En los países de raíz latina y celta hay un día al año que los muertos vuelven a la memoria de los suyos. Para los países de tradición católica latina fue el pasado 2 de noviembre. Para las regiones de tradición celta es la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre, jornada en la cual cambiaba el calendario y los difuntos volvían a visitar a las familias, por lo cual se ponía en las puertas de las casas, comida y bebida que les gustaban en vida y las ventanas se alumbraban con velas para indicar el camino. Era la fiesta del Samhain.
Al llegar el cristianismo a esas regiones de cultura celta, es decir: Bretaña, Cornualles, Gales, Escocia, Irlanda, la Isla de Man, Galicia, Asturias, León y el norte de Portugal, la fiesta cambió de nombre. En la región de habla inglesa se llamó: “All hallows ‘evening” (víspera de todos los santos) lo que luego derivó en el actual “Hallowen”, festividad laica que hace tronar las voces de los clérigos de cultos cristianos advirtiendo que dicha festividad milenaria es una invocación a satanás y lo único que demuestran es el desconocimiento sobre culturas y tradiciones diversas como ser la celta. En la península ibérica se trasformó en Galicia en “A noite meiga”. En Asturias es la fiesta de “Magüestu”.
En todos los países de tradición católica latina, el “día de los muertos” es conmemorado con diversos rituales y cultos. Aunque varias iglesias cristianas también participan de esta conmemoración, como ser las Iglesias cristianas ortodoxas occidentales, la unión de Iglesias de Utrecht, comunión de Iglesias de Porvoo (que es una es una comunión de 15 iglesias anglicanas y evangélicas luteranas en Europa y América) y la comunión anglicana.
Cada país tendrá su tradición para estas fechas. El más famoso de América latina es sin duda las celebraciones del día de muertos en México. En nuestro país, la tradición fue cambiando a través del tiempo. En 1908, un correntino, el Dr. José Alfredo Ferreira (quien fue, junto a Sarmiento y Pizzurno, uno de los tres máximos educacionistas de la Argentina, y el primero de Corrientes) comenzó una trabajosa cruzada para que el Estado reconozca al 2 de noviembre día de recordación de los “Caídos por la Patria”, adhiriéndose a la conmemoración religiosa de esa fecha.
En 1910 quedó instituida formalmente dicha memoria patria, la cual es recordaba con paradas militares, responsos y diversas acciones en cuarteles, plazas y demás instituciones castrenses del país.
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En la Argentina fue feriado hasta la llegada de la dictadura militar, que para evitar las aglomeraciones que se generaban en los cementerios y por temor a que las mismas se convirtieran en lugar de manifestaciones contrarias al régimen dictatorial anuló el feriado (por las mismas razones que se habían anulado los del carnaval, actualmente recuperado)
El culto de ese día era bastante diferente según el lugar que el difunto se ubicada dentro de la escala social y la región del país. No eran lo mismo las evocaciones ese día en el norte, en el centro, en el litoral o en el sur. Cada región poseerá sus rituales.
Las escalas sociales no desaparecen ni en la muerte. Si hay un solo cementerio, los ricos estarán sepultados en un sector, y los pobres en otro; y si hubiera mucho lugar, pobres y ricos tendrán sus cementerios separados. Y algunas veces tres campos santos: ricos, clase media y pobres.
De igual manera es diferente la memoria del día de difuntos. Mientras en las partes o cementerios acaudalados los recuerdos de los difuntos suelen ser vividos con tristeza y abnegación; para las tumbas de personas de menores recursos, se los recuerda con alegría, cantos y vistiendo la tumba de adornos multicolores.
En los lugares donde hay un solo cementerio, las familias más acaudaladas del lugar levantarán sus panteones familiares o bóvedas en el camino central de dicho cementerio, a izquierda y derecha, y por el cual se debía pasar si o si para llegar a las tumbas más pobres, con un claro mensaje emitido post-mortem.
Estos panteones solían ser imponentes e inmensos. Mientras más grandes y fastuosos, mayor era la importancia de la familia. Mármoles, vitrales, capillas, bronces, esculturas muchas veces de artistas prestigiosos custodian la última morada de las familias “nobles y principales” de cada ciudad o pueblo. Luego de atravesar este camino, se llega a las bóvedas de la clase media, mucho más simples y sencillas. Y por último la tierra o los nichos.
