Era un día como cualquier otro, en el Sanatorio Mater Dei, aunque una época de muchos partos. Hace 10 años Marcela Casal Sánchez (48) era enfermera de la nursery y fue testigo de una situación dramática que nunca había vivido, que le cambiaría la vida para siempre. Un recién nacido, que estaba bajo sus cuidados, había sido rechazado por su familia por tener Síndrome de Down. Un caso de los que no se detectan durante el embarazo. Pero por primera vez eran testigos de una situación tan fuerte. La familia no lo aceptó.
Marcela nunca vio la cara de los padres biológicos, quienes enseguida pidieron que retiraran la cuna de la habitación. Cuenta la enfermera, que también es instrumentadora, que con sus compañeras de servicio pensaban que era cuestión de darles tiempo, para revisar su posición. Estaban todos angustiados en el sanatorio, porque nunca habían atravesado una situación parecida. “La reacción de ellos fue muy precipitada, como si la decisión estuviera pensada de antemano. Intervinieron en el caso muchas personas, la parte legal del sanatorio, porque devolvieron el certificado de nacimiento a la partera. Eso fue un punto en el que empezamos a darnos cuenta de que la situación no iba a desarrollarse como pensábamos”, explica.
Como se trata de un sanatorio católico, también intervinieron las hermanas del Mater Dei, quienes intentaron tocar el corazón de esos padres. Pero no hubo manera.
Mientras intervenían los abogados del sanatorio y de un juzgado, el personal del sanatorio no podía dejar de pensar en la situación del bebé. “Sentimos una tristeza enorme, y así lo sentí yo en particular. Por protocolo de la nursery pasó a la terapia, para estar más observado”, recuerda. Así pasaron las semanas en el cunero de la “neo”, hasta el 27 de diciembre, donde continuó recibiendo abrazos, calor, alimento, palabras, canciones, todos los cuidados necesarios y mucho, mucho amor.
“En ese tiempo estuvo en brazos de todos. Nosotros lo traíamos de la terapia. Lo sacábamos. Lo poníamos en la cuna, en el huevito, se la pasó de brazo en brazo, como yo digo, con todas las tías. También venían de otros servicios a verlo”, relata.
Marcela había tenido la ilusión de a lo mejor al día siguiente la situación cambiaba, pero nada de eso ocurría. “Lo que pasó fue como muy fuerte. Verlo ahí solo, sabiendo lo importante que es para un recién nacido el contacto con su mamá, el pecho de su mamá, las caricias de su mamá, la voz de su mamá”, recuerda sobre las emociones que la atravesaron durante esos dos meses, donde ella y sus compañeros lo dieron todo.
Hace 10 años también la enfermera se había planteado una adopción con su pareja. No quedaba embarazada. “Santiago se me metió en el corazón de entrada con todo lo que estaba pasando. Tenía la necesidad de tenerlo todo el tiempo en mis brazos. De que se sintiera acompañado y amado”.
Todavía Marcela se pregunta que fue lo que pasó para que los padres biológicos actuaran de esa manera, sin ánimo de juzgarlos, sino para tratar de entender qué pasó. “Después con el tiempo nos fuimos enterando de ciertas cosas que habían sucedido, como que de repente llegaban familiares y ellos decían que el bebé había fallecido. Uno pensaba que de repente podría aparecer un abuelo o se iba a acercar un tío. Y nunca pasó”, se lamenta. Algo más sucedió que le generó mucho malestar. Fue el cambio de nombre. “Santiago nació como Franco y nos dieron un aviso de que había que cambiar en la historia clínica el nombre, porque ‘la señora’ había dicho que Franco era el nombre de un niño sano y teníamos que ponerle Santiago. Bueno, no solamente a mí, a todos nos provocó una sensación de dolor ”, revela Marcela, quien nunca volvió a cambiarle el nombre y le agregó otro, Francisco, ya que en ese momento acaban de elegir al nuevo Papa argentino.
