El martes pasado en el Malba, la organización de derechos humanos Amnistía Internacional realizó la primera edición de sus premios Voces que Transforman, donde reconoció a una treintena de mujeres que tuvieron una labor destacada en la lucha por la sanción de la ley de aborto legal, “en un contexto donde –como dijo en su discurso Mariela Belski, directora ejecutiva de la ong– los discursos hostiles han ganado y ganan protagonismo”.
Era un clima de emoción y alegría por ese logro tan ansiado sobre la autonomía de nuestros cuerpos y la mayoría no pensamos en ese momento que parte de la amenaza a nuestras conquistas no proviene de la iglesia, ni de la ultra derecha ni de los medios hegemónicos, sino que se afinca hasta en el mismo organismo creado para defendernos: el Ministerio de las Mujeres, Diversidad y Géneros.
Es cierto, cuando hace un par de semanas la entonces ministra Elizabeth Gómez Alcorta renunció a su cargo en medio del conflicto mapuche, pero también tras una sangría de cuadros del feminismo que hace tiempo venían dando un paso al costado de puestos clave por diferencias con su gestión, el cargo que quedó vacante era una papa caliente sobre la que casi nadie quería vaciar su prestigio. Sin embargo, también dice mucho que la reemplazante elegida haya sido una política que en 2018, en pleno debate, se declaró “completamente en contra de la despenalización del aborto”.
Este miércoles, Ayelén Mazzina aclaró en conferencia de prensa que había cambiado su posición, y claro que es válido hacerlo, fue el caso de muchísimos argentinos y argentinas que terminaron por apoyar la marea verde. Aunque también parece responder a la vieja frase atribuida a Groucho Marx: “Éstos son mis principios, y si no les gustan, tengo otros”.
Sería lo de menos. Mientras, de cara al próximo ballotage brasileño, Lula se lanzó a buscar el voto evangelista que fue clave para Bolsonaro y manifestó en una carta pública que está en contra del aborto –que en ese país sólo es legal en caso de violación o riesgo de vida–, ¿por qué no pensar que así como la derecha tradicional acerca posiciones con el ultra conservadurismo, la izquierda supuestamente comprometida con los derechos también hace lo propio?
Después de todo, lo que importa en Brasil como en el resto del mundo es simplemente ganar elecciones, y así los discursos reaccionarios crecen en los lugares menos obvios. Tanto, que el progresismo latinoamericano parece abrirles la puerta. Es fácil (y también bastante ridículo) pelearse con ese clon de Berni que se hace llamar Alfa en la reabierta casa de Gran Hermano y también con el participante libertario –orgullosos ambos de su machismo recalcitrante–, pero el entretenimiento debería ser sólo eso.
En cambio, en lo concreto, es casi obsceno haberle dado el control de nuestro ministerio a alguien que hasta hace tan poco, y cuando más necesarias eran las voces para transformar las cosas, estaba en contra de los derechos. Y el “casi” sobra por completo si pensamos que quien la nombró es nada menos que el hombre que se decía “feliz de haberle puesto fin al patriarcado”.
A mí también me asustan los discursos de odio y los ataques contra las que siguen alzando la voz, pese a todo –incluidos los escraches en el prime time de la televisión–; me asusta que chicos de veinte años escuden su misoginia desempolvando definiciones políticas como el minarquismo o el anarcocapitalismo. Siempre pienso que son jóvenes que crecieron en la primavera feminista del #NiUnaMenos y que alguna responsabilidad tuvimos si en vez de alentarlos a crecer en la diversidad ideológica y el abrazo a los derechos los hicimos sentirse tan excluidos que ahora militan la violencia.
Pero sobre todo me asusta que esa violencia se naturalice en espacios de pensamiento racionales, que apoyaron el cambio cultural tanto desde la izquierda como desde la centroderecha, y ahora se acercan peligrosamente a conquistar un electorado ultra conservador que pone en riesgo nuestras conquistas. Me asusta que ni siquiera se respeten nuestros espacios sagrados, y que un gobierno que se dice progresista justifique sin vergüenza el nombramiento de una ministra de las Mujeres que militó públicamente contra nosotras. Porque no, no se puede ser feminista y estar en contra de la autonomía sobre el propio cuerpo. Y menos una feminista popular, como se presenta la funcionaria.
Me asusta también porque le abre el juego a los que siempre aprovechan para decretar livianamente que hay que cerrar un organismo que también fue una conquista y es absolutamente necesario cuando todavía muere una mujer por día.
De nuevo, ¿se puede cambiar de idea? Claro que sí, los grandes avances sociales de la humanidad están hechos de esos saltos que nos permiten repensarnos, de las dudas que nos dejan ver que estábamos equivocados, sobre todo cuando se trata de restringir la libertad de los otros. En ese casillero Mazzina tiene una deuda todavía más evidente: su silencio tras la muerte de Florencia Magalí Morales –detenida en 2020 por violar la cuarentena mientras otros festejaban– a manos de la policía puntana, cuando la ahora ministra era secretaria de la Mujer en San Luis.
Que haya cambiado de idea es algo para celebrar, seguramente. Para ponerla al frente del ministerio que vela por los destinos de las mujeres y las diversidades, lo dudo mucho. En todo caso, parece un guiño, otro más en línea con las piruetas que hacen los políticos en general para cooptar el rancio giro internacional que vuelve a abogar por leyes que criminalizan a las personas LGBTIQ y se oponen a los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. Por algo se destacó tanto que Mazzina es lesbiana: hay que abarcar nuevos públicos sin perder del todo a la base militante. Exactamente por eso que decía Groucho, o mejor, parafraseándolo: “Si no les gusta mi pañuelo, tengo otro”.
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