Una vez más -porque la vida lo había puesto a prueba en varias ocasiones- el entonces gobernador de San Juan, José Luis Gioja, levantó la vista y se encomendó a Dios. Eran las 15.30 del 11 de octubre de 2013 y el helicóptero Bell 407 precipitó a tierra en la zona de Valle Fértil, en plena campaña electoral. “El Flaco”, que solía ocupar la butaca trasera derecha, no se había colocado el cinturón de seguridad porque, de ese modo, podía echar mano en la cartera de la diputada Margarita Ferrá de Bartol, sentada adelante, y robarle chocolates.
Aunque pasaron casi 10 años de aquel episodio que marcó la vida de este peronista acérrimo, actual diputado nacional por la provincia de San Juan y tres veces gobernador (2003-2015), el recuerdo de la polvareda y del chispazo del rotor con un cable de alta tensión que desencadenó en el accidente, aún lo tiene en la retina como si hubiese sido ayer.
De aquel día a este presente, relata en una charla íntima con Infobae, corrió mucha agua debajo del puente: el debate entre la vida y la muerte; incontables cirugías; una rehabilitación que respeta a rajatabla aún hoy, a los 72 años y especialmente la profunda fe religiosa. Y, también, una polémica alrededor de dichos que aparecen en un video difundido en redes sociales durante la marcha en apoyo a Cristina Fernández de Kirchner, tras el intento de magnicidio de la vicepresidenta del primero de septiembre.
En ese documento, un custodio de la dirigente dice algo que puede ser interpretado como “la plata que hemos choreado con éste”, mientras lo señala a Gioja. El diputado nacional aseguró que es un video “mentiroso y editado intencionalmente para intentar opacar la multitudinaria muestra de solidaridad para con la vicepresidenta”. “Es una pelotudez que no tiene nombre y por eso no le di la más mínima trascendencia. Está cortado, editado y preparado para echar por la borda ese momento de apoyo a Cristina. No me molestó, no me incomodó, no existió…”, expresó.
Precisó que el autor de la frase es una persona que se desempeñó como custodio de Néstor Kirchner y luego de su esposa, la actual vicepresidenta. “Nos conocemos desde hace muchos años por algunos viajes en avión y a veces jugábamos al truco. Tal vez lo dijo por los porotos que choreábamos, no lo sé, y tampoco me importa”, aportó y concluyó: “Cuando esta persona se acercó a saludarme en medio de un montón de personas alguien aprovechó a inventar, a editar, es algo previsible. Una operación con todas las letras”.
El diputado nacional del peronismo por la provincia de San Juan y vicepresidente segundo de la Cámara de Diputados recapitula. Más allá del atentado a la presidenta, ensaya un análisis de su propia existencia, atravesada por el día en que un helicóptero de la gobernación cayó en el noreste de la provincia. “Pude frenar un cambio y resetearme, porque recién después de aquella tragedia me di cuenta de que estaba pasado de revoluciones, totalmente animalizado. Solía mirar el reloj a cada rato y darme cuenta de que no había almorzado ni había visto a mis hijos. En una palabra, había perdido la humanidad. Hoy me levanto todos los días y agradezco estar vivo, soy un fanático de esta gran aventura y valoro las pequeñas cosas que antes pasaba por alto: desayunar con Franquito, mi hijo con Síndrome de Down, mirar una serie en Netflix o leer un buen libro”, reflexiona.
El accidente a bordo de aquel helicóptero fue la prueba de vida más reciente pero no la única en que le tocó cerrar los ojos y rogarle a Dios que no lo abandonara. “Después de todo -bromea en medio de una carcajada- Dios es mi ‘consuegro’: mi hija Flavia es religiosa y tengo derecho a pedirle una y otra vez…”.
Gioja había empezado de muy joven a ser un activista de la Juventud Peronista. Fue secretario privado del gobernador Eloy Camus y, ya recibido de ingeniero en Agrimensura, pasó a ocupar el cargo de interventor en el Instituto Provincial de la Vivienda (IPV). En esa misma oficina decidió entregarse cuando los militares en el poder fueron a buscarlo una mañana de marzo de 1976. Se despidió uno por uno del personal, firmó la renuncia y a los pocos minutos se vio vendado y atado en la comisaría central. Sometido y asustado, recuerda hoy.
Gioja ya estaba casado con Rosa Palacio, a quien define como la mejor compañera de vida que jamás imaginó tener, y era padre de Gastón, su hijo mayor, entonces de cuatro meses. En una visita “íntima” a la cárcel concibieron a Franco, hoy de 45, con Síndrome de Down; poco después llegaron Flavia, que pertenece a la congregación de las Esclavas del Corazón de Jesús y vive en Dean Funes, Córdoba, y finalmente Camilo, de 33 años.
Su histórica oficina, situada en 9 de Julio 290, casi esquina Rioja de la capital sanjuanina, es un habitáculo repleto de fotos, recuerdos y libros. Hay imágenes de sus padres, Ricardo Gioja y Adela Manini -hijos de inmigrantes italianos oriundos de la provincia de Buenos Aires-, de sus viajes y de sus hijos. También sobresalen tres imágenes notables donde la estampa de 1,90 metros de Gioja posa con grandes personajes de la historia, el Papa Juan Pablo II; Nelson Mandela y Fidel Castro. “Siempre soñé con conocerlos”, dirá más tarde, para relatar cada una de esas anécdotas con sus palabras típicas: “huevón”; “querás” y sus infaltables palabrotas, además de la “erre” arrastrada en “eye”.
-Después de tantos capítulos difíciles, ¿cuáles fueron los momentos más felices?
-¡Uff! Son muchísimos y muy simples. Hoy la felicidad pasa por llegar a mi casa, darme una ducha de agua caliente o leer un libro. Sin embargo, durante la dictadura estuve 10 meses detenido y todavía me cuesta entender tanto odio, tanta crueldad. Conviví con gente sin alma. Por eso, el 3 de enero de 1977, el día en que me liberaron, fuimos a comer tallarines caseros a la casa de mi vieja y luego a la plaza a tomar un helado. Hacían más de 40 grados de calor y me sentí el hombre más feliz de la tierra. Era libre. Nadie que no haya transitado la prisión tiene la menor idea de lo que significa perder la libertad.
-¿Sobrevivir a un accidente aéreo lo marcó?
-Claro. Cuando uno ve la muerte cerca valora hasta lo más simple. Me acuerdo estar en la cama del Hospital Italiano de Buenos Aires y pensar en la suerte de médicos y enfermeros que andaban de acá para allá. El día en que logré salir caminando fue inexplicable y cada vez que me acuerdo de la llegada a San Juan se me pone la piel de gallina.
-¿Recuerda con precisión el momento previo a la caída del helicóptero?
- Sí, claro, no se veía nada por la tierra y nos pusimos nerviosos. De pronto un golpe eléctrico y Margarita (Ferrá de Bartol, diputada) pegó un grito. Cuando la nave impactó en la tierra fue la única que murió en el acto. Yo tuve suerte porque salí despedido a tierra blanda. Me buscaban dentro del aparato pero estaba a unos cinco metros. En momentos de lucidez recuerdo mi traslado al hospital de Valle Fértil y más tarde al Rawson de San Juan. Algo dentro mío me decía que Margarita había muerto. En Buenos Aires soñé que Daniel Tomas también había fallecido y cuando me fue a visitar me parecía mentira. Un año después, murió. Hoy solo tres de los cinco integrantes estamos vivos, entre ellos el piloto y mi ex secretario.
-¿Hoy cómo está físicamente?
-Si no hiciera rehabilitación tocaría con mi pera el piso. Pero estoy vivo y tengo ganas de seguir viviendo a pesar de que me quedaron múltiples secuelas y fuertes dolores. Si lo pienso, no tengo ganas ni de sacarme una muela y quiero morirme cuando yo lo decida.
-¿Quién es Rosa Palacio en su vida?
-La mujer que se bancó todo. Soy lo que soy gracias a ella. Me flechó cuando era preceptor del Bachillerato Nocturno. “Puchereaba” allí mientras militaba en el PJ y ella era auxiliar de ese mismo colegio. No me daba bola. Desapareció, hasta que la vi nuevamente tres años después y no la dejé pasar. Nos casamos a los nueve meses, el 27 de diciembre de 1974. Dos años después caí preso. Había estado unos días en Buenos Aires y al regresar sabía que me estaban persiguiendo. Mi viejo, de hecho, estaba preso y cuando salió lo metieron a mi hermano. Yo era el próximo y decidí esconderme todo el fin de semana, pero al lunes siguiente me entregué. Cuando llegué a la comisaría central me dieron una patada y me metieron en una pieza. Me sacaron el cinturón y los cordones de los zapatos, me vendaron, encapucharon y me llevaron a la legislatura, donde funcionaba el centro de detención. Ahí empezó el calvario. Me duele contarlo, pero las torturas existieron. No hay don más grande que el de la libertad: es el más perfecto que tiene el ser humano.
-¿Qué recuerda de esos meses?
-La humillación constante, la falta de dignidad. Ni siquiera podía ir al baño solo y me hacían de todo. Me acuerdo de un hijo de puta que me tiró un revólver para que me matara, pero lo arrojé a un costado. Seguía aferrado a la fe. En otra ocasión fui sometido a una “represalia” por parte de 20 gendarmes a quienes había despedido cuando edificábamos un plan de viviendas bajo un sistema de ayuda mutua. Es decir, ellos pagaban con trabajo parte de esas casas. Los terminé reemplazando por otros porque no iban a trabajar. Cuando me vieron detenido se desquitaron, me hicieron todo lo que se les ocurrió. “¿Te acordás cuando nos quitaste las casas?”, me decían mientras me picaneaban. Recuerdo ver la lluvia a través de las rejas y tener un deseo inmenso de mojarme, de salir corriendo. Los simulacros de muerte eran fatales.
-¿Cuándo pudo volver a ver a su esposa y a su hijo?
-Recién cuando me llevaron a la cárcel de Chimba, junto con mi hermano, y tuve la suerte de cruzarme con un tipo al que conocía. Me dijo: “Flaco, quédate tranquilo que te voy a ayudar”. Le pedí que le comunicara a mi esposa dónde estaba y enseguida fue a verme. Nunca me voy a olvidar lo grande que vi a mi hijo Gastón ni el abrazo apretado que le di. Ojo, también conocí gente buena, como un cura que oficiaba de cartero hasta que un día lo descubrieron. Allí, poco después, autorizaron las visitas íntimas y así llegó una vez mi mujer con la novedad de que estaba embarazada. Franco nació el 27 de julio de 1977, cinco meses después de quedar libre.
-¿Fue el fin de la pesadilla?
-Lamentablemente, no. Tiempo después, un grupo descontrolado volvió a buscarme a casa una noche. Eran cinco encapuchados. Mi señora, embarazada de Franco y con Gastón de dos años, quedó en la habitación mientras yo forcejeaba en el comedor con los tipos, que habían ingresado por la fuerza. Cerré los ojos y volví a pedirle a Dios. Lo hice con una fe que todavía recuerdo. “Dios mío, ayudame”, pensaba. Y zafé. Dios aprieta pero no ahorca y siempre se abre una puerta de esperanza. Es el milagro de la vida.
-¿Qué pasó por su cabeza cuando se enteró que el bebé tenía Síndrome de Down?
-Por supuesto, desconocíamos que llegaría al mundo con ese problema. Además, nació asfixiado y hubo que reanirmarlo. Tenía una patología cardíaca, de modo que viajé de urgencia a Buenos Aires con el niño mientras mi esposa se recuperaba en San Juan. Fue un baldazo de agua fría saber su condición, pero la aceptamos enseguida. Franco es una bendición, el regalón de toda la familia y nuestro gran compañero. Era y es muy compinche con su hermana, por eso sufrió muchísimo cuando ella partió al convento.
-¿La decisión de su hija fue otro golpe?
-Sí. Lo sospechábamos porque iba a una escuela religiosa y de a poco empezó a participar de retiros espirituales y convivencias. Eso sí, cuando la dejamos en la congregación fue un momento desgarrador. Sentimos que nos quitaban a nuestra única hija mujer que por entonces tenía 20 años. Mi esposa lloró durante kilómetros y así lo hizo cada vez que íbamos a visitarla, algo que no nos permitían hacer muy seguido. Un día me senté frente a ella y le dije que teníamos que respetarla. Hoy estamos orgullosos al ver su vocación. Tiempo atrás estuvo en África, una gran experiencia para ella.
-¿Cómo define a su hija?
-Un ángel, una santa, no lo digo porque sea mi hija. Flavia es una persona de bajo perfil, buena gente, solidaria y fue siempre mejor compañera en la escuela. Hoy está de visita y me desespero por llegar a casa y verla actuar con sus hermanos, sus sobrinos… Fue nuestro sostén espiritual mientras estuve internado. Ella no está con nosotros pero sentimos que está siempre.
-¿Cómo es en su rol de abuelo?
-Tengo cuatro nietos: dos de Gastón (Fabricio y Catalina) y dos de Camilo, mi hijo menor (Pedro y Eva). Trato de ser el mejor, aunque el amor de padre es diferente al de abuelo. Soy fanático de mi familia.
-¿Cuál es hoy su conclusión mirando hacia atrás?
-Creo que si todos tuviéramos que superar estas lecciones de vida valoraríamos las pequeñas cosas y el mundo funcionaría mejor. Nada resultó gratis, pero no me quejo.
-¿Tiene aspiraciones políticas?
-Estoy pensando qué haré. Siento pasión por esta provincia, un gran desierto con la riqueza que nos brindan las montañas. Si no hacemos minería estamos al horno.
-¿Buscará volver a la gobernación?
-Como siempre digo, no hay que almorzarse la cena. Prefiero ir tranquilo, despacio, sin indigestarme.
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