El domingo 25 de octubre un periodista sueco le tocó el timbre en su casa de Palermo a anticiparle el notición, que había ganado el Nobel. No se lo comentó a nadie y fue con su esposa al cine. “Gané algo importante pero perdí mucho, la tranquilidad”, aseguró cuando fue acosado en la puerta de su trabajo por periodistas y gente que deseaba conocerlo y felicitarlo. Hasta entonces pocos sabían que entraba a las 9 de la mañana y salía a las 6 de la tarde y que iba a trabajar en un Fiat 600, al que a veces había que empujar porque la batería estaba descargada.
El martes 27 de octubre de 1970, cuando se anunció el ganador, en Argentina hubo una única pregunta: ¿Quién es Leloir?
Todo había comenzado 6 de septiembre de 1906 en el 81 de la avenida Víctor Hugo, a unas cuadras del Arco del Triunfo. Allí nació Luis Federico Leloir.
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Sus padres habían viajado a Francia por problemas de salud de su papá, quien falleció cuando Luis era aún pequeño. A los dos años, vivía con su familia en el barrio de Belgrano.
Amagó con anotarse en Arquitectura pero terminó graduándose de médico en la Universidad de Buenos Aires en 1932.
Durante casi dos años trabajó en el Hospital de Clínicas y se decepcionó. “Cuando practicaba la medicina, podíamos hacer muy poco por nuestros pacientes, a excepción de la cirugía, digital y otros pocos remedios activos. Los antibióticos, drogas psicoactivas y todos los agentes terapéuticos nuevos eran desconocidos. No era por lo tanto extraño que, en 1932, un joven médico como yo, tratara de unir esfuerzos con aquellos que querían adelantar el conocimiento médico. El laboratorio de investigaciones más activo en la ciudad era el Instituto de Fisiología de la Facultad de Medicina de Buenos Aires, dirigido por el doctor Bernardo A. Houssay, profesor de fisiología”.
En su autobiografía se pregunta cómo es que siguió una carrera científica, el primero de la familia, donde sus padres y hermanos estuvieron abocados a las tareas rurales.
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El mismo se definía como de una inteligencia corriente, con una capacidad normal de trabajo, sin oído musical, mediocre en los deportes y con falta de habilidad de oratoria. Confesó que no podría ser un buen médico porque nunca estaba seguro del diagnóstico o el tratamiento.
Hasta tiene un pequeño lugar en la historia de la gastronomía, cuando por 1925 comiendo langostinos con amigos en Mar del Plata, mezcló mayonesa, kétchup, salsa tabasco y cognac y creó la salsa golf.
Cuando terminó su tesis sobre las glándulas suprarrenales y el metabolismo de los hidratos de carbono, el propio Houssay le aconsejó trabajar un tiempo en el exterior. Se decidió por el Laboratorio de Bioquímica de la Universidad de Cambridge, dirigido por Frederick Gowland Hopkins, Premio Nobel en 1929.
Años más tarde, reveló que durante su estadía en Cambridge comenzó seriamente con la investigación bioquímica. Un año después, regresó al Instituto de Fisiología en Buenos Aires donde se asoció con el doctor Juan M. Muñoz. “Nunca disfruté trabajando solo por eso me agradó poder investigar con él”.
El trabajo científico en el Instituto de Fisiología fue interrumpido por el gobierno de facto surgido del golpe del 4 de junio de 1943. Cuando Houssay fue uno de los firmantes de una carta que pedía “normalización constitucional, democracia efectiva y solidaridad americana”, el gobierno despidió a todos los firmantes que trabajaban en el Estado. Muchos de los mejores profesores perdieron sus puestos. Houssay quedó cesante. La mayoría de los miembros del Instituto de Fisiología renunciaron en protesta y se dispersaron.
En ese tiempo Leloir se casó y con su esposa viajó a Estados Unidos y consiguió trabajo en el laboratorio de los Cori en St. Louis. Cuando regresó al país, formó un pequeño grupo de investigación que creció lentamente.
