Violeta Gorodischer dice que cayó del lado malo de las estadísticas. La pérdida de su primer embarazo en el segundo trimestre se dio por una patología inexplicable que ocurre sólo una de cada mil veces. “Era mi avión el que se había caído, era yo la del accidente impensado en el cordón de la vereda, a mí me había alcanzado el rayo mientras nadaba en el mar, recién desatada la tormenta”, escribe en Desmadres, de la experiencia personal a la aventura colectiva: la decisión de maternar hoy, el libro que acaba de publicar Planeta en el que intercala su historia con información y testimonios de otras mujeres –entre el ensayo, la investigación periodística y la crónica íntima– para desentrañar el misterio de la maternidad en nuestro tiempo.
Un misterio que para ella comenzó con esa pérdida personal para la que no tenía respuestas y que se llenó de nuevas dudas cuando a esa experiencia se le sumó la de convertirse en madre de Rita, su hija de casi cuatro años. ¿Por qué la presión y la culpa de no estar a la altura de ciertos ideales subsisten aunque hayan cambiado los discursos? ¿Por qué nos llenamos de mandatos nuevos sobre el parto respetado, la lactancia, la crianza y la fertilidad? ¿Por qué aún cuando el aborto es legal en la Argentina la decisión de no ser madres sigue siendo tabú y el desapego nos resulta antinatural?
A todas esas preguntas, la escritora y periodista –editora en el diario La Nación– les puso el cuerpo y las herramientas de su oficio, como hacemos la mayoría de las madres al emprender la tarea. Autora de Los años que vive un gato (Tamarisco), Buscadores de fe (Planeta) y Sueños a 90 centavos (Seix Barral), lo imaginó primero en forma de ficción, pero asegura que, a medida que se adentraba en el tema, comenzó a sentir que con eso no alcanzaba: “Quería que fuera útil en un sentido diferente de cómo se puede pensar el arte, que pudiera aportar datos de un modo más periodístico para incidir en situaciones que creía que necesitaban ser visibilizadas, de la pérdida gestacional a un motón de mojones de la maternidad”.
Mientras charla con Infobae en el café Adorado de Palermo, dice que –igual que la interrupción de aquel primer embarazo deseado la llenó de impotencia, pero a la vez la alejó de la ilusión del control–, no pudo develar el misterio con su libro y “aceptar esa incertidumbre fue lo más liberador” que descubrió.
–En Desmadres hay dos cruces, el genérico –que es también el de la escritora y la periodista–, y el de la experiencia –las experiencias– frente los viejos y nuevos mandatos sobre la maternidad.
–El cruce de registros se dio sin pensarlo demasiado y sin pensar mucho tampoco en quién lo iba a leer, más allá de que le llegara a alguien que estuviera pasando por esas situaciones. Pero después me di cuenta de que podía enriquecerse con esa superposición, y entonces profundicé en la crónica íntima, porque siento que es un tema en el que se reversiona el famoso lema de “lo personal es político”. Es una posición ética desde la cual escribir, que es desde la experiencia de la maternidad, porque lo que hago es poner en evidencia todo el tiempo el choque entre esa experiencia y la maternidad como institución y cómo en ese choque aparecen las incomodidades. Hay un discurso muy reciente sobre el malestar de la maternidad, pero muchas veces no se habla sobre de dónde viene.
–Vos arrancás el libro hablando de la pérdida de tu primer embarazo y de cómo eso te dejó como en un limbo, “un devenir-madre interrumpido” que, además de doler, te expulsó a un lugar sin definiciones, el de una mujer que no encajaba en los casilleros que tenemos reservados y donde, así como hay una apropiación colectiva de las panzas, no hay manera colectiva de atravesar el duelo.
–Me pareció que estaba bien hablar sobre ese tabú de lo que pasa cuando se espera la vida y no aparece. Cada una lo conceptualiza de la forma que quiere, hay mujeres que prefieren no hablar de embarazo ni de hijos ni de muerte y yo quiero ser muy respetuosa de eso. Pero sí está la idea de que, en un embarazo deseado, una empieza a entregarle una identidad, y hay una retórica colectiva que construye a la mujer como madre y al embrión o al feto como hijo…
–Claro, esto de que inmediatamente se llama a la embarazada “mami” o “mamita” hasta en las instituciones médicas.
