Empezó por ser el fiscal Strassera, el acusador de los jefes de las tres primeras juntas militares del “Proceso de Reorganización Nacional”, la última y sangrienta dictadura de la Argentina. Y terminó como Julio, para quienes lo conocieron de cerca y lo supieron entrañable, cálido, malhumorado, en estado de rebelión permanente ante las injusticias, radical hasta la médula, impermeable a las bromas corrosivas de sus colegas peronistas, impermeable también, pero con una cargada dosis de desdén, hacia quienes le quitaron el saludo en los umbríos recodos del Palacio de Tribunales, por acusar a los comandantes en el ya legendario juicio de 1985.
Encarnó como propia una formidable acusación que sentó, o volvió a asentar, bases morales perdidas en los años de la dictadura, que habían tambaleado también durante los violentos años ‘70, aquellos años que debieron ser prodigio y sucumbieron al terror de la guerrilla y de la represión ilegal. Y a lo largo del juicio, demostró que había existido un plan criminal de exterminio diseñado, ordenado y hecho cumplir por las juntas militares; que ese plan se había extendido por todo el país cuando ya las fuerzas de la guerrilla estaban agotadas y, si no eliminadas, en retirada; que ese plan criminal que incluía la metodología del secuestro, la tortura y posterior asesinato o encierro en centros clandestinos de detención de miles de personas, afectó a todas las capas sociales del país, a todas las profesiones y hasta a niños que nacieron en cautiverio, fueron arrebatados a sus madres, luego asesinadas, y entregados a otras personas que se apropiaron de su identidad y de su destino.
El final de su alegato entró en la historia: “Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: Nunca más”. La frase, dicha casi en tono calmo, con la voz crepitante y enronquecida de Strassera, desató una ovación en la Sala de Audiencias de la Cámara Federal, obligó al presidente del tribunal, el juez Carlos Arslanián a ordenar a la policía el desalojo de la Sala, y provocó la fría furia del general Jorge Videla, la puteada fervorosa del general Roberto Viola dirigida al público y el arrogante desprecio del almirante Eduardo Massera, entre otras reacciones similares de los militares juzgados.
Antes de su “Nunca más”, Strassera había enumerado una serie de conceptos morales que, una vez demostrados los crímenes de Estado a lo largo de su alegato entre el 11 y el 18 de septiembre de aquel año, no sólo iban dirigidos a una especie de refundación social, sino, y sobre todo, a demoler cualquier estrategia de las defensas, basada en una hipotética “guerra” contra la subversión. “Salvo que la conciencia moral de los argentinos haya descendido a niveles tribales, -dijo Strassera- nadie puede admitir que el secuestro, la tortura o el asesinato constituyan “hechos políticos” o “contingencias del combate”. Ahora que el pueblo argentino ha recuperado el gobierno y control de sus instituciones, yo asumo la responsabilidad de declarar en su nombre que el sadismo no es una ideología política ni una estrategia bélica, sino una perversión moral”.
Otro fragmento de su encendida apelación también hizo historia pero mantiene vigente actualidad: “Los argentinos hemos tratado de obtener la paz fundándola en el olvido, y fracasamos: ya hemos hablado de pasadas y frustradas amnistías. Hemos tratado de buscar la paz por la vía de la violencia y el exterminio del adversario, y fracasamos: me remito al período que acabamos de describir. A partir de este juicio y de la condena que propugno, nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido sino en la memoria; no en la violencia sino en la justicia. Esta es nuestra oportunidad: quizá sea la última”.
¿Quién era el hombre que así hablaba en un momento histórico, decisivo de la historia del país? Un tipo común, envuelto en una realidad abrumadora y difícil, a la que enfrentó con honestidad y valentía. Se dice fácil.
Strassera había nacido en Comodoro Rivadavia en 1932. Fue el azar. Su padre, contable de YPF, había sido enviado a esa ciudad, tentado por un ofrecimiento de cincuenta pesos más en su sueldo. Cuando el chico Strassera cumplió cuatro años, después de una dura vida en el sur, (“Era el desierto, comíamos carne de oveja no había verduras, el viento soplaba a noventa kilómetros por hora”), la familia se instaló en Villa Ballester y Julio hizo el jardín de infantes en una escuela alemana, Hölsters Schule. Enseguida la familia volvió a mudarse a Palermo y Strassera completó los estudios en un colegio del Estado.
Los padres se separaron, Strassera vivió con su madre y fue a parar a un destino que, por entonces, se juzgaba casi infamante: pupilo en un colegio religioso. “Fue en sexto grado y en el colegio San José, del barrio de Balvanera –contó al recordado colega José “Pepe” Eliaschev en 2011- Pero no me recibí de bachiller allí, sino en el Nacional Sarmiento de la calle Libertad. En el San José estuve pupilo cuatro años. Compartíamos el dormitorio unos cuarenta chicos; era un colegio caro pero mi papá consiguió media beca para mí”.