Antes de la instauración de los cementerios municipales, esta jerarquía era mantenida en los cementerios y/o enterratorios en las iglesias. Dentro del templo, donantes o clérigos, mientras más cerca del altar si en la tierra eran de más prosapia o abolengo, igualmente si era un sepulcro funerario dentro del templo por sobre el nivel del piso, la regla era la misma al igual que la magnitud del monumento funerario. Ya en el campo santo, mientras más cerca de la pared del templo hablaba de su cercanía a esa comunidad eclesiástica; también si daba más tiempo la luz del sol marcaba lo mismo. Mientras más lejana estaba la tumba de la iglesia, hablaba de su vida en referencia a dicha comunidad religiosa.
Los suicidas no se podían enterrar en suelo consagrado, es decir que debían ser enterrados fuera del perímetro del cementerio, sin nombre y su tumba debería ser marcada por ningún monumento funerario, y algunas veces, eran sepultados boca abajo.
Y había otro grupo, los que no eran católicos; es decir los protestantes, los judíos, los masones o ateos confesos. En la ciudad de la Santísima Trinidad (hoy ciudad de Buenos Aires) eran sepultados en la orilla del Río de la Plata. Lo que hacía que en cada crecida o tormenta, era muy común que los ataúdes salieran a la superficie a “navegar” por el río. Esto alertó a las autoridades y se otorgó un predio para “disidentes” de la fe católica. En la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe, el cementerio de los no-católicos se lo conoce como “el cementerio de disidentes”.
Todo esto culminó con la reforma de Rivadavia, que prohibió los enterramientos dentro de los templos y alrededor de las iglesias, creando un solo lugar para el sepelio de los difuntos de la ciudad a cuidado del estado municipal. En esta ciudad de Buenos Aires, se habilitó para ellos un predio muy lejano del centro de la misma y se ubicó en el terreno de una antigua quinta expropiada, la de los frailes recoletos, al norte de la ciudad: el cementerio del Norte. Hoy es el famoso cementerio de la Recoleta, aunque la jerarquía social se mantuvo.
Al fallecimiento de un miembro de la familia esta entraba en tiempo de luto, sobre todo la mujer. Era un periodo estrictísimo. Y el primer texto en referencia al mismo para España fue dictado por los Reyes Católicos, que regularon el luto a raíz de la muerte del príncipe Juan en 1497. Estos ordenaron la “Real pragmática de luto y cera”, por la cual el color del luto sería el negro, dado que anteriormente a esta pragmática la tradición marcaba que el luto era de color blanco. (Tradición y privilegio que hoy mantienen las reinas de España y Bélgica, únicas a las que se permite ir de blanco al sepelio de un papa de Roma), pero estas normas era tan estrictas que en 1729 Felipe V definió una nueva pragmática más “relajada”.
Cuando España fue perdiendo poder como país imperialista, y este puesto fue ocupado por Inglaterra, estas normas de luto fueron impuestas por el imperio a lo largo y ancho de sus colonias. Aunque nuestro territorio era de tradición española, se adoptaron las normativas inglesas para este tiempo de duelo. La duración del luto variaba según el grado de consanguinidad con el difunto. La costumbre más general era de un año o dos para los esposos, padres e hijos; seis meses al menos para abuelos y hermanos; tres para tíos o sobrinos, y uno para parientes más distantes. Las mujeres no debían usar adornos o joyas, excepto si eran de color negro: azabache, vidrio (negro) o camafeos con una miniatura del difunto o relicarios que contuvieran cabellos del propio difunto. Y sólo podía dejar su hogar para ir a la iglesia o visitar familiares directos.
Al punto tal era tan estricto este primer periodo que en 1910, la inaugurarse el teatro Colón de Buenos Aires, a la altura del piso del mismo se observan unas cuantas rejas, estos eran los lugares destinados a las mujeres en periodo de luto, las que no podían ser vistas por nadie, pero que, como una gentil licencia, podían concurrir a las funciones de dicho teatro, ingresando luego de inicio de la función y por otra puerta. El alivio de luto duraba seis meses. los trajes podían ser diseñados a la última moda, sólo tenían que ser hechos con colores de medio luto como el gris, violeta o lila.
