Evelina Cabrera no recuerda cuándo fue ni dónde estaba. Tampoco recuerda cuándo fue ni dónde estaba esa mujer del video. Sabe que un día cualquiera en un lugar cualquiera consumía tiempo de ocio explorando las profundidades de Instagram y que en un scroll fortuito encontró, obra de su algoritmo, una escena que la retuvo. La filmación retrataba la entrega de un colchón y el desborde de felicidad de una mujer. La mujer era negra, en su espalda se anudaba una tela que envolvía a un niño, y el colchón lucía destrozado y sucio. La madre, presa de la exaltación, no parecía advertir el estado calamitoso de la donación. Para ella cualquier colchón era suficiente. La situación derramaba África -adivinó-. Nunca supo quién era esa mujer ni de dónde provenía. Se le despertó un instinto feroz, intempestivo. Ya conoce sus impulsos y pulsiones. Germinaba en su horizonte un deseo obtuso, cegado y altruista por ir a África, sin importar dónde ni cómo: ir a buscar a mujeres y falencias como ésas.
Llamó a Taty Ferrer, una amiga brasileña que vive en España y que construyó el foro Fútbol Para la Igualdad, una iniciativa surgida de la causa para dar visibilidad al fútbol femenino y abogar por la igualdad de género en el deporte. “¿Conocés a alguien en África?”, inquirió. “Sí, en Malí”, contestó antes de cuestionarle por qué. Taty Ferrer intuyó que su repregunta carecía de una respuesta sensata, de una razón específica: “Porque sí, porque quiero ir”, dijo Evelina. Su “alguien” en Malí era Moussa Konaté, un joven de 23 años que administra el Centro Djiguiya de Sabalibougou, en la provincia de Bamako, capital del país.
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Konaté le enseña a jugar al fútbol a 135 chicos, solo chicos. Las prácticas duran dos horas y ocurren cuatro veces por semana. Entrenan en un descampado a la vera de una avenida. La cancha tiene arcos, solo arcos. No hay redes, no hay líneas, no hay pavimento, no hay césped. El terreno -en el país y en la cancha- es desértico o semidesértico. La población asciende a veinte millones de habitantes. El 90% de los malienses predica el Islam: la religión dominante es musulmán. Malí ocupa el puesto 176, de un total de 187, en la lista de países con mayor índice de desigualdad de género que formula el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). El índice de brecha global de género del Foro Económico Mundial no arroja una valoración mejor: lo sitúa en la ubicación 141 entre 146 naciones. El índice de desarrollo humano de la ONU posiciona a Malí en el escalafón 175 de los 187 integrantes: convergen en esta clasificación las penurias del acceso al agua, la salud y los alimentos. El 42,7% de los habitantes viven bajo la pobreza extrema, según datos del Banco Mundial. No hay estadísticas que sugieran bienestar.
Las noticias que el mundo recoge de Mali suelen reducirse a pobreza y violencia. Las agencias internacionales informaron que el lunes 17 de octubre, dos miembros de la misión de paz de la ONU murieron por el estallido de un artefacto explosivo mientras circulaban en su vehículo por la región de Kidal, en el norte del país africano. Áreas que dominan los grupos yihadistas, perpetradores de violaciones de derechos humanos contra la población civil, lo que redunda en un sinfín de desplazamientos internos forzados. Lo último que los medios argentinos contaron de Mali es el pedido de auxilio de Nicolás Boissé, un ciudadano argentino de 32 años detenido desde mayo pasado en una cárcel de la ciudad de Kayes por ingresar con el pasaporte vencido.
“¿Pero qué vas a hacer ahí?”, le preguntaron sus amigas, ensimismadas en una súplica. El intento por disolver su ímpetu fue, otra vez, desestimado. “Hay algo que me nace, que no lo puedo explicar y que me hace feliz -dice-. Aún sabiendo que estamos de paso en la vida, nos privamos de hacer cosas que queremos hacer. ¿Por qué? Por lo supuestamente seguro. Cuando sos consciente de eso, te volvés inconsciente. Qué sé yo si en el día de mañana me pegan un voleo en el culo y termino de nuevo en la calle. Si hubiese pensado todos los actos de mi vida, no hubiese hecho nada”.
Lo que sí hizo Evelina Cabrera se enrolla en una biografía que despliega carillas y scrolls en su propia página de internet. O en su libro autobiográfico. O en sus conferencias, en sus entrevistas, en sus reconocimientos. Lo que hizo dos semanas de octubre de 2022 en Malí conserva una raíz y un porqué en una infancia curtida en un castigado cordón bonaerense. Es nacida y criada en Virreyes, un barrio del partido de San Fernando, categoría 1986, hija de padres jóvenes, de un hombre que necesitó tres trabajos para comer y dar de comer y de una mujer que recurrió al Plan Trabajar para subsistir. A sus doce años, sus padres se separaron. Una discusión brutal y una relación deteriorada que derivó en un odio común. Ella se mudó a Tigre con sus hermanos y su mamá desocupada.