Trabajaba ya antes de ser bachiller. Su amistad con un escenógrafo del Teatro Colón que le enseñó a escuchar a Richard Wagner, lo acercó a la lírica y a la ópera. En alguna charla con algún periodista interesado por la música, Strassera decía dos cosas muy simpáticas: que había ingresado a la lírica al revés, primero por Wagner y después por el ‘bel canto’ italiano, y que su fascinación por lo alemán provenía de sus antepasado. Su abuelo era genovés, pero Strassera estaba convencido de que sus ancestros eran Strasser, alemanes, y que al pasar a Italia, habían agregado una ‘a’ al final.
Sus simpatías políticas ya estaban anidadas de muy joven en el radicalismo, al que seguiría fiel hasta el fin de sus días. Trabajó en un estudio jurídico, en YPF, en otra petrolera, Standard Oil donde de alguna manera forjó su carácter levantisco. Un día, en YPF, le hicieron redactar un memorándum dirigido a la filial de Comodoro Rivadavia. “Lo hice, mi jefe me tachó un “tuviera” y escribió “tendría”. Le dije que: ‘Eso es una brutalidad. Ahora escríbalo usted’ Agarré, renuncié y me mandé a mudar.”
Colegio secundario en la calle Libertad, Teatro Colón, oficinas de YPF, la vida de Strassera rondó siempre el viejo palacio de Tribunales, frente a la Plaza Lavalle, salvo cuando se encontraba con sus amigos de adolescencia en el “Blasón”, un histórico café de Las Heras y Pueyrredón, que ya no existe. Entró tarde a la Facultad de Derecho, a los veinticinco años, sin saber bien por qué. Sus sueños iban por el lado de la ingeniería. Su primer trabajo en Tribunales fue como pinche de última categoría en el Juzgado Federal número 1 a cargo del juez Martín Insaurralde, al inicio de los prodigiosos años ‘60 y a sus treinta años. Se recibió a los treinta y tres, en 1965. “De joven tuve una vocación de justiciero que salía a flote en las discusiones con mis amigos. Un fiscal tiene que tener cierta vocación por la verdad y la justicia”. Su vocación también fue destinada en parte por su primer trabajo en el fuero federal. Strassera decía que, de haber entrado como pinche en un juzgado civil y comercial, hubiese sido civilista y no penalista.
La facultad en la que cursó Strassera estaba en los años 60 muy politizada. Compartió aulas con algunos de los protagonistas de la década siguiente, entre ellos el abogado Mario Hernández, que defendió a los procesados por el secuestro y asesinato del ex presidente Pedro Eugenio Aramburu y hoy figura como desaparecido durante la última dictadura. Como estudiante radical, sus afanes estaban en la ARD Agrupación reformista de Derecho, enfrentada al Movimiento Universitario Reformista (MUR), cercana al Partido Comunista, donde militaba Roberto Quieto, que integraría luego el grupo guerrillero FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias), llegaría a ser uno de los jefes de la guerrilla peronista de Montoneros y fue secuestrado en 1975 por militares y policías y nunca más apareció.
Strassera hizo una veloz y brillante carrera judicial, se casó muy joven y se divorció también muy joven. Y volvió a casarse con Marisa Tobar, quien sería luego la compañera de toda su vida y la madre de sus dos hijos. Cuando el golpe militar del 24 de marzo de 1976, Strassera era secretario del Juzgado Federal 4, a cargo del juez Miguel Ángel Inchausti. Fue fiscal federal durante el “proceso” hasta que lo ascendieron para sacarlo del medio. La historia es muy simpática. En plena dictadura, contaba Strassera a Eliaschev, lo llamó quien era entonces subsecretario de Justicia, el brigadier Laureano Álvarez Estrada. El militar quería saber si tenía en sus manos el hábeas corpus de una persona, un secuestrado, un detenido ilegal. Strassera le dijo que sí, que tenía ese hábeas corpus. Álvarez Estrada pidió entonces que Strassera “aguantara” el trámite tres días porque el presidente Videla estaba de viaje y no había quien firmara el decreto para poner el secuestrado a disposición del Poder Ejecutivo. “Le dije: ‘Lo siento brigadier. Tengo veinticuatro horas para dictaminar. Y si esta persona no está a disposición formal del Poder Ejecutivo, voy a dictaminar que debe hacerse lugar al hábeas corpus’. Eso hice y lo pusieron en libertad. A la semana, me “ascendieron” como juez de sentencia. No me echaron, pero me mandaron al fuero ordinario, a juzgar a delincuentes comunes. Allí estuve hasta que llegó la democracia”.