–Sí, y eso a mi entender es bastante desagradable, porque cuando sucede una pérdida, después no hay palabras para nombrarte. Para mí fue un aporte muy real del libro que me escucharan obstetras, neonatólogas, enfermeras, y entendieran que es muy importante empezar a llamar a las mujeres por su nombre en lugar de “mamá” o “mamita”, porque nunca se sabe por qué situación están transitando. Me interesaba que hubiera un poco más de conciencia y poder disparar algo no sólo en quién lo atravesó, sino en quienes acompañan.
–Me impresionó mucho en ese sentido que contás que vos pudiste transitar la inducción al parto en un piso del hospital distinto del de la maternidad sólo porque estabas informada y lo pediste, pero no es lo usual.
–Exactamente: así como hay violencia obstétrica en un proceso de parto, también hay violencia obstétrica en los procesos de pérdida. En el caso de un parto, es más grave porque hay una ley nacional, pero para los procesos de pérdida gestacional o perinatal, no hay ni siquiera leyes, ni protocolos. No hay nada. Y los médicos también se angustian, no saben qué hacer. Por eso hay que visibilizarlo para empezar a generar un cambio. Cuando escucho “se sigue hablando de desromantizar la maternidad o los estereotipos”, digo sí, se sigue hablando porque son estereotipos que funcionan desde principios del siglo veinte y siguen condicionando tu manera de ser madre aunque no quieras, aunque pienses que lo superaste o que estás en una posición de privilegio. Incluso si sos de clase alta y podés pagar la mejor clínica privada de Buenos Aires, si tenés una pérdida gestacional te va a pasar lo mismo.
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–¿Cambió algo con el debate sobre la legalización del aborto, que puso algunas de estas cuestiones sobre la mesa?
–El debate también visibilizó estos temas. Uno de los testimonios del libro es de una chica que tuvo que seguir gestando casi hasta el final de su embarazo aunque ya sabía que su beba no iba a vivir. Le indujeron el parto en una guardia médica porque, en ese momento, que era el año 2015, no era legal interrumpir el embarazo aún cuando le notificaron lo que tenía en la semana veinte. ¡Imaginate la carnicería psíquica que significa! Tampoco hay una licencia que contemple lo que te pasó. Yo me tuve que pedir una licencia psiquiátrica. Hasta tal punto está invisibilizado, que no hay siquiera una figura legal que contemple tu recuperación posterior.
–No hay figuras legales, pero tampoco hay palabras, ¿qué pasa con el lenguaje en torno a la maternidad?
–Lo digo varias veces en el libro, hay muchas cosas para las que no hay nombre. Por eso también elegí usar el verbo “maternar”, que es un neologismo extendido casi en toda Latinoamérica y tiene que ver con criar, acompañar, cuidar –no necesariamente gestar y parir–. Y mucha gente, incluso yo, dice: “Ah, pero la RAE no lo incorporó”. Eso lo consideré y lo hablé con mi editora, y decidimos llevarlo a título justamente porque siendo un ámbito donde hay tanto silencio, recuperar un neologismo que usa la mayoría de las madres latinoamericanas es también una toma de posición.
–En Desmadres desmitificás muchas cosas, por ejemplo, la figura del parto respetado y cómo se asumió que eso siempre es en tu casa, con una doula, en un jacuzzi.
–Claro, y a veces aún así no hay respeto o, al revés, una cesárea también puede inscribirse como parto respetado y no como un nacimiento de segunda, que es lo que ocurre. La diferencia creo que está en la escucha: ¿Cómo quiere y puede parir esa mujer?
–Decís lo de la “maternidad de segunda”, y recuerdo que contás también, con mucha gracia, cómo estos nuevos mandatos trajeron también el cuestionamiento de tus pares en, por ejemplo, los grupos de crianza.
–Es que es muy doloroso ser cuestionada por otras madres cuando la maternidad es muy deseada, como fue mi caso. Era un problema muy menor –ser señalada por no poderle dar la teta a mi hija y tener que usar fórmula– frente a la felicidad de tenerla, pero a la vez era muy trascendental para mí en ese momento, porque una pierde un poco la identidad en los meses del puerperio. Y no ser validada por la tribu, que es un concepto que está muy de moda, cobra otra relevancia cuando te estás preguntando “¿Qué soy?”.