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Los hombres sólo tenían un periodo de luto. Éste duraba entre seis meses y un año. Podía continuar su vida normal, trabajar e incluso volver a casarse si era viudo. Una mujer también podía casarse aún en período de luto, pero con permiso de la Iglesia, traje negro y manteniendo ese color en memoria de su difunto esposo, aun después de desposada con el nuevo marido.
Nadie de dicha familia podía recibir visitar o realizar reuniones, y la persona que estaba de luto debía utilizar tarjetas, papel y sobres de luto con franja negra. Cuando finalizaba y quería reintegrarse en la sociedad, se debían dejar tarjetas a los amigos y conocidos avisando que ya podía recibir y hacer visitas.
En torno a los funerales también existían multitudes de supersticiones. Las embarazadas no debían asistir a los funerales. Se cubrían los espejos de las casas por la creencia de que el espíritu del difunto quedaba atrapado en ellos. Los relojes se detenían en la habitación donde ocurría el fallecimiento. No se estrenaba ninguna prenda en los funerales, pues se creía que traía mala suerte, especialmente zapatos.
No había “casas velatorias” y el velorio se realizaba en el hogar y muchas veces en la misma cama que utilizaba el difunto. El transporte del ataúd hasta el cementerio, como el mismo ataúd, debía marcar (y aún hoy lo hace) la posición social del difunto. El cortejo partía de la casa e iba por las calles principales si era de familia acaudalada e ingresaba al cementerio por la puerta principal; caso contrario, el cortejo iba por calles auxiliares e ingresaba al cementerio por una puerta auxiliar. También en los responsos se mantenía esta jerarquía. Si iba a la iglesia matriz o a alguna capilla o parroquia lejana, y en la misma iglesia había responsos de diversos tipos: mayor, principal, menor, de pobreza, etc…
La Beata María Antonia de San José (la mama Antula), santiagueña y fundadora de la Santa Casa de Ejercicios Espirituales de la ciudad de Buenos Aires, dejó plasmado en su testamento cómo debían ser sus funerales y entierro: " (mi cuerpo) el cuál (sea) amortajado con el propio traje que públicamente visto de beata profesa, mando sea enterrado en el campo santo de la iglesia parroquial de nuestra señora de la Piedad, de esta ciudad, con entierro menor, rezado, y pido encarecidamente por amor de Dios a los señores curas respectivos, ejerciten esta obra de caridad, con el cadáver de una indigna pecadora, en atención a mi notoria pobreza. A consecuencia, pido que desde esta casa de ejercicios, donde me hallo enferma, y donde es regular fallezca, se conduzca mi cadáver en una hora silenciosa, por cuatro peones de los que actualmente están trabajando en la obra...”
Los tiempos en torno a todo lo tanatológico cambia. Hoy los cementerios municipales languidecen entre el olvido, la ruina, la suciedad y los saqueos de tumbas y ataúdes; el Estado, ante esto, está ausente. Los cementerios parque, son lo más común para una parte de la clase media en adelante. Grandes extensiones de verde con flores y fuentes con aguas prístinas que indican que sólo son eso, un parque; nada nos dice que es un cementerio. La muerte debe ser negada, olvidada y recluida a los que les toca. Nada debe hacer recordar a la sociedad moderna que somos finitos, que envejeceremos y que moriremos. Nada. Ser exitoso es ser joven, atlético, y triunfador. Pero la muerte está allí, por más que la neguemos o se la quiera ocultar. Hoy se dice que los muertos no se mueren, “se van”; y raudamente hay que olvidarlos y quitarlos de nuestra existencia. Isabel Allende, en su novela “La casa de los espíritus” hace decir al espíritu de Clara Trueba, el cual se le aparece a su hija Blanca para consolarla, cuando ella desea morir a causa de las torturas recibidas por manos de los militares una frase muy cierta: “No invoques a que llegue la muerte; ella a su tiempo vendrá…”
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