Ese fue el fiscal federal que se metió de lleno en el juicio a las Juntas. En 1985 Strassera estaba a punto de cumplir 53 años. Sería el 18 de septiembre, el día en que terminó su alegato con su legendario “Señores jueces: Nunca más”. Tenía una carrera judicial de la que se podía retirar con honra; era un tipo austero, vivía con modestia en un departamento cercano a Tribunales; era un apasionado, un polemista nato, capaz de defender sus ideas con una vehemencia y un fervor inamovibles; era incorruptible, de un enorme coraje personal, de una honestidad inclaudicable en un país donde la honestidad a menudo es insoportable; era también imposible de amedrentar y de una independencia absoluta, incluso en charlas reservadas con los jueces con los que, con algunos, sentía un fraternal y mutuo afecto. Era también un fumador empedernido que vivía envuelto en una nube de humo y padecía una diabetes que a veces lo tenía a maltraer: en algunas audiencias del juicio le acercaron de urgencia una Coca Cola para equilibrar su glucosa baja y caprichosa; como amante de la gran música, era tanguero, porteñísimo hasta en los gestos, pese a su nacimiento casual en el sur del país. Tenía hobbies raros y simples: los relojes, por ejemplo. Y los libros viejos, raros, perdidos que buscaba con afán casi todos los sábados, en las librerías de la calle Corrientes.
Como fiscal de la Cámara Federal, jamás imaginó lo que se avecinaba.
Cuando el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas terminó de dar sus vueltas eternas para no juzgar a los ex jefes militares, el gobierno de Raúl Alfonsín, que había reformado el Código de Justicia Militar, sacó la causa de esa jurisdicción y la pasó a la justicia civil y a la Cámara Federal. Strassera la tomó, diría luego, como “una causa más”. Pero no era una causa más. Requería de un equipo jurídico sólido y tenaz. No lo tenía. La mayor parte del Poder Judicial de aquel entonces se negó a integrar la fiscalía de Strassera: se negaban porque no estaban de acuerdo con el juicio a las juntas en un fuero que todavía conservaba rémoras del pasado, o porque sospechaban que el énfasis que había puesto en ese juicio el gobierno de Alfonsín se iba a deshilachar.
Strassera se convirtió entonces en una especie de héroe de película, con el physique du rol que Steven Spielberg elige para sus personajes: un hombre común a cargo de una misión tremenda. Diseñó una estrategia basada en tribunales europeos: juzgar casos paradigmáticos, no importaba la cantidad. El presidente Alfonsín lo recibió una tarde en la Casa de Gobierno, para darle todas las garantías de libertad y seguridad para su trabajo de acusador de las Juntas. Al fiscal le gustaba contar que cuando se despidieron y dio unos pasos hacia la salida del despacho presidencial, Alfonsín le dijo: “Oiga, fiscal… No se vuelva loco”. Y Strassera contestó: “Tarde, presidente”.
No se volvió loco. Llamó a su lado a quien sería su adjunto, Luis Moreno Ocampo, que era un joven, 32 años, secretario de la Procuración y jamás había participado en un juicio; armó un equipo de hombres y mujeres muy jóvenes, todos brillantes y dedicados, conocidos en la ramplona jerga de la prensa como “los fiscalitos de Strassera” y, como un entomólogo, basado en la documentación de la CONADEP (Comisión Nacional por la Desaparición de Personas) desentrañó hebra por hebra el terrorismo de Estado y el plan sistemático de represión que se extendió a todo el país.
Los testimonios de las víctimas y de los familiares de los desaparecidos le dieron al juicio a las Juntas un valor documental impresionante y le sellaron cualquier camino de regreso: el mundo entero miraba aquel proceso, acaso único en la historia, en el que la justicia de un país juzgaba a sus dictadores.
La habitual vehemencia de Strassera se aplacaba ante los dramas humanos que relataban los testigos: torturas terribles, familias deshechas, secuestros de adolescentes, profesionales, docentes, estudiantes, obreros, trabajadores, militares, campesinos, diplomáticos, sacerdotes, delegados gremiales, abogados, médicos, amas de casa, intelectuales… Pero el fiscal solía perder la calma ante las preguntas de los defensores, que parecían acusar o lo hacían de lleno a quienes daban testimonio. Uno de esos profesionales, defensor del general Viola, llamó “detenido” a uno de los testigos. De otro dijo que había declarado en “La Perla” (el centro clandestino de detención y tortura de Córdoba) cuando lo que quería decir era CONADEP. En otra sesión, el mismo abogado habló de “personas secuestradas, bien o mal secuestradas, eso se verá…”. Strassera estalló: “¡Si seguimos así, le van a decir a un testigo: Siéntese, sáquese la capucha y hable!” El presidente del tribunal, Guillermo Ledesma, también se encabritó: “¡Señor Fiscal! ¡El Tribunal no le va a permitir ese tipo de exabruptos!”. Luego, la Cámara lo apercibió para que guardara “la debida compostura”.
