“Era me matan o te mato. Preferí no matar”: el hombre que dejó atrás el mundo de la calle y las drogas y hoy trabaja

Adicciones, violencia y robo, esa fueron las principales vivencias de Marcelo cuando estuvo sin techo durante un largo tiempo. Hoy, a sus 43 años y con la ayuda de la Fundación Multipolar, consiguió lo que parecía tan lejano: un trabajo digno y un hogar

Con ayuda de la ONG Multipolar Marcelo Campos consiguió un trabajo y logró dejar la calle y las adicciones que marcaron su vida desde chico

Es martes por la mañana en Cullen 5226, Villa Urquiza. Marcelo Campos espera sentado su turno para la sesión con Nati, su psicóloga. Vestido con su uniforme azul de Metrovías, trabaja todos los días de 13 a 21 horas en la estación de Lacroze como personal de limpieza. Está contento, tiene muchas expectativas, sabe que está “haciendo las cosas bien”.

“Fue una vida complicada”, remarca al relatar su pasado. Oriundo de Beccar, San Isidro, la relación con su familia no fue la mejor de todas. Por un lado, no tuvo la oportunidad de conocer a su padre, sólo sabe que desapareció y no regresó; Gladys, su madre, nunca quiso mencionarlo, no había gratos recuerdos para contar. A pesar de la tristeza, ella se juntó con otra pareja y tuvo cuatro hijas más; sin embargo, Marcelo nunca fue incluido dentro de ese clan. Fue criado por su abuelo Alberto y su abuela Angélica. Aunque tampoco fue una gran experiencia: “mi abuelo me fajaba por cualquier cosa. Yo llegaba del colegio, él veía mi cuaderno y aparte de las malas notas, se daba cuenta que yo no hacía nada. Me decía, “este cuaderno está igual que ayer, a mí no me mientas” y ahí cobraba de vuelta”. Cansado de los golpes y dispuesto a no seguir en la misma situación, a los 13 años abandonó su hogar.

Marcelo Campos en una visita a la Basílica de Luján. El camino fue largo, pero no perdió la fe y logró poner fin a una vida marcada por las adicciones

“No me importó irme de mi casa, ya estaba acostumbrado a estar en la calle. A los 11 andaba en la estación de Retiro y me juntaba con unos pibitos, no me pone orgulloso decirlo, éramos chicos y andábamos aspirando pegamento, le robamos a la gente en las paradas de colectivo”, cuenta con un dejo de angustia. Fue a partir de ese momento, cuando empezó a “tomarle gustito” al mundo de las drogas y la calle.

Su rumbo continuó por Villa Celina, en La Matanza. Una familia conocida de su barrio anterior lo había invitado a mudarse con ellos y darles una mano con la venta de drogas dentro del Mercado Central. Otra de sus actividades para subsistir cuando estuvo en situación de calle, fue sacar la basura, o como suele decir él, “cirujear”. “Había muchos talleres clandestinos de tela y ropa. Lo que pasaba era que los bolivianos no podían tirar los rollos de los retazos de tela, porque si los agarraba la policía les sacaban plata y los metían presos. Hicimos una pequeña PYME trucha con unos pibes. Sacábamos la basura y nos pagaban por bolsa, la policía no nos decía nada”, resume detalladamente.

Marcelo disfrutando de la compañía de dos de sus hijos Mayra (14) y Marcelo (12)

“Sobreviví un tiempo así y después cuando conocí el paco y la pasta base mi vida empeoró. No quería trabajar, le pedía plata a todo el mundo y debía plata, vendía mis cosas. Había gente que me quería un montón, que me abría la puerta de su casa y no me importaba robar sus cosas. Me hizo una clase de persona que hasta el día de hoy estoy arrepentido”, declara Marcelo.

Afortunadamente para Campos, los problemas con la ley nunca fueron una preocupación, salvo aquella vez donde fue descubierto por comprar droga para sus amigos: “por robo o cosas graves jamás tuve conflictos, nunca caí en un penal y eso que me junté con los peores”.