El 27 de diciembre cuando Marcela llegó Santiago ya no estaba. Le habían asignado una familia de tránsito hasta que se definiera su situación de adoptabilidad. Estaba intranquila. Quería saber dónde estaba, cómo estaba el bebé. Por la desesperación con su madre fueron a golpear la puerta del Juzgado Nacional en lo civil número 86 y la atendió la secretaria. Marcela, que estaba decidida a adoptarlo, se había anotado en una lista, pero para poder ser elegida le dijeron que tenía que inscribirse en el Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos (Ruaga). Hizo todos los trámites. Recibió visitas en su casa, fue evaluada por distintos profesionales de un equipo interdisciplinario. Y en el registro le contaron que muchas personas se habían postulado, entre ellos, varios médicos. De todas maneras, Marcela no se desanimó con el comentario.
En marzo del año siguiente la llamaron del juzgado. A la jueza María del Carmen Bacigalupo de Girard la había visto una vez en el Mater Dei acompañada de las hermanas durante una visita a Santiago. La había visto de lejos. Ahora la tenía sentada enfrente y le preguntaba por qué creía que los había citado. La enfermera se quedó muda, mirándola. Ante la falta de respuesta, la jueza dijo. “Bueno, porque yo quiero que ustedes sean los padres de Santiago”. Y nos largamos a llorar. Lloraba la jueza, lloraban los asistentes, fue muy muy emotivo. No imaginamos que en ese momento iba a estar la resolución de la jueza. Me dijo en ese momento que había priorizado por sobre todo el contacto que yo había tenido con Santiago, independientemente de las evaluaciones y de todo lo que tenía que ver con lo formal”, cuenta sobre ese día inolvidable.
Al mencionar a su pareja, la mamá de Santiago, aclara: “Yo no tengo más pareja. La persona que estaba conmigo al año de Santiago decidió irse, tomar otro camino y nos quedamos los dos solitos”, explicó muy entera.
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Con la ley vieja del código Civil Marcela quedó como la principal adoptante y el ex, como conviviente. El nene comenzó a llevar su apellido cuando salió la adopción y no llegaron a agregar el de su ex pareja. Las discusiones llegaron porque él quería un hijo biológico y Marcela, al estar operada por microcalcificaciones no quería poner su vida en riesgo por tratamientos de fertilidad. “Yo ya tenía un amor y una responsabilidad mayor que es Santiago. Sí quisiera adoptar un hermano más adelante para él”, proyecta con mucha ilusión. Le gustaría que tenga su edad o sea mayor qué él.
Solos no estuvieron nunca. “En realidad están mis padres y tenemos una familia acá en el sanatorio que está siempre, y estuvo en los momentos críticos”, destaca. Santiago fue a un jardín maternal de Caballito, donde viven y fue integrado a las salas de 4 y de 5 en el Monseñor Dillon. Dos años que la mujer recuerda como maravillosos. “Lamentablemente, la directora del nivel primario no iba a aceptarlo, así que eso fue también bastante crítico. Me recomendaron un colegio especial. A mí me costó un poco al principio pero entendí que lo que necesito son personas con herramientas suficientes como para que mi hijo pueda valerse por sí mismo. Ahora Santiago está en el Instituto de Infancias, en segundo grado de recuperación”, precisa.
El niño que acaba de cumplir 10 años es su fuente de alegría. “No estoy arrepentida en absolutamente nada de haberlo elegido a él por sobre todas las cosas. Él es todo para mí y para mis padres. Es un niño fuera de serie, muy cariñoso y sumamente sociable. Ama la naturaleza y le encantan sus mascotas: tiene perros y gatos.
Por la actitud de la jueza la enfermera derribó un prejuicio que tenía, que “la Justicia era pura frialdad”. Bacigalupo, emocionada, priorizó el lazo que ya unía a Marcela y el bebé. Un lazo que se volvió indestructible desde que se miraron por primera vez en la nursery.
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