“¿Y cuánto les faltaría para terminar?”, le preguntó Susana Giménez el martes 18 de agosto de 1998 sentada en su sillón blanco en pleno primetime televisivo. “Yo calculo que 600 mil pesos más”, respondió Julio César Grassi vestido de sacerdote, con la sotana blanca, la camisa gris y el gesto impoluto. La conductora miró a la cámara, esbozó una sonrisa que hubiese preferido ocultar y acuñó una de sus frases célebres: “Padre pero, ¿qué está construyendo, el Sheraton?”. La reacción del párroco, inmediata y antipática, procuró respaldar el carácter elevado de la cifra: “No es el Sheraton, son cien chicos que tienen que vivir ahí”.
Ya no viven cien chicos ahí. Viven menos, viven otros. Ya no existe la Fundación Felices los Niños. Existen otras. Lo que sobrevive son las 62 hectáreas ancladas en William Morris, localidad ubicada al este del partido de Hurlingham, a la vera de la autopista Camino del Buen Ayre. Lo que sobrevive es el esqueleto de las construcciones faraónicas, las vértebras de edificaciones fastuosas que -29 años después de ese prometedor principio- desnudan el tiempo, las miserias y la desidia. Lo que sobreviven son las estatuas de santos y vírgenes, los monumentos religiosos colosales, la cartelería, las placas, los dibujos en azulejos, los bustos que mantienen vivo y en silencio los símbolos y el nombre de la fundación; el aura sombrío en un bosque viciado por una vegetación voraz que se apropió de las esculturas parroquiales, los monolitos, los vía crucis y los cadáveres de galpones, vagones y tinglados, síntomas de un esplendor oxidado; el peso de un pasado macabro dentro de un presente distribuido en segmentos independientes: espasmos y esfuerzos por instrumentar la resignificación de un espacio donde hoy se reparten jardines, escuelas, hogares para personas en situación de vulnerabilidad, una base operativa de Gendarmería y una reserva natural. Lo que sobreviven son, a su vez, las letras verdes que rezan Felices los Niños en todas las paradas de colectivos de las líneas 163 y 303 sobre la avenida Gorriti y de las líneas 461 y 390 sobre la calle De la Tradición, que cohabitan con las estaciones del programa parada segura del municipio, únicos rasgos de intervenciones modernas.
En el Polo Educativo Hurlingham ya no saben cómo hacer para que algunos funcionarios no denominen a esas las escuelas como “las del Padre Grassi”, cómo hacer para que la gente deje de pedirle un viaje “hasta la fundación” a los choferes de colectivo. El arco de la entrada principal decía, hace menos de un año, “Hogar Don Bosco” en letras grandes y “Fundación Felices” en letras pequeñas. Un nuevo consejo directivo había borrado -sin acondicionar los márgenes- las palabras “Los Niños” en un esbozo por lavar y rescatar la obra solidaria del cura, ya sin el cura como faro. Lo que perdura en el imaginario popular se repite también en Google: la búsqueda de “Fundación Felices los Niños” atribuye en el mapa el ingreso al campus con un cartel rojo que bien aclara “cerrado permanentemente”.
Lo que hay es lo que subsiste de aquel tiempo en el que el Grassi miserable que cometía abusos sexuales a menores de edad se disfrazaba de un benefactor para pulular por los programas televisivos de Mirtha Legrand, Lita de Lázari, Georgina Barbarrosa, Carmen Barbieri, Mariano Grondona y Chiche Gelblung pidiendo donaciones para su obra magnánima. Las cámaras lo seducían: en las entrevistas confesaba su devoción por la actuación y por la difusión del reino de dios. En su raid mediático tejió vínculos con personalidades de la farándula y del poder. El Padre Grassi era una persona pública: el cura famoso detrás de una causa solidaria.
Sacerdote desde 1987, mamó el fulgor del menemismo. Rechazó, agradecido, un cargo en la Secretaría de Desarrollo Social en 1992 y, años después, un puesto en el Consejo Nacional del Menor y la Familia. Se hizo íntimo de dos ministros de Economía en los mandatos presidenciales de Carlos Menem: Domingo Cavallo y Roque Fernández. Apeló a esos contactos encumbrados para conseguirle un dónde a su propósito de ayuda social. Identificó que enfrente de la casa del monseñor Justo Laguna, obispo de Morón, había un predio en desuso de 65 hectáreas que pertenecía al Instituto Forestal Nacional.
