Desde tiempo inmemorial, nuestros antepasados que habitaron la ecúmene grecorromana, honraron con respeto reverencial a los difuntos. “Al pie de los sepulcros, nacieron los altares”, escribió Numa Dionisio Fustel de Coulanges en La Ciudad Antigua, aludiendo a ese vinculo inextricable entre la religión doméstica y la memoria funeraria.
Por su parte, es famoso el episodio legendario pero aleccionador, narrado por Ovidio en el Libro IIº de los Fastos: “Un día, los mortales olvidaron el deber de recordar a sus muertos (llamado desde tiempo inmemorial Parentalia) y las ánimas salieron de sus sepulcros…y se las oyó lamentarse, vagando por las calles de la Urbe y por las comarcas del Lacio…Hasta que volvieron a ofrendarles los ritos antiguos sobre las tumbas olvidadas. Entonces, descansaron en paz…”
Sin duda, otros pueblos de la Tierra también practicaron estos ritos, con sus particularidades identitarias, más trascendentes algunas, más inmanentes otras. Baste pensar en las costumbres mortuorias egipcias. Digamos que. como tono general, la Antigüedad encerró en el sepulcro algo más que unos restos sin vida: también enclaustró algo inquietante, por momentos pavoroso, un “remanente” inmaterial que debía permanecer aplacado en aquellos recintos.
Los primeros cristianos, súbditos del Imperio Romano, no rechazaron las prácticas inherentes a la virtud de la piedad familiar (pietas en latín), entre las cuales se contaba el tributo funerario, aunque las dotaron de otro sentido más afín al kerigma apostólico, que es el anuncio de un misterio asociado a la muerte de Cristo, pero que conduce a la esperanza de la resurrección.
La iglesia primitiva homenajeaba a los difuntos, y las ceremonias del solemne enterramiento se remontan al tiempo de las catacumbas. Especialmente, se honraba a los mártires, aquellos que habían ofrendado sus vidas por causa de su fe y cuyo ingreso al Reino celestial quedaba ipso facto asegurado.
Pero aunque el muerto o la muerta no fuera un mártir, se lo acompañaba a su tumba al son de himnos, salmos y plegarias consoladoras. Y se lo evocaba, luego, inscribiendo su nombre en los “dípticos de los muertos” o tablillas memoriales, para perpetuar su recuerdo como miembro de la Iglesia. La diferencia entre el difunto común y el mártir era, pues, su destino de ultratumba: mientras que el mártir entraba de inmediato en el gozo de la gloria eterna, al alma del difunto común y corriente le aguardaba un prolongado Purgatorio purificador, e iba a necesitar de los sufragios y las preces de la Iglesia terrenal.
Podría decirse que la apropiación funeraria y ritual del cadáver fue una operación eclesiástica largamente sostenida durante la Edad Media y parte de la Edad Moderna, hasta la aparición en Europa, entre las postrimerías del siglo XVIII y los inicios del XIX, de los cementerios públicos secularizados, como establecimientos mortuorios provistos por el Estado.
El cuerpo del difunto (así fueran unos huesos raídos apiñados en fosas atestadas de otros esqueletos) vino a convertirse en una especie de “prenda”, un símbolo casi sacramental que mantenía el nexo místico entre los deudos y un clero-administrador, ya no solo de las huesas en los camposantos y parroquias, sino también de los sufragios de ultratumba, que vertían sobre el alma purgante como un bálsamo aliviador y hasta abreviador de incontables eones de castigo.
De este modo, el binario cuerpo-alma, aquel compositum que al permanecer unido, según los teólogos, definía la condición viviente de un sujeto “viador” (vale decir, caminante y peregrino en este plano existencial), ahora, ya escindido en dos mundos, seguía siendo jurisdicción de la “madre solícita” que era la Iglesia. Claro que los cuidados maternales no eran, en este rubro, del todo gratuitos, porque las misas y las preces tenían su precio; y se llegó al extremo de que la “venta de indulgencias” para acortar los suplicios del purgatorio precipitó, al final, de la mano del fraile teólogo Martín Lutero, un cisma latente en Occidente. A este respecto, la Reforma se mostró pragmática, suprimiendo la creencia en el Purgatorio, y con ello, la necesidad de repartir o de ganar indulgencias.
Hacia el establecimiento de una festividad general
A la par de este tributo individual que se dispensaba a tal o cual difunto o difunta llorado o llorada por su progenie, fue configurándose un modo de homenaje universal, en memoria de todos los “fieles difuntos” (es decir, la miríada de los bautizados y fenecidos en el seno de fe), creándose la fórmula del “memento” o recordatorio diario de los muertos en la celebración de las misas (que vino a reemplazar a los dípticos y fue progresivamente separándose del “memento de los vivos”, al menos desde el siglo IVº) y fijándose una fiesta general cada año, el 2 de noviembre.
¿Cómo se llegó a esa fecha en el calendario litúrgico de la Iglesia romana?
Como dijimos antes, desde antiguo, después de que el muerto había sido enterrado y había recibido las llamadas honras fúnebres, una misa especial tenía lugar el día del aniversario. La Cena del Señor se celebraba de tal guisa, en su provecho reconfortante, pero en representación de él, a la vez. Vale decir que el difunto volvía a tomar parte, virtualmente, en esa comida eucarística que venia a ser, ahora, una suerte de refrigerio. Es imposible no sospechar en este punto un resabio de las tradicionales libaciones funerarias de los romanos.
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Esta costumbre del homenaje anual (ya fuera en la fecha del natalicio o del deceso) dio lugar a su inclusión en la festividad de la Cathedra Petri fijada originalmente el 18 de enero (primer sermón petrino en Roma) y el 22 de febrero (lo mismo, pero en Antioquía) y, luego, a asociar la memoria de los muertos a cuanta festividad importante se celebrara.
Así se llegó a un día fijo de recuerdo específico. Por ejemplo, la Regula Monachorum de San Isidoro, en el siglo VIIº, prescribía esa conmemoración el día siguiente a Pentecostés. También, según el liturgista alemán J. Pascher, se halla esa celebración en un antiguo Ordo de la misa de Arlés, pero ubicado luego de la octava de la Epifanía o Adoración de los Magos. Quizá lo mismo iba ocurriendo en Roma. En Milán, en cambio, tenia lugar, desde el siglo XIº, a fines de octubre.
La actual fecha del día de los fieles difuntos debe su origen al abad San Odilón del monasterio benedictino de Cluny. Se dice en la hagiografía que un relato sobrenatural oido de labios de un peregrino conmovió a tal punto al santo, en lo tocante a las penas de las almas del Purgatorio, que mandó que en la Orden bajo su gobierno se las recordara en forma habitual, para aliviar con oraciones sus padecimientos. De este modo se visibilizaba aún más el vínculo de solidaridad mística permanente entre la Iglesia Purgante y la Iglesia Militante. Y señaló, como fecha fija, el 2 de noviembre, por ser el día siguiente a la fiesta de “Todos los Santos”. Bajo el poderoso influjo monacal de Cluny sobre la Cristiandad occidental, la nueva fiesta se fue imponiendo, ya en Francia, ya en Inglaterra, y un siglo más tarde en Italia.
También en este caso, para las celebración del 2 de noviembre, se fue incorporando una formula que se hizo tradicional con el nombre de Requiem, y que decía: “Requiem aeternam det tibi Dominus et lux perpetua luceat tibi…” (que el Señor te conceda el descanso eterno y que la Luz perpetua resplandezca sobre ti) etc. La hallamos, por vez primera según Pascher, en la liturgia africana del siglo VIº, refrendada por el testimonio arqueológico y las fuentes epigráficas.
La visita a los cementerios como rito moderno… de remota raigambre pagana
Suele pensarse que la práctica piadosa de visitar los cementerios (muy especialmente el día de difuntos) es tan añeja como para remontarse a la cristiana Edad Media. Sin embargo no es así. Fue el historiador francés Philippe Ariès quien puso en crisis esta falsa asunción cuando, en su afamado libro Morir en Occidente, se interrogaba de este modo propedéutico: “Me pregunté si se podía generalizar, si no habíamos conservado todavía en el siglo XIX y comienzos del siglo XX la costumbre de atribuir orígenes lejanos a fenómenos colectivos y mentales en realidad muy nuevos, cosa que equivaldría a crear mitos en esta época de progreso científico. Entonces se me ocurrió estudiar las costumbres funerarias contemporáneas…Cada vez que llegaba noviembre me sentía impresionado por las corrientes que llevaban a los cementerios, tanto de las ciudades como del campo, a oleadas de peregrinos. Me pregunté de donde venía esa piedad ¿Venia del fondo de los tiempos? ¿Era la continuación ininterrumpida de las religiones funerarias de la Antigüedad pagana? Algo me sugería que esa continuidad no era segura…”
Esta indagación lo condujo a la comprobación de que la práctica funeraria medieval era “muy diferente de la nuestra” y se caracterizaba por “la exigüidad y el anonimato de las sepulturas, el hacinamiento de los cuerpos, la reutilizaron de las fosas, el amontonamiento de los huesos en los osarios…El Cristianismo se había librado de los cuerpos confiándolos a la Iglesia, donde eran olvidados. Recién a fines del siglo XVIII una nueva sensibilidad dejó de tolerar la indiferencia tradicional y se inventó una piedad popular, tan extensa en la época romántica, que se la creyó inmemorial…”
En una palabra, esa persistente costumbre de visitar los sepulcros periódicamente, pero más rigurosamente cada 2 de noviembre, aunque pueda rastrear sus más remotas raíces en el eco de las “Parentalia” (nueve días del mes de febrero dedicados a los ancestros) u otras fiestas mortuorias romanas, es una creación de la Modernidad. Y de un momento preciso de esa Modernidad que llamaríamos el “Revival Neoclásico” de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, con sus regresiones al discurso grecista y romanista, tanto en la política como en el arte o la literatura. Lo demás lo hizo el Romanticismo, o quizá ese “Clasicismo romántico”, que consiste en envolver, en un expresionismo romántico, un tema clásico.