En Villa Celina, Marcelo también conoció a quien sería su primera mujer, Carolina, su vecina. A diferencia de él, ella provenía de una familia “estricta”. Comenzaron a salir a sus 17 años y luego se juntaron. Fruto de esa relación nació su primer hijo, Gustavo, cuatro años más tarde. En ese momento comenzó a trabajar en un lavadero industrial, estaba feliz con su pareja, todo parecía marchar bien. No obstante, la droga se volvía cada vez más presente en su vida, ya era una costumbre. “Juré por mi hijo que iba a dejar de drogarme, pero fue más fuerte que yo. Me sentía aburrido y necesitaba fumarme un porro, necesitaba hacer algo para que mi cabeza frene”, expresa apenado. Y un día todo se derrumbó, había salido a fumar marihuana y su suegro lo encontró: “me empezó a decir de todo y ahí fue cuando me separé, dejé de trabajar, dejé todo. Me quedé de vuelta en la calle y me fui otra vez a la casa de la familia anterior y empezó todo de vuelta. Mucho consumo y alcohol, cada vez estaba peor. Estuve unos cuántos años así desde que me separé de ella”. Es hasta el día de hoy que no volvió a tener contacto ni hablar con su hijo, quien ya cumplió 20 años.

Marcelo en una juntada con sus ex compañeros del trabajo donde mantenían residencias y aprendió muchos oficios

Más adelante, la vida lo cruzó con María Ángeles, madre de sus cuatro hijos más pequeños: Mayra (14), Marcelo (12), Priscila (10) y Renzo (9). Una vez asentada la familia se mudaron a la casa de la abuela de él en Beccar; volvió al lugar donde todo había iniciado.

Un trabajo y un hogar nuevo daban el pie para rearmar su camino, pero un trágico suceso iba a marcar un antes y un después. Cada vez que Campos volvía del trabajo ponía a sus niños a ver televisión y salía a fumar mientras los miraba. Un día acompañó a un amigo del barrio a comprar porro a CABA y cometió el error de encerrar a sus hijos con llave. Mientras tanto, su pareja había llevado al menor a control prenatal. “Teníamos un mueble con ropa y arriba le ponía unas cajas de jugo para que ellos tomen. Allá arriba tenía una pistola también, mi cuñado me la dio por las dudas que pasara algo. Además, había cuchillos y encendedores. Marcelo tenía dos años y se las ingenió para empujar la cama hasta el mueble, subió una silla y se puso a manotear todas las cosas allá arriba y agarró el encendedor. Mayra dice que él lo sacudía con el dedo al lado del colchón. Ahí todo empezó a prenderse fuego muy rápido”, rememora muy dolido por el incendio. Por fortuna, al ver el humo que escapaba, una de sus hermanas (quien habitaba en la misma zona) logró rescatar rápidamente a los chicos. Sin embargo, perdieron todo.

A partir de ese entonces, se fueron los seis a la casa de la madre de Marcelo por unos días, y luego a la de su tía. Aunque en ninguna fueron muy bien recibidos, ya que, “les molestaban los chicos porque lloraban de noche. Y te juro que le agarré un odio a toda mi familia, estuve muy resentido”. Siguieron su trayecto por el hogar de los padres de María Ángeles en Villa Celina. Sin embargo, el entorno estaba lejos de ser el ideal. No se llevaba bien con su suegro; al ser este alcohólico, las peleas entre ellos eran moneda corriente, “me echaba, me basureaba y bueno, en un momento le tuve que dar una trompada, casi lo tiro por el balcón. Ahí fue cuando me separé de María Ángeles en 2014 y a mis hijos los dejé de ver”.

Marcelo está feliz porque logró salir adelante, Dice que “si se quiere, se puede. Además, con gente que te ayude y crea en vos, se puede"

A raíz de este agridulce acontecimiento, Campos no tuvo otra opción que retornar a la vida callejera, pero esta vez en el barrio de Retiro y la Villa 31. Así pasó los siguientes 5 años. Llegó un día de mucho frío a Capital, con esas heladas temperaturas que son protagonistas del mes de junio. Su primera parada fue dormir en la Plaza San Martín, a continuación se trasladó a la estación de tren de Retiro en la línea Mitre y por último a la terminal de ómnibus. “Cuando aparecí en Capital fue porque ya me iban a matar en Villa Celina. Me metí con gente que no tenía que meterme. Robé droga a los vendedores, por eso no podía ir allá a ver a mis hijos”, explica brevemente.

