El 8 de septiembre murió la Reina Isabel II del Reino Unido. Fue impresionante la cobertura de prensa. Hubo una catarata de necrológicas, casi todas desmesuradas. Es cierto que fue una longeva protagonista y testigo del siglo XX y parte de éste, pero es un despropósito calificar de gran estadista a alguien que nunca gobernó.
Sin embargo, hay una lección que aprender de la parafernalia ceremonial y discursiva que rodeó la despedida de Queen Elizabeth II, y es la de cómo defienden, legitiman y exaltan los británicos su historia, su pasado -sin beneficio de inventario- y los símbolos materiales e inmateriales que lo encarnan. Lección que deberían aprender nuestros políticos vergonzantes que habilitan y hasta celebran el deconstructivismo. Que aplauden cuando se habla mal de su país en el exterior porque creen poder sacar alguna ventaja de ello y no ven que, de cara al mundo, Argentina es una sola. Es lo que los británicos tienen bien claro.
En España, en cambio, en vez de enorgullecerse de una de las gestas más impresionantes de la historia de la humanidad, algunos políticos se dejan amedrentar por los reclamos extemporáneos de ciertos demagogos latinoamericanos. “Abrumadas por la Leyenda Negra, las elites dirigentes españolas llevan siglos asumiendo con contrición los mitos y falsedades elaborados contra la presencia de España en América”, dijo el historiador Fernando J. Padilla Angulo en 2019, sobre la desdichada decisión de España de no conmemorar los 500 años de la conquista de México por Hernán Cortés.
España también tuvo su Reina Isabel y deberíamos llamarla La Grande porque como política, como estadista, estuvo a años luz de su recientemente fallecida tocaya británica.
Si el feminismo de hoy fuese un auténtico movimiento de liberación de nuestro género, debería interesarse por ella. Porque si hubo en la historia una mujer protagonista, líder, estadista, fue justamente Isabel la Católica quien, junto a su esposo, Fernando de Aragón, formó uno de los matrimonios más igualitarios de la historia y un cogobierno perfecto.
Pero el neofeminismo es ahistórico, desconoce el pasado o lo deforma; está además penetrado por la ideología de género y por un anticatolicismo tan rabioso como infundado.
La figura de Isabel de Castilla contradice el postulado neofeminista de la invisibilidad de la mujer en la historia y también desmonta la leyenda negra de la conquista española, como veremos. Un tercer elemento que le agrega atractivo al personaje es su vida novelesca, de la que sin embargo sabemos muy poco. Afortunadamente, en 2012, la Televisión Española hizo una serie, Isabel, de excelente factura y que hace honor a los Reyes Católicos.
En 2021, me invitaron a dar una charla sobre Isabel la Católica por el Día de la Mujer (una elección contra la corriente), y en la presentación, el abogado e historiador Pablo Yurman decía: “¿Por qué incluir a Isabel de Castilla en un panel sobre historia argentina? Porque la Argentina no nació de un repollo, como coloquialmente se dice, un 25 de mayo de 1810. El proceso de formación de nuestra identidad duró varios siglos, y los Reyes Católicos tuvieron mucho que ver con nuestra historia, pero son ilustres desconocidos; en el mejor de los casos, se los considera parte de la historia de otro país”.
Ilustres desconocidos. Nunca mejor dicho. Sus nombres nos son muy familiares. Pero poco y nada sabemos de sus vidas sin embargo fascinantes. Un casamiento clandestino y flojo de papeles, una joven que se pone la corona a sí misma, una larga guerra civil para poder asentar su poder, un perfecto co-gobierno entre cónyuges, la unión de Castilla y Aragón, el fin de la Reconquista, la audaz decisión de apoyar a Cristóbal Colón, en cuya aventura pocos creían; la vida de Isabel y Fernando está llena de atractivos que vuelven inexplicable la poca atención que les prestamos.
Su reinado fue uno de los más admirados y no sólo por sus súbditos. Recordemos que Fernando de Aragón fue el estadista que inspiró El Príncipe de Maquiavelo, que dijo de él: “De rey sin poder se convirtió en el más glorioso de los monarcas cristianos. Y si consideras sus acciones, las encontrará notables, y algunas por completo extraordinarias”.
UN CASAMIENTO DESAFIANTE
A los 18 años, Isabel se casó con Fernando de Aragón (de 17), boda y alianza política que ella misma negoció. A los 23, se autoproclamó reina de Castilla.
Ambas hechos no fueron fruto del azar, sino de un destino que asumió con una visión política y una fuerza de voluntad admirables. Isabel no era la heredera natural al trono de Castilla, ocupado por su medio hermano Enrique IV. Pero la muerte de su hermano menor Alfonso, a los 15 años, y la debilidad política del reinado de Enrique, sumado a la vocación y la conciencia de poder de la propia Isabel, abrieron esa posibilidad para ella. Desde entonces, rodeada de buenos consejeros y con el respaldo de parte de la nobleza descontenta con Enrique, trabajó con ese fin.
