a cara con Ricardo Balbín, el jefe del partido Radical y su viejo adversario. Retrasado por una descomunal congestión de tránsito, debió ingresar por la casa de los fondos, en la calle Madero, y saltó el cerco divisorio. Desde la caída de Arturo Illia, se habían iniciado los contactos secretos entre ambos líderes y esa tarde se confundieron en un abrazo. “Doctor Balbín, nosotros representamos el 80% del país, debemos ponernos de acuerdo”, le dijo entonces.
Para el 21 de noviembre, el líder justicialista convocó a todos los partidos políticos y dirigentes sindicales a una cena, para ponerse de acuerdo en conformar un gran frente popular que se plantase al gobierno de facto. Fue en el restaurante Nino, cerca de la residencia de Gaspar Campos, y algunos aseguraron que a ese lugar solía ir a comer con Evita.
Perón vivió allí hasta el 12 de octubre de 1973 y nunca más volvió a pisarla. Con los años la casa pasó a manos del Partido Justicialista. Lugo fue declarada monumento histórico.
En el barrio durante mucho tiempo hubo quejas de los vecinos por el abandono, el pasto, la maleza y las ranas que se criaban en la pileta con agua estancada. En el interior aún estaba el sillón capitoné en el que se habían sentado Perón y Balbín. En el garage estaba un Fiat italiano que Perón le había regalado a Isabel, pero ella no sabía manejar. Perón solía usarlo para salir a comprar por el barrio queso fresco y batata, uno de sus postres preferidos y que tenía prohibido por su diabetes. En esas salidas, solía pedirle cigarrillos a los periodistas que montaban guardia.
Victorio Pirillo contó a Infobae que se encargó de cortar el pasto y de blanquear las paredes con cal. Propuso convertir la vivienda en una regional de la CGT y en una escuela de conducción política y sindical. Cuando el Partido Justicialista finalmente se decidió, la compró en 1992 por 550 mil dólares. Años después Pirillo le pidió ayuda a Hugo Chávez para transformarla en una residencia para presidentes latinoamericanos. El venezolano prometió un millón y medio de dólares para acondicionarla, pero todo quedó en la nada. La casa fue refaccionada hace poco más de dos años.
Perón permaneció en el país 27 días. viajó a Paraguay y de ahí voló a España. A su regreso definitivo volvería a esa residencia, pero otro sería el cantar.
Fuentes: Miguel Bonasso – El presidente que no fue; Juan Manuel Abal Medina – Conocer a Perón. Destierro y regreso; colección revista Redacción.
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