La adolescencia le inyectó rebeldía. Su era de desobediencia se nutrió también de una sensación de invisibilidad. Su casa era un sitio hostil. Llegaba del colegio, en los mejores días comía y volvía a salir. La cobijó la intemperie de la calle. Una noche no volvió y su madre, al otro día, sí la castigó. Un reto severo, de los de antes: un suministro iracundo de gritos, insultos y golpes. Pero el tiempo pasó y las costumbres se estandarizaron. Evelina volvió a repetir la huida. La reprimenda no fue tan tremenda. Su existencia empezó a devolver indiferencia. Lo usual era que no estuviera: “Empecé a darme cuenta de que nadie me decía: ‘Eve, ¿dónde estás?’”.
Hija de una Argentina caótica y de unos noventa de extremos sociales, la crisis de 2001 la atravesó. Tenía 15 años y un entendimiento prematuro de las urgencias, las miserias y las ausencias. Comprendió que volver a su casa significaba dejar a los integrantes de su familia con un plato de comida menos. Decidió, entonces, instalarse definitivamente en la calle: autosubsistir. Pero carecía de un bagaje cultural y educativo que la orientara en la comprensión moral de la vida: no sabía qué era el amor, por qué un novio le pegaba y tenía dificultades para diferenciar el bien del mal.
Quiso suicidarse y fracasó. El trabajo la encarriló. Fue trapito en el Puerto de Frutos, cuidó trabajadoras sexuales (que en verdad la cuidaban a ella) en la estación de colectivos de Garupá por veinte pesos y un paquete de cigarrillos, administró un puesto en La Salada donde vendía alpargatas de bebé que ella misma fabricaba, fue camarera, empleada de un astillero vendiendo motores fuera de borda, de un almacén, de una fábrica de sillones. Descubrió el deporte y quiso evangelizar, enseñárselo al mundo. Pero el mundo ya sabía qué eran los deportes: la ignorante era ella. Se dedicó a estudiar para ser profesora de educación física y le avisó a su jefa en la fábrica de sillones que cuando tuviese a su primer alumno, renunciaría. Lo hizo.
Su derrotero son páginas y son libros. Un resumen acelerado diría que se hizo futbolista, se hizo entrenadora y se hizo mánager deportiva, que cofundó la Asociación Femenina de Fútbol Argentino, que formó el primer equipo de fútbol ciego femenino de Buenos Aires, que fue reconocida por la revista The Economist como transformadora social, que dio una conferencia en New York en la sede de las Naciones Unidas, que escribió dos cuentos en el libro Pelota de Papel, que inoculó el deporte femenino en el penal del partido de San Martín y que ese acto se propagó por otros penales bonaerenses, que trabajó en Boca Juniors y en el Pachuca de México, que escribió su biografía, un libro infantil y un tercer libro, que fue elegida por la BBC como una de las 100 mujeres más influyentes e inspiradoras del mundo, que la Organización de Estados Americanos (OEA) la designó “Embajadora de buena voluntad por la equidad de género en deporte”, que la revista Gente la seleccionó como uno de los personajes del año 2021, que desfiló con distinciones y premios en la primera gala europea de fútbol femenino realizada en España.
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Si hubiese pensado algo de todo esto, no habría hecho nada -insiste-. No parece extraño que el día en que su amiga le dijo que sí, que conocía a alguien en África y que conocía a alguien en Malí, haya comprado el pasaje de ida. Le preguntó, después, si la iba a apoyar. La asociación solo la respaldó con la logística y el hospedaje. Su viaje no fue patrocinado, financiado o sostenido por ningún organismo internacional. De hecho, debió pedir permiso en su trabajo como embajadora del deporte en la Organización de los Estados Americanos para emprender la aventura.
“Hice una investigación más profunda: en Malí no hay ayuda de nadie porque no entra nadie. Para ingresar tenés que hacerte una visa, pedir muchos permisos, darte muchas vacunas. En el país no hay acceso al agua potable, está lejos del mundo y los que están cerca tampoco tienen recursos de sobra. ¿Por qué no hacés esto en tu país?, me preguntaron. Ya lo hice en mi país, hice un montón de cosas. En Argentina existe la posibilidad de tomarte un micro y ayudar a otros. Acá no tienen a nadie, a nadie”.