Grassi visualizó su gesta ahí. El propio Bernardo Neustadt reconoció, por entonces y en diálogo con La Nación, que medió para que el presidente y el ministro de economía le cumplieran el sueño. Cavallo intervino: le solicitó el terreno a la Secretaría de Agricultura, que lo declaró vacante y lo cedió a la órbita del Ministerio de Economía, según consiste en el decreto 713/93. Un subsidio de cuatro millones y medio de pesos otorgado por el ministro fue la génesis: en 1993, la Fundación Felices los Niños inició la ocupación del predio de Hurlingham. Solo no tenía incidencia en tres hectáreas que resistieron el avance del imperio Grassi y su posterior fragmentación: el Centro de Investigación y Desarrollo de la Industria de la Madera y Afines, perteneciente al INTI, perdura desde 1977 en el mismo sitio.
Grassi inventó una entrada principal e instaló un arco de bienvenida. Montó colegios primarios y secundarios de financiación privada. Levantó edificios. Regó monumentos y estatuas de estética religiosa por todo el terreno: el viejo Don Bosco, el San Pantaleón, una Virgen de Luján de cuatro metros de altura, una madre rodeada de cinco niños, cruces más chicas, cruces más grandes, monolitos. Erigió una capilla vidriada escondida en los confines del bosque. Edificó su propia casa y hogares colectivos de dos pisos donde vivían monjas, niñas y niños. Ahí, en la sede central de Hurlingham, hospedaban a 400 menores y asistían a otros 1.500. En los 21 hogares que Grassi había sembrado por el país, eran 6.300 los niños y niñas que representaban a la Fundación Felices los Niños: recibían comida, abrigo, educación, techo y formación espiritual. Las donaciones inundaban las arcas del hogar. La billetera del Padre Grassi presumía de un presupuesto superior a los cinco millones de dólares.
El 23 de octubre de 2002 -hace dos décadas puntuales- es el día de la caída del imperio. La emisión de una investigación periodística sembró la sospecha: el cura habría cometido abuso sexual a jóvenes internados en su fundación. El juez de Morón Humberto Meade dictó el pedido de captura del padre, ese hombre de sotana y semblante frágil que se paseaba por los canales de televisión con cara de bueno. Permaneció prófugo: se escabulló en el baúl de un vehículo para escapar de un estudio de televisión hasta que se entregó en el piso del programa de Mauro Viale, Mediodías con Mauro. Declaró ante el juez y quedó detenido en la DDI de Morón, alojado en una celda individual que solía ser destinada para violadores o policías detenidos.
Siete años después, el 10 de junio de 2009, el Tribunal Oral Nº1 de Morón, integrado por los jueces Luis Andueza, Jorge Carrera y Mario Gómez, condenó a Grassi a la pena de 15 años de prisión. Lo absolvieron de todas las imputaciones menos la de un chico al que denominaron “Gabriel”, quien había brindado un testimonio desgarrador: “Yo tenía 15 años, me senté en la falda de él y me empezó a tocar la pierna y empezó a subir. Me puse todo rojo y él me dijo que no le dijera nada a nadie. Me dijo que los hombres se tienen que conocer. Y como yo no tenía un padre al lado mío, él era quien me tenía que enseñar de la vida”.
Hubo una primera denuncia de abuso en 1991 y otra denuncia por malversación de fondos tiempo después. La condena de 2009 fue ratificada por la Suprema Corte bonaerense, que ordenó su detención. A Grassi se lo consideró “autor reiterado de los delitos de abuso sexual agravado por resultar sacerdote, encargado de la educación y guarda del menor-víctima en concurso real entre sí, que a su vez concurren idealmente con corrupción de menores agravada por su condición de encargado de la educación y de la guarda, cometidos en perjuicio de un menor”.
Tenía previsto recuperar su libertad el 7 de agosto de 2026, pero la Sala I de la Cámara de Apelaciones de Morón dictó el martes 28 de junio de 2022 una ampliación de la pena de prisión por haber usado donaciones en beneficio propio. La Corte Suprema de Justicia había dejado firme en marzo de 2020 una condena por “peculado”: la Justicia comprobó que el sacerdote Julio César Grassi había pagado el alquiler de dos quintas con dinero de la Fundación Felices los Niños. Una de las residencias era La Blanquita, una casa quinta de 7.200 metros cuadrados, con pileta de natación, cancha de tenis y demás comodidades, ubicada frente a la sede central del hogar y donde fijó domicilio cuando le prohibieron seguir viviendo dentro del predio de Hurlingham.