Al poco tiempo, llegado el 2020, se trasladó al Centro de Inclusión Social para hombres en Retiro, donde le daban sábanas limpias, una ducha, un plato de comida y una cama. En los momentos que los dejaban salir, él aprovechaba y junto con algunos de sus compañeros iban a juntar basura por zonas de quintas y casas imponentes (Acassuso, Martínez, San Isidro, Avenida Libertador), “tiraban cosas caras y buenas” y las vendían en la feria de Retiro para hacerse unos pesos. “Después de todo lo que viví en Villa Celina, prefería meterme en un tacho de basura antes que robarle a la gente y caer en cana, o que me mataran”, aclara.

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El 9 de mayo de ese mismo año, con el COVID-19 ya instalado y una rigurosa cuarentena de por medio, hubo 79 casos positivos en el centro, entre ellos Marcelo, y “nos dejaron encerrados”. Fue en ese momento, donde apareció la Fundación Multipolar, la cual tiene como objetivo ayudar a personas sin techo a encontrar un trabajo digno: “ahí conocí a Malena, Meli y Nahuel; vinieron a darnos una mano, hicieron el trabajo que tenían que hacer los del gobierno, asistirnos y preguntar si necesitábamos ayuda”.

Motivado por cambiar su estilo de vida y reencontrarse con sus hijos, arrancó terapia grupal para abandonar el consumo de drogas con el apoyo de la organización que le brindó una computadora para arrancar de manera virtual el tratamiento. También, le prestaron un celular para que pueda comunicarse con sus chicos. “No quería pasar toda mi vida drogado, deseaba hacer las cosas bien y el día de mañana salir adelante. Malena me había dicho que era un proceso, que me iban a ayudar a tener un trabajo y un hogar digno para que me reinserte a la sociedad”, comparte y confiesa que hasta esa ocasión nunca había confiado en nadie, nunca nadie lo había apoyado.

Marcelo con un compañero de trabajo. Está contento de haberse podido reinsertar en la sociedad. Tiene un trabajo digno, techo y todos los fines de semana se encuentra con los hijos.

Más tarde, lo trasladaron al parador Bepo Ghezzi, en Parque Patricios. Estuvo ahí durante nueve meses antes de que Multipolar alquilara una habitación de hotel para él, “no quería estar más ahí adentro, porque la verdad había mucho consumo, yo ya no estaba para eso”.

Al reflexionar sobre todo lo vivido desde su infancia, recordó todas las situaciones de violencia que había atravesado: “empezando con lo de mi familia, ya lo sentí como violencia, mi vieja no me hablaba, no me quería, mi abuelo me pegaba; mis tíos no me querían tampoco. Después estando en la calle, me han robado y me han maltratado. Tuve que aprender a defenderme como sea. Era: o me matan o te mato. Preferí no matar, pero tampoco me iba a dejar pisotear por otros”.

Su primer trabajo oficial tras salir, fue arreglar el jardín de una señora llamada Patricia, en Colegiales. En su segunda experiencia laboral se encargó del mantenimiento de residencias psiquiátricas y geriátricas, “aprendí de todo, antes no sabía nada, pero fui adquiriendo experiencia. En pocos meses aprendí a arreglar baños e inodoros, plomería, pintura, transporte de mercadería, entre otras cosas”. Finalmente, entró a Metrovías. Multipolar lo acompañó durante todo este camino de crecimiento, tanto personal como profesional: prepararon su CV, le facilitaron una computadora para las entrevistas, se le ofreció gratuitamente psicoterapia y consejería en adicciones, y con el apoyo de una trabajadora social gestionaron la re-vinculación con sus hijos.

Hoy Marcelo vive en un hotel, tiene una nueva pareja y todos los fines de semana se encuentra con Mayra, Marcelo, Priscila y Renzo. A pesar de todos los momentos oscuros, con voluntad y perseverancia, Marcelo logró salir adelante: “si se quiere, se puede. Además, con gente que te ayude y crea en vos, se puede”. Para él, Multipolar es justamente aquel grupo de personas que más allá de sus errores, decidió darle una oportunidad y, lo más importante, creer en su potencial.

Sobre Fundación Multipolar (Cullen 5226, CABA) en IG: Multipolarfundación

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