Pedro, el hijo el segundo hijo de Juan José Castelli, era un jovencito cuando entró en el Regimiento de Granaderos a Caballo y siguió siéndolo cuando combatió en San Lorenzo donde, por el valor empeñado, fue ascendido a teniente. Luego de pelear en el Sitio de Montevideo, luego contra José Gervasio Artigas y de participar de la caída de Carlos María de Alvear, dejó las armas y creyó que nunca más las empuñaría.
Y menos que ellas serían su perdición.
Primero administró la estancia La Esperanza, ubicada en el Divisadero de los Montes Grandes y cuando tuvo un capital considerable, y con la ayuda de su amigo Manuel Campos compró tierras en Cerro Paulino, cerca de las sierras del Volcán, en el sur de la provincia de Buenos Aires. Era un próspero ganadero.
La economía no andaba bien por 1838. El bloqueo francés al Río de la Plata en protesta por los ciudadanos franceses que eran enrolados en el ejército local, provocó el cierre de las exportaciones, una caída del comercio y una disminución en los ingresos del gobierno.
Juan Manuel de Rosas cambió las condiciones del arrendamiento de las tierras bonaerenses, conocido como el sistema de enfiteusis, inaugurado por Bernardino Rivadavia, que buscaba apoyar a los pequeños y medianos productores rurales.
En diciembre de 1837 Rosas denunció a la legislatura “un funesto monopolio” de aquellos ganaderos que no pagaban el canon al gobierno y que pretendían continuar gozando de sus riquezas. No había más remedio que quitarles las tierras, lo que le venía como anillo al dedo con un erario exhausto por el bloqueo. Si bien el sistema de enfiteusis contemplaba la renovación del canon, el gobierno tenía sus propios planes.
La medida alarmó al campo, más aún cuando el año la cosecha de trigo había sido buena y había subido la exportación de harina y de carnes. Sin embargo, el bloqueo había frenado la economía y para junio de 1839 el malestar era más que evidente. Surgió lo impensado: armar una revolución en el propio terreno bonaerense, donde Rosas había construido su poder para llegar al gobierno.
Se armó un movimiento que debía estallar en forma coordinada tanto en la provincia como en la ciudad, éste último por Ramón Maza, un militar cuyo padre Manuel Vicente era presidente de la legislatura y amigo personal de Rosas. El golpe sería apoyado militarmente por las fuerzas de Juan Lavalle, que permanecía en la Banda Oriental, dubitativo, sin pronunciarse sobre qué hacer o por dónde invadir el país.
Ramón había sido convencido por el hermano de Lavalle. Cuando el 3 de junio Maza sorpresivamente se casó con Rosa Fuentes de Arguibel, sobrina de Encarnación, la esposa de Rosas, éste sospechó.
A esa altura, el Restaurador estaba al tanto de los planes e intentó alejar a Maza de la ciudad regalándole un viaje de bodas al exterior, pero lo rechazó. La conspiración terminó cuando el propio Manuel Vicente Maza fue apuñalado en su despacho de la Legislatura cuando se disponía a pedirle clemencia a su amigo Rosas por su hijo. Ramón fue detenido y fusilado el 28 de junio de 1839.
Los conjurados, librados a su suerte, decidieron continuar con la conspiración. El propio Ramón Maza había convencido a Pedro Castelli y a otros, como Marcelino Castro, los hermanos Ramos Mejía, José Ferrari y Leonardo Gándara, entre tantos otros.
Acordaron seguir adelante aun cuando supieron que Lavalle invadiría Entre Ríos y no iría a auxiliarlos y que Rosas les seguía los pasos gracias a los informes del juez de paz de Dolores. Contaban con armas que los emigrados de Montevideo les enviarían, pero llegaron cuando ya todo había terminado.
El 29 de octubre, el comandante Rico, en la plaza, ante unos 200 vecinos armados con lanzas, exclamó. “Este pueblo heroico, cansado de tanta humillación, y amenazado en la vida y en los intereses de sus hijos, se pone en armas. Juremos todos no dejarlas mientras no hayamos dado en tierra con el amo y el último de sus esclavos. ¡Patriotas del sud! ¡Viva la libertad! ¡Abajo el tirano Rosas!”. Tomaron un retrato de Rosas y lo cortaron a cuchillo limpio. Todos tiraron al piso la cintilla punzó que eran obligados a lucir.
Fue el famoso “Grito de Dolores”.
Rico se puso al frente de las fuerzas. Ambrosio Crámer, un oficial francés que había peleado en el ejército napoleónico, levantó Chascomús, pero no tuvieron la misma suerte con Tapalqué y Azul.
Nicolás Granada, comandante de las divisiones del Sur, al enterarse de la conspiración, informó a Prudencio Rosas, el hermano del gobernador y a Vicente González, “el carancho del monte”, apodo que se había ganado por la forma de su nariz y sus ojos penetrantes. Para Prudencio la sublevación era un hecho aislado, encarada por un grupo de gente mal armada, sin jefes ni soldados profesionales.
A las 5 de la mañana del jueves 7 de noviembre de 1839, a orillas de la laguna de Chascomús se libró un combate de tres horas. El escuadrón de línea 6, al frente de Prudencio Rosas, estaba compuesto de 1600 soldados y 300 indígenas, mientras que los revolucionarios sumaban 1700 hombres.
Junto a Rosas, iba Nicolás Granada, comandante de las Divisiones del Sur, a quien los complotados creían de su lado. Cuando fueron a su encuentro, los hombres de Granada los atacaron violentamente.
Muchos dejaron su vida en el campo de batalla, como Domingo Lastra y su hijo, Domingo Fermín que fue degollado al defender la bandera, un pañuelo a franjas celestes y blancas.
La lucha fue desigual, encarnizada y por momentos desesperada. Algunos quisieron salvar la vida tirándose a la laguna. A las 8 de la mañana todo había terminado.
El 10 recuperaron Dolores, mientras indios fieles, a quienes los complotados le habían dicho que Rosas había muerto, creyendo que así los tendrían de su lado, descargaron su ira arrasando Tandil.
La revolución había terminado. A los conspiradores solo les quedó escapar. Hubo sospechas sobre Gervasio, otro de los hermanos de Rosas, con el que no se llevaba bien. Ganadero bonaerense, no participó del movimiento, aunque lo conocía y no lo denunció. Por las dudas, durante un tiempo cumplió arresto domiciliario en la ciudad de Buenos Aires.
El comandante Rico alcanzó a huir y subirse a un barco que lo cruzó a la orilla uruguaya. Pero Crámer y otros jefes murieron en el combate. Hicieron unos 400 prisioneros entre peones y gauchos que Rosas optó por liberar, diciéndoles que prefería creer que habían sido engañados y obligados a tomar las armas. El gobierno premió a los que habían demostrado fidelidad regalándole tierras que hasta el día anterior pertenecían a los complotados.
Pedro Castelli fue muerto luego de que lo descubrieran el día 15 escondido en una estancia, y el soldado Juan Durán le cortó la cabeza. El 17 la clavaron en la pica en la plaza donde los revolucionarios habían dado el grito de libertad. Prudencio Rosas informó que “con la más grata satisfacción acompaño a usted la cabeza del traidor forajido unitario salvaje Pedro Castelli, general en jefe titulado de los desnaturalizados sin patria, sin honor y leyes, etc., para que la coloque en medio de la plaza á la espectación pública… la colocación de la cabeza de ser en un palo bien alto, debiendo estar bien asegurada para que no se caiga y permanecer así mientras el superior gobierno disponga otra cosa”.
Esa noche la lluvia caía impiadosa sobre la plaza sin nombre, que no era más que un descampado usado como parador de carretas. En el centro de ese barrial, la larga pica, de unos seis metros, exhibía como macabro trofeo en su punta la cabeza putrefacta de quien en vida había sido Castelli, ahora despojo irreconocible, puesta ahí por orden del gobierno hasta que se le antojase quitarla. Debía servir como escarmiento y advertencia de lo que le ocurriría a quién osase levantarse contra el Restaurador.
Había sido atada con tientos y asegurada con un fierro, pero el tiempo, el viento y el agua hicieron lo suyo y esa noche de tormenta, la cabeza se cayó.
Hasta entonces, nadie se atrevió a quitarla de su lugar. Tanto tiempo estuvo que un hornero había hecho su nido encima de ella. Esa noche de tormenta en que la parda correntina Francisca Gutiérrez cruzaba la plaza, la vio en la tierra. Cuando llegó a su rancho, le pidió a su hijo José Moldes, cabo del 5 de Cívicos de la división del coronel Valle, que la recogiese y se la llevase. El hombre pensó que la mujer había enloquecido, se negó, si lo descubrían sería fusilado. La insistencia de la mujer pudo más y Moldes la ocultó en su poncho y se la llevó a su madre.
Ella rasgó su colchón de la cama, puso la cabeza y volvió a coserlo. Cada tanto, la mujer repetía el ritual de descoser el colchón, quitar la cabeza, prender una vela y rezar un rosario.
Cuando cayó Rosas, la llevaron al cementerio y la enterraron. Tiempo después cuando Rómulo, hijo de Castelli fue acompañado por Moldes para recuperarla, no la pudieron encontrar.
En esa plaza que era un descampado usado como paradero de carretas, en agosto de 1859 se colocó la piedra fundamental de lo que sería la pirámide que recuerda ese trágico suceso, en el lugar donde una noche de lluvia de 1840 una cabeza pedía, silenciosamente, compasión.
Fuentes: Juan B. Selva: El grito de Dolores. Sus antecedentes y consecuencias, Ed. Tor, 1935; Adolfo Saldías: Historia de la Confederación Argentina. Rosas y su época, Ed Ateneo; Ricardo Levene: Historia de la Nación Argentina, Ed. Ateneo
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