Derogado el beneficio del 2x1, la pena impuesta al cura vencerá el 30 de mayo de 2028. Hasta entonces, Grassi seguirá purgando su condena encerrado en el pabellón 6 de la Unidad Penitenciaria Nº 41 de Campana.
Las ruinas de su obra quedan a una hora de distancia del penal. El arco de bienvenida del acceso principal ya no es más naranja. Ahora, en letras blancas delante de un fondo gris dice “Polo Educativo Hurlingham”. Google todavía no lo distingue como tal. Dos figuras religiosas componen la visual de la entrada: están amuradas y no pueden ser removidas sencillamente. Así como los vestigios de la fundación y la herencia Grassi permanece indeleble en estatuas, placas de cerámica, dibujos en paredes y el amarillo, rojo y azul del logo del hogar que resiste el embate de los años. Resta voluntad política para desarmar ese legado y construir una nueva identidad. El acceso principal, custodiado por esculturas grandilocuentes de vírgenes, ángeles y santos, tiene una garita vacía y vandalizada. No hay portero: son las mismas docentes las que deben abrir y cerrar el portón.
La Dirección General de Cultura y Educación de la provincia de Buenos Aires no entregó información sobre la cantidad de alumnos y personal docente asignado al polo educativo. En el lugar funcionan diez establecimientos públicos: dos jardines maternales, un jardín de infantes, una escuela primaria, una escuela de educación especial, un centro de formación profesional, un centro educativo de nivel secundario, una escuela de educación secundaria agraria, una escuela secundaria de arte, una escuela para adultos y un instituto superior de formación docente y técnica. Los nombres de los colegios cambiaron de santos a números: donde antes había niños y jóvenes, hoy sigue habiendo niños y jóvenes.
La Agencia de Administración de Bienes del Estado le otorgó parcelas del predio al Polo Educativo Hurlingham en concepto de cesión precaria de uso. Los establecimientos están en constante evaluación: la tentación de los desarrollos inmobiliarios es alta y los rumores de barrios privados proliferan. 49 de las 62 hectáreas que habían pertenecido a la fundación se resguardan en la Reserva Natural Presidente Néstor Kirchner, inaugurada por el municipio de Hurlingham en junio de este año. El espacio rescata reminiscencias del ex Instituto Forestal Nacional (IFONA): la conservación de un bosque mixto, una colección de nueve mil ejemplares de árboles vivos en un amplio pulmón verde del conurbano bonaerense.
La monstruosa Virgen de Luján de cuatro metros vigila el ingreso a la reserva. De la reja cuelgan ofrendas y dos candados en las puertas de un espacio público que solo abre los sábados y domingos de 9:30 a 17 horas, únicamente en primavera y verano. Adentro, un cartel anuncia los atractivos del lugar: área de descanso, oficinas, sanitarios, cuatro senderos y una capilla. El mapa del recorrido incluye a la capilla vidriada que Grassi ordenó construir entre los árboles, en medio del bosque.
La reserva -y las tres hectáreas del INTI- interrumpen la hilera de edificios educativos que se reparten el ancho de la avenida Gorriti. Detrás de ellos, las huellas de la opulencia. Había tres viejos vagones de ferrocarril construidos en madera reconvertidos en aulas para talleres y tres grandes tinglados de chapa que, en los tiempos de la intervención de la fundación, acumulaban herramientas de apicultura, muebles de madera, pupitres, chatarra y vehículos deteriorados: desde una ambulancia hasta -según testigos- un Menemóvil. La vegetación ahora esconde esas cicatrices.
Lo que no logra ocultar son las maderas carbonizadas, las montañas de cenizas, los hierros chamuscados y los plásticos derretidos de la casa donde vivía Julio César Grassi. La vivienda siniestrada se ve desde la calle: queda el esqueleto de dos oficinas, un baño, un living, una capilla privada con imágenes de Don Bosco y de la Virgen María pintadas por los niños, una habitación en el primer piso, una escalera al altillo donde también había una cama. Todo eso desapareció en un misterioso incendio. Eso más presuntas documentaciones y filmaciones privadas del párroco en la casa donde se sospecha cometió los abusos que lo llevaron a prisión.
La estructura de la casa incendiada sobrevive. Lo que ya no está se vendió. El 18 de enero de 2018 una subasta celebrada en el Hotel Castelar remató 122 lotes que pertenecían a la fundación. Participaron cincuenta compradores: la recaudación ascendió a los 1.700.000 pesos. Desmantelaron los vagones, los depósitos y los tinglados, adquirieron hamacas, sube y baja y otros juegos infantiles, arcos de fútbol, armarios, camas, colchones, estatuillas de santos, un pedestal, una cruz, el mobiliario sobrante de un hogar religioso que apadrinaba a 1.500 niños. “Se vendió todo y lo que no se vendió se robaba. Todos los días faltaba algo”, contó el psicólogo Franco Lindon, vicedirector de la fundación cuando, un año antes de la disolución total, participó de un esfuerzo por retomar la misión de educar y alimentar a niños en situación de vulnerabilidad con fondos remitidos por la Secretaría de la Niñez bonaerense.
La Agencia de Administración de Bienes del Estado le cedió una parcela del espacio a Conin, la organización sin fines de lucro fundada en 1993 por el doctor Abel Albino y dedicada a combatir la desnutrición infantil. Ocupan un edificio contiguo al polo educativo que permaneció cerrado en pandemia y que hoy funciona como soporte para actividades extraescolares en contraturno. Tiene una huerta comunitaria, juegos infantiles y una cancha de voley donde antes, contemporáneo a la era Grassi, estaba “el chalecito”, el hogar de las madres adolescentes.
En octubre de 2019, el organismo rector de los terrenos públicos le concedió una cesión precaria de uso al Obispado de Morón, revalidada a mediados de 2021. En Hurlingham no había una casa comunitaria de lucha contra las adicciones para adultos hombres. Las viejas barracas de la fundación suponían un espacio físico ideal para encomendar una labor de reintegración social. El domingo 23 de marzo de 2020, con el aislamiento social, preventivo y obligatorio por el coronavirus cumpliendo su tercer día, la Casa de Hermanos Juanito Bosco y la Casa de Niñas Madre Piedad de la Cruz recibieron a un grupo de personas en rehabilitación.
El hogar Nuestra Señora del Buen Viaje depende del colectivo Buen samaritano, simpatiza con la filosofía del Hogar de Cristo aunque con menos prédica religiosa, es afecto a la obra del Padre Bachi en Villa Palito, apadrinado por Cáritas y subvencionado por Sedronar, la secretaría de políticas integrales sobre drogas de la nación. Viven sesenta varones de 18 a 63 años bajo la regulación de dos coordinadores y ocho acompañantes, todos egresados de la institución. “No solo da respuestas a personas en situación de consumo, sino a personas con problemas habitacionales o en situación de calle. El espacio busca dar una respuesta a una problemática social”, describe Nicolás, de 27 años, uno de los coordinadores, bajo la sombra de un árbol, sentado en una silla de oficina, delante de un escritorio de oficina, en la intemperie de una esquina del patio delantero.
Es de día. Ya desayunaron todos. Son las raíces de un almuerzo en proceso. El escenario se completa con perros que no son de nadie, sillas y bancos que son de todos, caños despintados de donde cuelgan hamacas también despintadas, personas en ronda cobijados por la copa de otro árbol, en ronda alrededor de un mate o en ronda en torno a una charla trivial, las líneas perimetrales de cal de una cancha de fútbol-tenis sin red, un acceso vehicular casero, unos bancos de madera que alguna vez fueron pallets, un cartel de color blanco sostenido por ramas que dice “Bienvenidos”, otro de color madera donde se lee “El Buensa” y un tercero que desea “Buen viaje”. A la espalda de estos carteles recientes, el vestigio de un pasado próspero: un busto -la piedra fundamental- con una leyenda que presume “Hogar, escuela, granja, taller Don Bosco. Fundación Felices los Niños. Puesta por el presidente de la Nación, dr. Carlos S. Menem, y el ministro de Economía, Obras y Servicios Públicos, dr. Domingo F. Cavallo. Hurlingham, 12 de abril de 1994″.
La calma de la mañana tiene de fondo el sonido de voces sutiles, música que proviene de algún parlante y el traqueteo de máquinas. El espacio se debate entre lo que fue y lo que es. El primer edificio está en obra. Era la Casa de Hermanos Juanito Bosco, donde antes vivían y dormían los niños de la fundación, donde después del procesamiento del cura quedó a merced del tiempo, el abandono, la delincuencia y los sin techo. “Esa casa no se podía usar -dice el padre Germán Meling, vicepresidente de Cáritas Morón, guía del hogar-, se habían llevado la bomba, los caños, no había vidrios, ventanas, marcos. No estaba usurpada pero había gente de la calle que vivía ahí, gente con patologías muy graves, chicos que no tenían lenguaje”.