Eran tiempos en que ser hijo de rey implicaba un destino azaroso: tanto se podía acabar en el trono, como perder -literalmente- la cabeza o la libertad en las luchas dinásticas que solían desatarse con frecuencia entre las casas reinantes e incluso al interior de éstas.
Fue en ese contexto que Isabel dio muestras desde muy joven de madurez, prudencia e inteligencia política a la vez.
Un paso trascendental fue su matrimonio; un hecho claramente político para una princesa.
Ella ya había rechazado varios proyectos matrimoniales de su hermano Enrique IV que deseaba usar políticamente la boda, como era habitual. Isabel proclama que se casará con quien ella quiera. Una declaración radicalmente audaz para la época. Pero que no debe ser leída como el deseo de un matrimonio por amor sino como reflejo de su conciencia política, de la noción que tenía de su potencial y de la voluntad de servir a Castilla y a España. Admirable y precoz determinación: la adolescente que era entonces ya encarnaba el Estado que quería fortalecer.
El elegido fue Fernando de Aragón, cuyo padre, el rey Juan II, también abogaba por una alianza con Castilla. Para concretar la boda, Isabel tuvo que huir de la vigilancia de su hermano. Fernando, por su parte, viajó de incógnito para no levantar sospechas. Fingía ser el sirviente de unos comerciantes, alojandose en humildes posadas en el camino hacia Valladolid, donde se encontraría con Isabel.
Tanto empeño y riesgo para la concreción de esa boda no era fruto de la pasión amorosa. Los novios ni siquiera se conocían. En cambio, compartían lo que hoy llamaríamos un “proyecto político”: completar la unificación de España, uniendo sus reinos y expulsando a los últimos moros de Granada; y fortalecer a la Corona, limitando los privilegios feudales.
No fue una tarea fácil. En la época del complicado casamiento de los futuros Reyes Católicos, tanto Castilla como Aragón estaban convulsionados por guerras civiles, fruto esencialmente de la rivalidad de los nobles entre sí y de la propia inestabilidad de la corona; el Rey todavía era visto como un primus inter pares, lejos de la autoridad que progresivamente irían adquiriendo los monarcas europeos a medida que sus reinos iban entrando en la modernidad, con la consiguiente creación de instituciones estatales centralizadas. Esa será la tarea de los Reyes Católicos.
A eso se sumaba, en el caso de Castilla, la personalidad de Enrique, irreverentemente llamado “El impotente” -que lo era, en lo íntimo y en lo político-, que vivía permanentemente tironeado por los nobles que lo rodeaban.
El reino de Aragón había sido una potencia marítima importante, pero una expansión demasiado ambiciosa -su hegemonía se había extendido hasta Sicilia y más allá- lo había debilitado. Por eso el rey Juan II fue un activo promotor de la unión de su hijo Fernando con Isabel de Castilla. Un casamiento conveniente para Aragón pero también para la unidad de España. Castilla, más agraria y más feudal, estaba sin embargo conociendo una prosperidad creciente y acumulando energías para la expansión marítima.
Isabel, testigo de los débiles reinados de su padre y de su hermano, aspiraba a suceder a este último y no por mera ambición personal.
El historiador francés Pierre Vilar lo explica así: “Isabel representa el orden monárquico contra las turbulencias nobiliarias, la moralidad contra las costumbres degeneradas, la raza reconquistadora contra los judíos y los moros. En 1474, cuando muere Enrique IV, Isabel representa incluso algo más: anuncia la unidad española, ya que desde hace cinco años está casada con el heredero del trono de Aragón” (Historia de España. Crítica, 2010).
El casamiento con Fernando (octubre de 1469) era también para Isabel una liberación; dejaba atrás años de constantes intrigas en la Corte de su hermano -muchas la tenían por objeto o víctima- y podría iniciar su propio camino.
Quedaba un obstáculo por salvar: los novios eran primos segundos; era necesaria una dispensa papal, pero el contexto semiclandestino de la boda obligó al subterfugio. Los consejeros de Isabel falsificaron una bula pontifical…
El matrimonio se consumó de acuerdo a la costumbre; con testigos que vieron la sábana marcada por la virginidad de la novia. El cortesano Fernando del Pulgar describe así a Isabel: “Era de mediana estatura, bien compuesta en su persona, muy blanca e rubia; los ojos entre verdes e azules. El mirar gracioso e honesto, las facciones del rostro bien puestas, la cara muy fermosa e alegre. Era muy cortés en sus fablas”.
Las crónicas de la época sostienen que el amor nació con el enlace y casi de inmediato: Isabel era atractiva y Fernando apasionado. Pese a su juventud, ya tenía dos hijos ilegítimos, a los que mantenía y que ocuparon cargos en su corte aragonesa.
Así, casi en secreto, empezaba la aventura de los futuros Reyes Católicos. Todavía faltaba mucho para llegar al trono. Por años irán tejiendo alianzas. Dejarán de lado a los grandes nobles, los poderosos de la Corte; los conocen, los han padecido. En cambio, buscarán a sus colaboradores en la Iglesia y en la Universidad.