Tras un viaje de 24 horas, aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Bamako Senou, capital de Malí, el 6 de octubre de 2022. La detuvieron en el sector de migraciones luego de que se activara la luz roja del escáner. La situación despertó suspicacia: una extranjera de tez trigueña, pelo lacio, tatuajes y pantalón corto cargaba un equipaje que escondía bultos de dimensiones extrañas. Ella había querido llevar una sola valija con toda su ropa y sus donaciones. “Cuando abrieron la valija, la presión hizo que volara todo para todos lados: volaron mis tangas, mis medias, las pelotas, los conos”, relata. En su modesto inglés y valiéndose de gestos universales, intentó explicar que estaba sola, que era entrenadora de fútbol y que esas 28 pelotas de fútbol, las dos de básquet y el aro eran regalos para una comunidad.
La pasaron a buscar en un Mercedes Benz año 95 demacrado: los únicos autos que circulan por las calles de la capital maliense son Mercedes Benz modelo 95 y están demacrados, compareció Evelina. Adentro y afuera del vehículo, la temperatura no bajaba de los cuarenta grados. Por la ventanilla vio que la gente se bañaba e hidrataba en la vereda valiéndose de un balde o una pava. Identificó cuatro cuadras de ciudad subdesarrollada y de gente con piel blanca.
Se hospedó en un hotel con nombre singular: Casablanca. Había huéspedes de piel blanca, una cualidad infrecuente que entendería después. Había, en la cocina y en su comida, en la habitación y en su cama, cucarachas y cucarachitas paseándose impunes. “Me acordé de mi propia infancia. En el barrio donde vivíamos había cerca de una tosquera y también estaba lleno de cucarachas. En mi casa teníamos el colchón en el piso y las cucarachas me caminaban por el cuerpo y por la cabeza: me las sacaba mi mamá”, cuenta. Durmió ahí dos noches hasta que se lo comentó a su amiga, quien gestionó un cambio de hotel sin comprender por qué postergó la sugerencia.
Evelina convivió durante su estadía con un incómodo y brutal sentimiento de ambigüedad moral. Todos los días por la mañana se alejaba, en un viaje de treinta minutos, de la urbanización y de la gente blanca. Visitaba un campo de entrenamiento y un colegio, compartía la vida que vive el niño promedio de la sociedad maliense y regresaba al hotel. Se alejaba para volver. “Sentía esta dualidad todo el tiempo. En el hotel había gente blanca, pero cuando fui a la escuela ninguno había visto gente blanca en su vida. La doble moral: yo dormía plácidamente todas las noches y a la mañana salía a ver la pobreza”, dice autocrítica.
En 2020, el mismo año en que fue seleccionada por la BBC como una de las 100 mujeres más influyentes e inspiradoras del mundo, escribió su primer libro. “Tiene, como ella dice, 70 años comprimidos en sus 33. Pasó de una infancia vulnerable a ser una referente del fútbol femenino, crear la Asociación Femenina de Fútbol Argentino y dar una conferencia en la ONU sobre su trabajo social con las mujeres, a quienes brinda herramientas para empoderarse y cambiar su vida”, reza la descripción de Altanegra, su autobiografía editada por Penguin Random House.
En Malí, rodeada de chicos que ya habían entendido quién era y por qué estaba ahí, descubrió, con la fuerza de una revelación, que el nombre de su primer libro escondía un vicio occidental. En Malí no era más “la negra”, era “tubabu”. Todos empezaron a gritarle y a repetirle “tubabu, tubabu”. Lo primero que pensó era que la decían bruja o algo similar en sentido peyorativo. Le había costado dos días romper la barrera cultural. Nadie sabía bien qué hacía ahí, quién era, qué quería. “Parecía alguien que bajaba de un circo”, narra. “Todos me miraban las piernas porque estaba en short, mis tatuajes, el pelo lacio”. La lengua dominante es el bambara nativo o el francés. Su castellano solo era interpretado por Konaté. La distancia cultural y religiosa era también idiomática.
“¿Qué es tubabu?”, preguntó con miedo e incredulidad. “Te gritan ‘la blanca’”, le contestó. Le demandó unos segundos advertir que, en verdad y esta vez, entre toda la población local pobre la blanca era ella: “En este barrio nunca habían visto una persona de piel blanca. Significaba toda una confusión para mí, que en Argentina era ‘la Negra’: o sea, mi autobiografía lleva ese título. Ellos me veían así. Niños que me miraban con los ojos gigantes, me devolvían sonrisas hermosas y no me dejaban de tocar el pelo. Cuando terminé, le pregunté a Konaté por qué me tocan así. Él me respondió que nunca habían visto un pelo así”.