En una esquina de esa estructura desamparada, una pared de ladrillos reviste signos de intervención: la pintaron de blanco, la titularon “el Buen Samaritano”, dibujaron el rostro del padre Bachi y escribieron “busquen ser libres”. Al costado izquierdo, en la continuidad del sendero, la edificación principal: una cabaña de dos pisos con techo verde y un frente que alterna pared de ladrillos con columnas de material pintadas en blanco. En la entrada principal, una placa de 24 azulejos recuerda lo que allí había: “Casa de Niñas Madre Piedad de la Cruz. Fundación Felices los Niños”. En una entrada secundaria, la imagen de El Principito acompañada de la frase “Todos los mayores han sido primero niños” remite al tiempo en el que allí había menores.
El complejo donde antes vivían niñas y monjas hoy alberga la fase uno del programa de recuperación de personas con problemas de adicción. El acceso es amplio. A la izquierda, una oficina de recepción conserva la única computadora que funciona y una puerta cerrada con candado y con un papel pegado que informa “Economía de la casa” resguarda los víveres del instituto. A la derecha, una pared recién pintada, una vitrina desbordante de trofeos, tres parlantes en el piso junto a un cartel de telgopor que de un lado dice “Bienbenidos (sic) a la familia” y del otro “Feliz Día del Niño”, la puerta que da a la cocina y una gran maqueta cubierta por un vidrio sucio que enseña el mapa original de las 62 hectáreas donadas a la fundación hace 29 años. Ese prototipo miniatura permite constatar lo que permanece y lo que desapareció del feudo del sacerdote mediático.
Un pulmón verde es el centro neurálgico de la casa comunitaria. Las paredes cubiertas de ventanas -las que no tienen vidrio y las que tienen el vidrio roto- ofrecen una visión general del complejo. Los síntomas del desamparo se repiten. La escena transmite la estética de un edificio abandonado en vías de recuperación: espasmos modestos de reconstrucción. La primera sala del ala derecha descubre un sitio de encuentro: sillas puestas en un radio circular frente a un escritorio que sostiene un televisor con panza, un DVD y un cajón de verdulería lleno de CDs. En el fondo se construye una panadería y una cocina con ladrillos construidos ahí mismo. En las paredes de amarillo gastado se distinguen diez hojas blancas con inscripciones en su interior: “Responzabilidad (sic), autenticidad, escucha, compasión, amor, felicidad, congruencia, aceptación, empatía y comunicación”. Todos los viernes los egresados se reúnen para compartir sus experiencias y todos los días después de la merienda, los internados eligen una película para ver: Thor es la favorita.
La segunda sala es de reflexión y ocio. Persianas caídas le dan un aspecto lúgubre a una habitación que resguarda una cruz de casi dos metros, libros viejos, sillas de plástico y una mesa de billar. El siguiente espacio tiene la puerta recostada y trabada por bloques de cemento, el recurso empleado para que los perros no ingresen a la cancha techada y muerdan la pelota. Es una cancha de fútbol cinco techada reconvertida en salón cubierto de usos múltiples. Al fondo, una cuarta sala permanece cerrada con llave. Resguarda una perforadora, una fotocopiadora, una impresora y siete computadoras de escritorio que habrán sido modernas en finales del siglo pasado. Perdura, persistente y colgado de una pared, un calefón de cuando en el sitio cocinaban las monjas, al lado de una hilera de bloques confeccionados cuando el sitio se destinó a la fase tres del programa de rehabilitación. En una esquina se acumulan colchones y frazadas a estrenar: la razón de por qué el cuarto tiene restringido el ingreso.
Una bandera roja, un espejo roto, una silla de plástico, un escritorio de madera, una mesa, ropa colgada, una mesa de ping-pong desmejorada. Los pasillos atestiguan la desidia y la desesperanza. Aunque no para los habitantes, quienes recuerdan que cuando llegaron no estaban ni las tomas de las luces, ni los focos de las luces, ni los cables de las luces. El desamparo es, apenas, estructural. En el hogar se distribuyen tareas de cuidado, limpieza y mantenimiento del edificio. Reparan y resignifican lo que tienen a mano, lo que pueden. Pintaron una pared de blanco con donaciones de familiares. Uno se animó a dibujar una virgen y a escribir “Los amo con el alma porque el alma nunca muere”. Al lado, dos reminiscencias noventistas confrontan el ayer y el hoy: un dibujo de Bugs Bunny y la leyenda Hip Hop.