A los 23 años, Isabel, al recibir la noticia de la muerte de Enrique IV, en un gesto que daría envidia a las feministas, sin consultar a su marido que estaba guerreando en la frontera con Francia, se autoproclamó reina de Castilla y se coronó a sí misma.
Pero las cosas no eran tan simples. Enrique dejaba una heredera, de apenas 12 años, Juana la Beltraneja -así llamada porque se creía que no era hija del Rey sino de uno de sus favoritos, Beltrán de la Cueva-, y enseguida se desataron nuevos enfrentamientos entre los partidarios de Isabel y de Juana.
La guerra civil era inevitable y es fácil ver que el triunfo de una u otra princesa marcarían dos caminos muy diferentes para España.
Juana contaba con el apoyo de los grandes nobles, pero también de Portugal y Francia, poco interesados en la unidad de España. Del conflicto que se inicia, en el que Fernando juega un destacado papel militar, Isabel saldrá triunfante, es decir, “la España moderna (que) unirá las tradiciones de Reconquista de Castilla a las ambiciones mediterráneas de Aragón”, dice Vilar. En 1479 se firma la paz con Portugal e Isabel es reconocida como reina de Castilla. Ese mismo año, Fernando hereda la corona de Aragón. Se sella así la unidad entre los dos reinos más poderosos de España.
Empieza entonces el trabajo de consolidar el Estado y el poder de la Corona, asegurar su supremacía sobre los nobles y las ciudades, para superar definitivamente las tendencias facciosas. Se trata de la unidad institucional del reino y de la reconstrucción del patrimonio estatal recuperando propiedades y fuentes de ingreso apropiadas por los nobles.
Isabel y Fernando compartieron el poder y el gobierno de un modo admirable. Ella se empeñó siempre en marcar su territorio: la reina de Castilla era ella. Esto no dejó de traer algunos roces en la pareja. Pero en todas sus resoluciones, la fórmula de rigor era: “El Rey y la Reina…”
Isabel murió el 26 de noviembre de 1504. Tenía 53 años. “Su muerte es para mí el mayor trabajo que en esta vida me podría venir…”, dijo Fernando.
Evocar la trayectoria de Isabel la Católica es más necesario que nunca cuando vemos que resurge la leyenda negra sobre la Conquista y la Colonización españolas,
Esa leyenda tiene tantos siglos como la Conquista pero ha ido cambiando de voceros y de motivaciones. Hoy se está reinstalando en el marco del nuevo movimiento contra el racismo. Así vemos que por ejemplo en Estados Unidos derriban estatuas de Colón e Isabel. ¿Qué tuvieron que ver ellos con el sistema de segregación racial que existió hasta mediados del siglo pasado en algunos estados de ese país?
Pero la leyenda negra implica en el fondo una deslegitimación de nuestra propia historia, porque todas las naciones hispanoamericanas somos resultado de aquel proceso. Isabel tuvo un rol trascendental mucho que ver en ello, no sólo porque respaldó el viaje de Colón, sino porque de 1492 hasta su muerte en 1504, llegó a tomar disposiciones esenciales para la configuración que adquirió la colonización.
Somos como somos en buena medida por la impronta que los Reyes Católicos le dieron a la conquista a través de decisiones tempranas como la de otorgar a los aborígenes el estatus de vasallos de la Corona, prohibir su esclavización y, sobre todo, promover desde un primer momento el mestizaje.
“Cásense españoles con indias e indias con españoles”, fue la orden que en 1503, le dio Isabel a Nicolás Ovando, gobernador de La Española (hoy, República Dominicana y Haití). La Reina le pidió que fomentara los matrimonios mixtos, “que son legítimos y recomendables porque los indios son vasallos libres de la Corona española’”.
Recordar estos hechos permite dar una imagen más equilibrada de la colonización, alejada del falso cliché del genocidio aborigen. La promoción del mestizaje fue una característica distintiva de la colonización española y una decisión que modeló a América con una peculiar fisonomía étnica y social.
A diferencia de otras metrópolis, que instauraron el racismo como sistema -la separación estricta de razas como marco organizacional-, España promovió el mestizaje desde el comienzo y concedió a los nativos americanos el estatus de vasallos libres de la Corona.
El 12 de octubre debería ser el día del mestizaje. América es un continente mestizo. Un mestizaje que hoy está siendo cuestionado por corrientes que buscan resaltar el etnicismo, que con la excusa de rescatar raíces y tradiciones en el fondo ponen las bases para futuras segregaciones basadas en criterios étnicos. El mestizaje lo tenemos que reivindicar y profundizar, porque es la mejor y verdadera respuesta al racismo, a la segregación, a los prejuicios.
El 12 de octubre debería ser también un día para honrar a la Reina Isabel. A Isabel la Católica. A Isabel la Grande.
[Este artículo es una ampliación de mi newsletter, Contracorriente, donde analizo la permanente deconstrucción de nuestra cultura. Para recibirla por correo, suscribirse aquí]
Seguir leyendo: