En uno de los mejores libros que se han escrito sobre el juicio a las juntas militares, El juicio que no se vio, el periodista y abogado de derechos humanos Pablo Llonto, acreditado por el diario Clarín para cubrir el proceso contra los máximos responsables del plan sistemático de represión ilegal perpetrado por la dictadura, hace un vívido relato de los entretelones del desarrollo de la causa judicial y de las vivencias de sus protagonistas.
En 1985, Llonto tenía 25 años, trabajaba en la sección Deportes del diario y acababa de recibirse de abogado. Fue esto último lo que motivó al jefe de la sección Política a ofrecerle que hiciera la cobertura, para reforzar el trabajo de Claudio Andrada, el veterano cronista de Judiciales. Llonto no demoró un minuto en aceptar.
Quizás por su propia juventud, en sus recorridas en busca de información por la Fiscalía a cargo de Julio César Strassera, reparó en un grupo de chicos y chicas jóvenes, la mayoría menores que él, que trabajaban incansablemente en el armado de la causa, buscando testigos y seleccionando testimonios. Ningún periodista los mencionaba en sus artículos. Las figuras eran Strassera y su joven fiscal adjunto, Luis Moreno Ocampo.
Salvo los dos fiscales, y algunos otros empleados de la fiscalía, nadie sabía que esos “chicos” hacían un trabajo casi invisible que sería determinante en el desarrollo del juicio oral.
Ocupaban uno de los tres ambientes con que contaba la Fiscalía. Uno lo compartían Strassera y Moreno Ocampo; en el segundo, los empleados de planta del juzgado continuaban trabajando en las otras causas, y en el tercero, el más ruidoso y activo, estaban “los pibes” dedicados exclusivamente a la Causa 13/84, la del juicio a las juntas.
En su libro, publicado en 2015, treinta años después de aquel juicio histórico, Llonto les dedicó un párrafo de sentido reconocimiento: “En el pequeño despacho de los fiscales, los novicios integrantes del personal armaban fichas, buscaban direcciones de testigos, seleccionaban diarios y preparaban cada caso. Si bien la mayoría del equipo no llegaba a los 30 años, algunos veteranos como el escritor Carlos Somigliana equilibraban el promedio de edad. Sus nombres no han tenido aún el reconocimiento de la historia: Sergio Delgado, María del Carmen Tucci, Nicolás Sissini, Judith Konig, Adriana Gómez, Carlos Somigliana (hijo), Nicolás Raini, Lucas Palacio. Luego se sumaron Javier Scipioni y Mabel Colalongo, quienes venían de la Conadep”.
Salvo por la mención de Llonto, al alcance solo de aquellos que leyeron su libro, recién este año el decisivo trabajo de aquellos chicos y chicas se hizo conocido para parte de la sociedad argentina. Y se debió a una obra de ficción basada en hechos reales: la película “Argentina, 1985″, de Santiago Mitre sobre el juicio a las juntas.
Una tarea contrarreloj
El juzgamiento de los jefes de las primeras juntas militares había llegado a la Justicia civil después de que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas demostrara acabadamente que no tenía intención de avanzar con el proceso a los excomandantes.
Por eso, el 4 de octubre de 1984 la Cámara Federal tomó la decisión de desplazar al tribunal militar que estaba enjuiciando a las juntas para hacerse cargo directamente de la causa.
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Apenas lo hicieron, los jueces de la Cámara se enfrentaron a un desafío: le habían sacado la causa a los militares por demorar más de seis meses, ahora ellos debían avanzar rápido para que la decisión tomada no se les volviera en contra.
“La base acusatoria de la Fiscalía provenía del listado de casos elaborado por la Conadep que el Ministerio del Interior remitió en 9.000 legajos-casos. Cuando los jueces se dieron centa de que la lista parecía interminable llamaron a Strassera para sugerirle que resolviera una selección: el fiscal optó por 709 casos con una diversidad que permitiría recorrer la mayor cantidad de provincias, la responsabilidad de las tres armas, todos los años de la dictadura hasta 1982, la mayor cantidad de centros clandestinos, y elegir además los casos de mayor impacto sentimental o más conocidos por el periodismo”, cuenta Llonto en su libro.
De esa primera selección se pasaba a otra: elegir los que tuvieran pruebas abundantes y demostraran la existencia de un plan sistemático de represión ilegal. Debía haber habeas corpus, denuncias ante la Conadep, cartas de reclamos, denuncias judiciales y, sobre todo, la mayor cantidad posible de testigos.
La Fiscalía le pidió ayuda a la Subsecretaría de Derechos Humanos, a cargo del radical Eduardo Rabossi, cuyo equipo, mayoritariamente integrado por jóvenes, hizo una selección de casos y se la envió a Strassera.
Con esos expedientes en su despacho, Strassera y Moreno Ocampo decidieron armar un equipo propio para seguir avanzando en la selección, entrevistar a los testigos, obtener más pruebas.
Un equipo variopinto
Eran casi todos pibes y llegaron desde diferentes lugares. El fiscal Strassera convocó a Sergio Delgado, a quien conocía y en quien confiaba, y este a su vez invitó a sumarse a Carlos “Maco” Somigliana. Dos “veteranas” aportaron su experiencia previa de trabajo en la Conadep, se llamaban Mabel Colalongo y María del Carmen Tucci.