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–¿El mismo concepto de tribu es como un nuevo mandato, no? “Ahora tengo que ir al curso de yoga para mamás…”
–Yo rastreo incluso lo que hacían las militantes setentistas, que también armaban crianza en tribus, no hace falta irse al África o a los kibbutz israelíes, salvando las distancias. Pero a veces hay una imposición en esto: no todas las mujeres pueden ni tienen ganas. Esos mandatos se instalan, tenés que tener tribu y tu tribu además te tiene que acompañar en que hagas lactancia exclusiva, que tengas parto vaginal, que después hagas baby led-weaning (el método de introducción a los alimentos sólidos que saltea las cucharadas de puré) y colecho, y que no uses cochecito. Y al final se transforman en nuevos imperativos. Hay una antropóloga que dice que hay una pedagogía de prácticas maternales: “Esto se puede tomar si se quiere o si se puede, pero si no lo tomás, a tu hijo le puede pasar de todo”. Y sobre todo a las primerizas, eso siempre nos deja con una sensación de amenaza o de culpa.
–Bueno, eso de la pedagogía existe desde siempre: te señala la tribu, pero antes ya lo hacían tu madre y tu suegra y el médico varón.
–Tiene que ver con cómo cambia el ideal de buena madre para determinados estratos sociales. Porque es distinto en sectores populares donde los ideales son otros y el cuidado tiende a ser más comunitario. Las madres que crían en metrópolis en un departamento, en un punto, como dice Carolina del Olmo, están criando solas, por eso surge lo de volver a la tribu. Lo que no cambian el paso del tiempo ni la clase, son los discursos y mandatos sobre cómo maternar, la idea de tener que responder a algo para validarse.
–Es lo que pasa también con la lactancia materna donde, como decías antes, se sigue hablando justamente porque los estereotipos persisten.
–Claro, por eso yo retomo a Esther Vivas para decir que la grieta es otra: ni la mamadera ni la teta te van a hacer libre si no visibilizamos lo importante, que es que, si querés dar la teta, en muchos lugares no se respeta lo que contempla la ley, en muchos lugares no hay lactarios. Yo entrevisté a una chica que fue detenida por dar la teta en una plaza. Y después pasa otra cosa: si no querés o no podés, sos juzgada y terminás en un lugar de hereje de la lactancia. Es un discurso que impuso el Estado a principios del siglo veinte porque las nodrizas que estaban tan naturalizadas, muchas veces estaban desnutridas y transmitían enfermedades, o descuidaban a sus propios hijos, que se morían, o, como no les alcanzaba para amamantar a tantos bebés, les daban leche de vaca sin pasteurizar. El Estado intervino para subir la tasa de natalidad a través de la imposición de la lactancia materna. Y eso se transformó en un discurso ideológico sobre el ideal de la madre argentina, que es la madre lactante, nutricia, abnegada, altruista.
–A propósito de las imposiciones del Estado sobre la maternidad, vos hablás desde el título de tu libro de algo que hoy tenemos mucho más claro, que es el derecho a decidir si queremos ser madres o no. Es el deseo lo que separa al bebito del feto.
–Sí, y por eso creo que no hay oposición entre duelar un embarazo en cualquier estadío y estar a favor de la interrupción voluntaria del embarazo. Porque es el deseo materno lo que convierte a un embrión en hijo incluso antes de que nazca. Si ese deseo no está, no puede ser forzado. Y por eso también es un trabajo psíquico muy delicado el que tiene que hacer una mujer que perdió un embarazo deseado para poder desarticular esa construcción que había hecho. Al fin y al cabo, si ese bebé no llegó a nacer, ¿qué es lo que se está duelando? Bueno, la construcción que se hizo. Y dependiendo del estadío, el cambio físico, el entorno, la construcción colectiva que también potencia el mercado.
–¿Cómo transitaste tu segundo embarazo después de ese duelo?
–Yo en un punto perdí la inocencia sobre la biología. Entonces el embarazo de mi hija lo viví con mucha calma. No te voy a decir que no tuve miedo, porque sí sentí la angustia en los primeros meses, sobre todo hasta que pasé la semana en la que me habían dado el diagnóstico anterior. Pero después hice un trabajo muy grande y tuve mucho apoyo del padre de mi hija, de la terapia y de un grupo de budismo que me resultó un lugar muy contenedor. Fue un trabajo psicológico muy grande para poder disfrutar. También pude hacerle a los médicos todas las preguntas que tenía para afianzarme, y tenía mucha información a mi favor; sabía que no había causa para lo que me había pasado, pero tampoco muchas probabilidades de que se repitiera porque también se habían descartado los problemas genéticos.
–En el libro hablás como una excepción de la calidez de la genetista que te atendió.