El Medioevo, en cambio, había manejado la cuestión funeraria de otro modo, aunque, como dijimos más arriba, reteniendo la custodia de los despojos mortales en verdaderos depósitos de propiedad eclesiástica. No hay que olvidar que en muchas regiones europeas el concepto medieval de la “iglesia parroquial”, en el lenguaje tradicional, abarcaba el conjunto del templo, el campanario y el camposanto.
Pero volvamos a la cuestión de las visitas rituales a los cementerios. Entre nosotros, por ejemplo, las revistas eclesiásticas como “La Buena Lectura” colocaban en sus portadas, a medida que se acercaba el 2 de noviembre (tengo a la vista dos números de 1888), títulos tales como “A rogar por los muertos” o, subtítulos como “¡el gran día de la oración por los muertos se acerca!” etc.
Otras revistas más mundanas como Caras y Caretas, Fray Mocho, PBT o el suplemento semanal de La Nación rotulaban la efemérides como “En el Día de Difuntos”, “El Día de los Muertos”, “La Fiesta de los Muertos” o “Tumbas olvidadas”; y le dedicaban una o más páginas, ilustradas con imágenes de damas vestidas de estricto luto, visitando sepulcros u ofrendando flores en la Recoleta o en la Chacarita, y con viñetas de inspiración funeraria, a veces, de un gusto un tanto morboso (esqueletos, parcas y momias solían ser protagonistas de aquella iconografía).
Un párrafo que reproduce conceptos bastante comunes (y bastante cursis) en estas noticias puede leerse en Caras y Caretas de noviembre de 1902: “Este año, como los anteriores, la fecha consagrada al recuerdo de los muertos se ha celebrado con la unción convencional de todas las conmemoraciones afecta fija. La Recoleta, el panteón de los pudientes y de los favorecidos. La Chacarita, último refugio de los pobres que sin embargo ya ofrece en parte aspecto de necrópolis aristocrática, han congregado a todo Buenos Aires puede decirse, impulsado a andar por esas calles, utilizando todos los vehículos para llegar junto a la lápida rememorativa y depositar al pie una ofrenda cariñosa de perfumadas flores. ¡Cuántos dolores sencillos y profundos! ¡Cuántas ostentosas lamentaciones, cuanta virtud y vanidad juntas en ese hormiguero humano de los cementerios bonaerenses el 2 de noviembre!”
En otros casos, como en el número de Fray Mocho de noviembre de 1912, el cronista apela al paralelismo de nuestros panteones con las tumbas egipcias, logrando con este recurso justificar la inclusión de fotografías de un faraón embalsamado y de una momia aymará boliviana….
Quizá debiera analizarse de qué modo la semántica del morbo y la cursilería seudo-literaria de la “bella época” hallaban su cauce y excusa en la cobertura periodística de aquella fecha.
La “función social de los muertos” según el escritor católico Gustavo Franceschi
En la semana siguiente al día de difuntos de 1952, el director de la influyente revista católica Criterio”, monseñor Gustavo Franceschi, dió a la nota editorial (que él escribía habitualmente) el título sugerente de “La función social de los muertos”. Su objetivo era, más allá de la fecha litúrgica, llamar la atención acerca de algunos aspectos criticables relativos al hecho funerario, como por ejemplo, el abuso de la pompa exterior como señal de riqueza material; o los “entierros en automóvil”, que le causaban bastante incomodidad, porque inducían a pensar que “hubiera prisa en desentenderse del muerto”. También ponía bajo sospecha el caudal de flores que caían sobre las tumbas cada 2 de Noviembre, resultando un pingüe negocio…para los floristas!. Y, adicionalmente, dejaba planteada una duda acerca de la cremación como solución higienista. En este último aspecto, ponía a girar la rueda a contrapelo de los tiempos, ya que muy pronto la Iglesia iba a permitir esta práctica a sus fieles.
Pero, más allá de la contingencia epocal de estas opiniones, Franceschi avanzaba con mejor rumbo en sus reflexiones más filosófico-sociales, postulando que “el contacto de la generación actual con las pasadas constituye una obra socialmente trascendental, porque colabora en el acrecentamiento del sentido histórico, lo que podríamos llamar el sentido de la continuidad…” Y aquí llegaba a su punto apologético: todos los intentos por destruir esa continuidad de los linajes que se resumen en las tumbas eran, finalmente, atentados contra la existencia misma de la familia como célula social.
Decía el prelado escritor: “En casi todo el mundo, en la hora actual, se está socavando, de un modo u otro, la solidez y permanencia de la familia”. No era un profeta, pero tenía acaso la lucidez predictiva suficiente para vislumbrar lo que, en ese punto, nos está obsequiando nuestro propio presente. Pero éste es un asunto de los vivos.
Para nuestros ancestros, valdrá siempre el deseo que expresan tantísimos frontispicios de cementerios, con la augusta frase latina Requiescant in pace….o las escuetas tres iniciales RIP…: " Descansen en paz “.
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