Luis Moreno Ocampo, que antes de incorporarse como fiscal adjunto estaba en la Procuración sumó a Judith König, Nicolás Corradini y Lucas Palacios, a quienes conocía de allí. También trajo a uno de sus alumnos de la Facultad de Derecho, Javier Scipioni.
Unos eran abogados recién recibidos, empleados judiciales que apenas comenzaban sus carreras, estudiantes. Algunos se conocían entre sí, otros se vieron por primera vez las caras en la Fiscalía. La mayoría tenía entre 21 y 23 años, Palacios, que acababa de cumplir 30, era el más grande.
Engancharon bien para trabajar juntos. La indicación de Strassera y Moreno Ocampo era clara y precisa: los casos tenían que alcanzar la mayor cantidad de lugares posible del país para demostrar que era un plan coordinado y desplegado por todo el territorio nacional, debía haber de todos los años entre 1976 y 1982 para dejar clara la continuidad de ese plan, tenía que haber casos que permitieran involucrar al Ejército, otros perpetrados por la Armada y otros por la Fuerza Aérea. Y, sobre todo, tenían que acumular muchas pruebas, para que a los jueces no les quedaran dudas.
Trabajaron en la selección y volcaron los casos en fichas de diferentes colores, distribuidas en cajas. Viajaron por el país contactando – y convenciendo para que declararan – a sobrevivientes y a familiares de desaparecidos. Se repartieron los centros clandestinos de detención para investigarlos a fondo.
Cada vez que sonaba un teléfono podía ser un testigo, un familiar, alguien que quería aportar un dato. También llovían las amenazas y debieron vencer el miedo.
Se llegaron a acostumbrar a convivir con ellas. “No, señor, las amenazas son de 8 a 9. Está fuera de horario”, respondió Judith Königh cuando atendió una de ellas.
Trabajaban sin reparar en los horarios y muchas veces seguían hablando de los casos con los fiscales tarde en las noches, mientras comían juntos en una pizzería cercana a los Tribunales.
Con el inicio del juicio ya encima, Strassera y Moreno Ocampo los convocaron a una reunión para discutir entre todos la selección final, aunque la última palabra fue de los fiscales. La lista de testigos y las preguntas que debían hacerles estaban listas. Eran 709 casos paradigmáticos de las violaciones de los derechos humanos cometidas por la dictadura.
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El fruto del trabajo
El juicio comenzó el 22 de abril de 1985, cuando los jueces de la Cámara Federal Jorge Torlasco, Ricardo Gil Lavedra, León Carlos Arslanián, Jorge Valerga Araoz, Guillermo Ledesma y Andrés J. D’Alessio, los fiscales Strassera y Moreno Ocampo, los acusados y sus defensores entraron a la Sala de Audiencias del Palacio de Justicia.
Entre ese día y hasta el 14 de agosto, declararon 833 personas, entre ellos ex detenidos desaparecidos, familiares de las víctimas, políticos, sindicalistas y personal de las fuerzas armadas y de seguridad. Fueron 530 horas de testimonios.
Allí se vio el alcance del trabajo de “los pibes” de la Fiscalía.
Entre el 11 y el 18 de septiembre, el fiscal Julio César Strassera realizó el alegato de la fiscalía, donde se adivinaba la colaboración de la pluma magistral del dramaturgo Carlos Somigliana, el padre de Maco, uno de los pibes del equipo.
La frase con la que Strassera cerró su discurso ya es parte de la historia:
“Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ‘Nunca más’”.
Desde los palcos, los pibes aplaudieron. Era la culminación de una tarea de la que habían sido protagonistas.
El 9 de diciembre, los jueces leyeron las sentencias: Jorge Rafael Videla y Eduardo Emilio Massera fueron condenados a perpetua, Roberto Viola a 17 años de prisión, Armando Lambruschini a 8 años y Orlando Ramón Agosti a 4 años y seis meses de cárcel.
Omar Domingo Rubens Graffigna, Arturo Basilio Lami Dozo, Leopoldo Fortunato Galtieri y Jorge Isaac Anaya fueron absueltos.
En la Fiscalía los fallos se vivieron como una victoria amarga.
Con el correr de los años, algunos de esos pibes siguieron ligados a la lucha por los Derechos Humanos en la Argentina.
Mabel Colalongo fue fiscal y luego jueza federal, desde ambos cargos participó en juicios por delitos de lesa humanidad en Santa Fe y Rosario. Carlos “Maco” Somigliana se incorporó al Equipo Argentino de Antropología Forense. Judith Königh colaboró en el armado de importantes causas judiciales en los juicios que se desarrollaron después de la derogación de las leyes de impunitad. También fue fuente de consulta para Santiago Mitre para la filmación de “Argentina, 1985″, donde también tuvo un pequeño papel.
De alguna manera, respondieron a la duda que, el día después de las condenas, el fiscal Carlos Strassera le confesó a otro de los periodistas que habían cubierto el juicio, Sergio Ciancaglini:
“Lo que más me preocupa ahora son los chicos. La mayoría de la gente que ha colaborado con nosotros no es de la Fiscalía, y no sé qué van a hacer”.
Hoy, lo que hicieron forma parte de la historia grande de la lucha por los Derechos Humanos en la Argentina.
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