Cuando en 1946 Jaime Campomar, uno de los dueños de una importante industria textil -en memoria de sus padres Juan y María Scasso- le consultó a Houssay sobre la posibilidad de financiar un instituto de investigación bioquímica, éste propuso a Leloir.
La institución empezó a funcionar en el sótano de la facultad de Medicina. La primera persona que vino a trabajar fue el doctor Ranwel Caputto de la Universidad de Córdoba, que recién volvía del laboratorio de Bioquímica de Cambridge. El segundo en unirse al grupo fue el microbiólogo Raúl Trucco. La idea era continuar con él los estudios sobre la oxidación de los ácidos grasos, pero con enzimas bacterianas.
Cuando Houssay fue dejado cesante con el pretexto que había alcanzado la edad para jubilarse, los investigadores abandonaron la Facultad de Medicina y se incorporaron al laboratorio era el Instituto de Biología y Medicina Experimental, que funcionaba en la calle Costa Rica como institución privada, creada cuando Houssay fue removido de su cargo por primera vez. Allí las condiciones de trabajo no eran las mejores, pero eran “jóvenes y optimistas”.
Poco tiempo después alquilaron una pequeña casa en la calle Julián Alvarez, que convirtieron en laboratorio. La contribución anual de Campomar de 100.000 pesos era equivalente a 25.000 dólares, con la que se instaló el laboratorio, se compró equipo y se pagaron algunos sueldos. En pocos años lograron el aislamiento e identificación de glucosa-1-ó-difosfato y del uridina difosfatoglucosa. Luego aislaron el uridina-difosfatoacetilglucosamina y el guanosina-difosfato-manosa. El conjunto de estas investigaciones le valió a Leloir el Premio Nobel de Química 1970. En 1957, la muerte de Campomar dejó al Instituto sin recursos, pero continuó con un subsidio del Instituto Nacional de la Salud de los Estados Unidos, ya que el gobierno argentino no demostró interés y al año siguiente el Estado le ofreció una casa más grande en Belgrano. El presupuesto que manejaba era 20 veces menor que un centro norteamericano de química y diez menos que uno brasileño.
La verdadera ayuda local vino con la creación del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), en el que Leloir participó de su directorio, con Houssay como presidente. “Gracias, en gran parte, a la obra del Consejo y al empuje de muchos jóvenes, la investigación bioquímica ha tenido considerable progreso en el país; sin embargo es pequeño si se lo compara con el ocurrido en los países más avanzados”.
Recibió el Nobel por descubrir cómo se almacena la energía en las plantas y cómo los alimentos se transforman en azúcares que sirven de combustible a la vida humana. En su discurso del 10 de diciembre de 1970, en Estocolmo, afirmó: “El honor que he recibido excede -de lejos- mi expectativa más optimista. El prestigio del Premio Nobel es tal que uno de repente es promovido a un nuevo estatus. En este nuevo estatus me siento incómodo al considerar que mi nombre se unirá a la lista de gigantes de la química como van Hoff, Fischer, Arrhenius, Ramsay y von Baeyer, por nombrar solo algunos. También me siento incómodo cuando pienso en químicos contemporáneos que han hecho grandes contribuciones y también cuando pienso en mis colaboradores que llevaron a cabo una gran parte del trabajo”.
Cuando regresó al país con el premio, ya no recibió la atención y las promesas de ayuda económica para sus investigaciones.
Su trabajo continuó en silencio con su equipo. Vestido con un raído guardapolvo gris, jeans gastados y zapatillas, usaba una silla de paja cuyas patas estaban aseguradas con alambre.
Falleció el 2 de diciembre de 1987. Dejaba una trayectoria científica brillante y discípulos. El país perdía un ejemplo de austeridad, sencillez y modestia, un científico que lo que ansiaba era tranquilidad para su pasión, la investigación.
Fuentes: Luis Federico Leloir - Autobiografía - En leloir.org.ar; Conicet; Diario La Opinión 10 de diciembre de 1971
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