–Sí, porque con ella realmente sentí que había una búsqueda de conectar con el paciente, los demás me hablaban desde un pedestal que no se da sólo con los embarazos. Hay una cadena de violencias simbólicas muy cruel, porque una está en una situación de mucha vulnerabilidad y hay mucha disparidad de poder, que la mayor parte de las veces no está a la altura en el nivel humano.
–Le dedicás un capítulo a los tratamientos de fertilidad, donde contás tu experiencia al congelar óvulos.
–Yo quise contarlo porque tuve muchas dificultades, pero no la de la infertilidad. Entonces eso me permitió hablar de lo que atraviesa una donante de óvulos. Es un tema donde todo es muy reciente: el Código Civil se reformó en 2015 con modificaciones que parecen casi de ciencia ficción. También quería abrir una de las cuestiones para mí más difíciles a la hora de posicionarme, que es la subrogación de vientre, algo de lo que se habla mucho a boca de jarro porque, por empezar, no está regulado en nuestro país. Al no estar prohibido, sucede. Y tenés, por un lado, la subrogación voluntaria donde no hay dinero de por medio y, por otro, los casos en los que se le paga a una mujer por gestar para otra o para una pareja de varones, algo que con suerte ocurre bajo un contrato y que a mí me hace más ruido porque lo veo como una explotación del cuerpo gestante. Quiero ser respetuosa con el dolor de quien contrata a una mujer para gestar, pero al mismo tiempo siento que el dolor no lo justifica todo.
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–¿Cuánto del dolor de no poder gestar nos es impuesto? Hay un punto en el que una se pregunta si ese deseo a toda costa realmente es genuino o parte de la misma presión de tener que ser madres.
–Por supuesto. Por eso yo termino el libro con los testimonios de madres arrepentidas, porque parecería que ya superamos la imposición de la maternidad y que ya se puede hablar libremente de la decisión de no tener hijos, pero el deseo de no maternar todavía es muy cuestionado. Hay algo que a mí me resultó muy interesante desde el punto de vista teórico, que es que a fines de los setenta en el mundo, y sobre todo en los Estados Unidos, hubo un movimiento muy fuerte de desacralización de la maternidad, pero en la Argentina, con la figura de las Madres de Plaza de Mayo o, después, de las Madres del Dolor, la maternidad adquirió un lugar público muy incuestionable, muy altruista y de lucha. Y los resabios de eso siguen vigentes en estos cuestionamientos a la mujer que elige no tener hijos o la que dice “me arrepiento”.
–El tabú más grande sobre la maternidad: el de las madres arrepentidas.
–Claro, y no es que arrepentirse sea “ahora lo quiero matar”, sino poder decir “nadie me contó que esto era así, no hubiera tenido tres hijos de haber sabido esto antes”. Si bien yo sé que el mío es un libro escrito desde la clase media y para la clase media, hay algunos contrastes sociales que me parecen importantes para pensar. Para una mujer pobre, muchas veces ser madre es lo único que la va a hacer cambiar de estatuto en su vida y resignar eso es resignar la única posibilidad de cambio.
–Bueno, ése es un problema bastante transversal, porque aunque es evidente que la maternidad te transforma, a lo mejor no te hace tan distinta como marca la mirada social. Esto que destacás al comienzo de Desmadres, del fetichismo en torno a las panzas, el trato especial para las embarazadas.
–A mí me cambió mucho tomarme mi segundo embarazo así, entregándome más al proceso y menos a lo que se suponía que tiene que hacer una embarazada. Nosotros no quisimos saber el sexo ni armarle el cuarto de un color a mi hija. Y sí tuve mucha contención médica y mucha información que me dio la tranquilidad de que no estaba dando un salto al vacío. Aunque parte de eso haya sido entender que así como no hay respuestas para tantas otras cosas, acá está todo fuera de control.
–Y ahora, con el libro en la mano, todos los testimonios, toda la investigación periodística, ¿lograste develar algo del misterio de la maternidad de hoy?
–¡De ninguna manera! Y asentarme en esa incertidumbre es lo más liberador que encontré. Vuelvo al tema de la pérdida, porque yo tuve que aprender a aceptar eso aunque me doliera o me diera bronca, y cuando lo acepté también llegó una sensación de paz. Me parece que con la maternidad y sus misterios pasa algo parecido: a mí lo que más me gusta de ser madre ahora que mi hija está más grande y pasó el momento intenso, que son los primeros años de cuidado, es ver tanta autonomía en ella, cuando me dice cosas totalmente alejadas de mí, o hace razonamientos que no sé de dónde emergen. Eso es lo más incomprensible y lo más fascinante.
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