Había viajado para conocer el Centro Djiguiya Sabalibougou, el campo de entrenamiento donde Konaté asiste y entrena a 135 chicos. Vio que juegan a la pelota con sandalias. Al otro día, volvió con 135 pares de botines, que compró con fondos propios en una casa de deportes del barrio de Badalabougou. “Sabía que me estaban cagando con el precio y yo quería negociar. Me puse a pelear con mi traductor porque estaba jodido”, recuerda. Donó 28 pelotas de fútbol, dos pelotas de básquet, aro, conos, sogas y más material deportivo. Entregó también manuales y útiles escolares. Habló con el coordinador porque desea trazar un análisis para evaluar el desarrollo del programa que bautizó “Unión de continentes, un gol para el futuro”.
Vio a niños vistiendo remeras de Messi. Pero cuando confesaba que era argentina, la contraseña para generar simpatía inmediata, todos repetían los nombres de dos personajes vinculados a la cultura popular: Maradona y el Che Guevara. Vio postales con la cara del revolucionario rosarino en las paredes y a ninguna mujer jugando al fútbol. “Mi plan fue unificar la escuela con el entrenamiento, porque todos cuidan su lugar. Yo quería construir una comunidad”, dice.
Trazó un puente entre el Centro Djiguiya Sabalibougou y la escuela pública de Badalabougou. Algunos que la conocían por haberla visto en las prácticas, la reconocieron en el colegio. Ninguna era una niña. Después de las clases, la mayoría de los varones entrena fútbol. Las mujeres, en cambio, trabajan o son madres cuando salen de la escuela: tienen en promedio más de cinco hijos. Para ellas, “tubabu” era toda una experiencia cultural. 500 estudiantes la vieron llegar. En un aula de dimensiones convencionales contó a 92 alumnos de entre seis y ocho años. Le sorprendió no ver un solo juguete en todo el colegio y la cautivó el silencio ensordecedor de los alumnos. “Nadie me explicó nada, hice mis propias deducciones. Al no tener ningún estímulo, lo que dice el profesor es lo que es. El respeto es absoluto”, retrata.
Entregó 200 libros, 200 cuadernos, 200 lápices y tres cajas de tiza. También debió negociar y pelear el precio en la librería local. Las donaciones que recibió fueron independientes y escasas. “Pensé que me iban a ayudar más empresas, pero están todas enfocadas en el Mundial”, lamenta y compara: “En Argentina me pasaba lo mismo cuando empezaba un proyecto nuevo. Me decían: ‘¿qué estás diciendo, llevar el fútbol a la cárcel para mujeres, inventar el femenino de fútbol ciego?’. Nadie se arriesga a hacer algo nuevo. Como ya conozco ese juego, quise irme a África donde nadie va, donde las organizaciones no pueden entrar. Me mandé porque tengo esta vocación de hacer lo que siento”.
Vacuna contra la fiebre amarilla, contra la fiebre tifoidea, contra la malaria, el visado especial, los trámites, las donaciones, los problemas en migraciones, las cucarachas. Evelina viajó desde Washington, donde hoy vive, hasta la capital de Malí, sin el amparo de ninguna organización internacional. “Lo hice porque no tengo una familia, porque estoy sola y porque quise. Ni siquiera había una embajada que me recibiera. ¿A quién iba a tocarle la puerta? Me gusta mirar a los olvidados para darle entidad. Cuando mirás a alguien que siempre fue invisibilizado le das poder: esa persona siente que a alguien le importa. Lo que pude comprobar ahí es que los niños aprenden todo. Le decía hola y al otro día todos ya decían hola. Puse en el pizarrón mi nombre y al otro día ya lo estaban escribiendo”.
Rescata, de ese universo inexplorado y complejo que percibió en Malí, la inocencia de esos niños. Le pidió a Konaté que les preguntara, de su parte, cuál era su máximo sueño. Todos levantaban la mano, inquietos. Las respuestas no eran originales. La población infantil masculina sólo distingue tres horizontes: ser policía, ser soldado o ser futbolista. Los policías y los soldados garantizan un trabajo estable. Los futbolistas simbolizan la quimera. “Hasta que un chiquitito dijo que quería ser presidente y todos se empezaron a reír”, relata. Repitió la pregunta en el aula de las niñas. La mayoría quería ser primera dama. Tuvo que discutir con el traductor para que les preguntara si alguna no quería ser presidenta, en vez de esposa del presidente. Todas empezaron a levantar la mano, entusiasmadas con la idea. Le fue más difícil cambiar la percepción de Konaté que la de las propias niñas.
Dos semanas después volvió con síntomas de deshidratación y con llagas por todo el cuerpo, asqueada por la hostilidad de ciertos hombres que le gritaban cosas que no tenía posibilidad de comprender relacionadas con su aspecto físico. Los tatuajes y las piernas al descubierto no comulgan con el dogma islámico. Pero promete volver porque “no recuerdo haber visto caras tan felices en mi vida”.
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