El ala izquierda se lo dividen el criadero de gallinas y los tres complejos habitacionales: cada uno dispone de un inodoro, una ducha y tres cuartos con capacidad para cinco personas. Cuando entraron, solo había dos habitaciones en condiciones de uso. “El espacio estaba abierto y vandalizado. Los baños no tenían griferías. Habían sacado todo el metal posible. Las puertas no tenían ni marcos. Pintamos, arreglamos las persianas, las ventanas, las estufas, las paredes, la iluminación”, relata Braian, de 26 años, uno de los acompañantes. Lo hacen -dice- gracias a las donaciones de privados, de instituciones religiosas y de familiares, y para mejorar la calidad de su estadía.
La actividad se circunscribe a la planta baja. En el primer piso, el abandono es declarado: paredes, pisos y techos descascarados, sin griferías ni electricidad, cortinas caídas, agua estancada. Lo que falta fue robado y lo que perdura está roto. Los residuos de un salón recreativo que presenta una pared con una pintura de monos, tucanes y plantas, y enfrente una pared caída habilita el precipicio al patio trasero. Una guarda de flores descoloridas se mezcla en el paisaje con un tender de ropa húmeda, un gimnasio casero dotado de pesas de cemento y arena, ventanas que no dan reflejo y marcos sin puertas que conceden el ingreso a salas demacradas.
Dos paredes de durlock cortan el pasillo en la planta superior. Es la franja de paz con Gendarmería. La base operativa de Hurlingham, otro segmento cedido por la Agencia de Administración de Bienes del Estado, lleva menos de un año en ejercicio. Donde antes, en la época dorada de la fundación, se desplegaban las habitaciones de los más pequeños, el comedor y parte de la cocina, hoy es un sitio ocupado por gendarmes. Desde el hogar denuncian que “sus vecinos” fueron copando su edificio de a poco: la conquista comenzó en el ala izquierda del primer piso. La frontera es el durlock: de un lado el ruido de obra, del otro el griterío exagerado de un gimnasio dispuesto estratégicamente para actuar de coto.
A la espalda de la barraca, donde antes había montañas de basura, animales muertos, yuyos desbordados, olores inhumanos y cadáveres de autos, ahora hay una huerta donde crecen perejil, zanahorias, zapallo, lechuga, acelga, tomate. Instruye el INTA y prevalece el sentido terapéutico del acto de plantar. No es la única pedagogía que brota en el hogar. Entre los sesenta, veinte acuden al Centro Educativo de Nivel Secundario para iniciar o concluir sus estudios. La escuela para adultos está en la otra esquina del predio y pertenece al polo educativo. La escolaridad de personas en situación de vulnerabilidad es una de las pocas relaciones que entablan los cinco espacios que se dividen las 62 hectáreas: Gendarmería, el Buen Samaritano, Conin, Polo Educativo Hurlingham y la Reserva Natural.
El sábado 22 de octubre se celebró una misa en donde 25 personas de todos las casas comunitarias del Buen Samaritano recibieron el alta. Nueve pertenecían al hogar Nuestra Señora del Buen Viaje. Es la segunda promoción del establecimiento: once egresaron el 29 de septiembre del año pasado tras superar las cuatro etapas de recuperación del programa, que va desde alcanzar la abstinencia hasta proyectar un futuro con un trabajo estable y vínculos afectivos reforzados. “En un lugar donde hubo dolor hacemos cosas que dan vida”, celebra el padre Meling.
Hubo música, comida, familias y un campeonato de fútbol. En las últimas dos semanas, todos los días después de almorzar dos equipos del hogar jugaban un partido que duraba más de dos horas. Los arcos están, las redes fueron donadas, las dimensiones son exactas, el pasto se corta periódicamente. La cancha de once emplazada en medio del bosque presentó un marco perfecto. La final entre Buen Viaje y San Miguel se suspendió. La jornada se extendió. Los micros debían emprender el regreso a las 18:30. Para entonces ya no había luz en la cancha. Guardan un espacio en la vitrina del hogar, esa que está al lado de la maqueta sucia.
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