En la pequeña ronda de prensa a la que Strassera convocaba en el cuarto intermedio de cada sesión, el fiscal sintetizó: “Las pruebas son agotadoras y los defensores no son tontos”. El abogado de Viola, autor de los “furcios”, había sido juez de la Nación: era impensado adjudicarle un yerro. El fiscal pensaba que era un provocador. Pero, en materia de “furcios” todos cometían alguno. Uno de los jueces habló una tarde del “Proceso de Reorganización Militar… Perdón, Nacional”. Más que furcio, un fallido.
En julio, Strassera fue amenazado de muerte. Le llegaban amenazas a diario y a la fiscalía: amenazas de bombas en su despacho o en la Sala de Audiencias. Un mediodía él mismo fiscal rechazó una de esas amenazas: “No, vea, -le dijo al que llamaba- aquí estamos todos muy ocupados. Las amenazas de bombas las recibimos todos los días de siete y media a ocho de la mañana. Llame mañana en ese horario”. Y colgó. Pero en julio las amenazas fueron más serias, más incluso que los sobres que traían dentro una bala de pistola nueve milímetros. Los anónimos hablaban de “fusilamiento en cuarenta y ocho horas” y se habían extendido a la familia del fiscal y a su hijo menor, que estudiaba en un colegio de la zona. Los esfuerzos de la fiscalía por ocultar los anónimos, fueron en vano.
Los periodistas corrieron a entrevistar a Strassera: “Vean –dijo- No me hagan hablar de estas cosas. Es intrascendente. Yo no le doy importancia. Si se han hecho públicas es porque quieren amedrentar a los testigos, que también reciben amenazas, o porque pretenden que yo desista de algún testimonio”. No hubo desistimientos, ni los testigos temieron más de la cuenta. Una tarde, Norma Cozzi, sobreviviente de la ESMA, relató su secuestro: “Me metieron en un auto y me pusieron esto…” Y sacó de su bolsillo una especie de antifaz de paño negro, ancho, con una cinta elástica. “Esto es un “tabique”, dijo. El juez Ledesma, sorprendido como toda la audiencia, le preguntó: “Señora, ¿puede aportar eso al Tribunal como prueba?” “Por supuesto”, dijo la testigo.
En octubre, después del alegato de Strassera y durante los de las defensas, una ola de atentados sacudió al país. En Córdoba murió una bomba mató a un joven estudiante; una amenaza de bomba hizo desalojar la Sala de Periodista de Tribunales: otro explosivo estalló en un jardín de infantes de la comunidad judía; otras bombas estallaron en Radio Continental y destruyeron el auto de un coronel del Ejército; otro atentado destruyó una torre de alta tensión en Tucumán y provocó un apagón; otro explosivo dañó el auto del contralmirante retirado Juan Carlos Frías, que había sido vocal del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas; otra bomba estalló en ATC, que era entonces la televisión oficial y hubo amenazas contra el Colegio Normal 1 de Buenos Aires y contra un edificio de la Avenida Dorrego al 2600, en el que vivían militares y sus familias.
El 9 de diciembre el juez León Arslanián leyó la parte resolutiva de la sentencia que condenó a algunos comandantes, absolvió a otros y abrió, en su punto treinta, la posibilidad de acciones legales contra sus subordinados inmediatos. Strassera se retiró del Poder Judicial porque sintió que su tarea en la Justicia había terminado. Strassera había pasado a ser Julio.
Accedió luego a un cargo de prestigio, y muy bien remunerado, como embajador argentino ante la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, con sede en Ginebra. A ese cargo y a su sueldo renunció enfurecido cuando el presidente Carlos Menem dictó, en diciembre de 1990, el indulto a los comandantes a los que Strassera había acusado. Lo hizo con la misma pasión con la que se había opuesto a las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, dictadas por el gobierno de Alfonsín en 1986 y 1987.
Se dedicó entonces a ejercer como abogado y a ser parte activa de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, de la que fue presidente. En 2006 defendió a Aníbal Ibarra, que había sido uno de los jóvenes convocados a su fiscalía en 1985, en el juicio político en el que fue removido de su cargo de Jefe de Gobierno de la Ciudad a causa del incendio en la discoteca “Cromañon”.
Ni los comandantes a los que acusó, ni los abogados que los defendieron, ni el sector de la sociedad que aún hoy reivindica los años de plomo y el terrorismo de Estado, escarnecieron tanto a Strassera como lo hizo el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, en vida del ex presidente Néstor Kirchner, sus voceros y sus repetidores, en especial el hoy ministro de Seguridad, Aníbal Fernández. Strassera había denunciado “el uso político de los derechos humanos que hace la pareja presidencial” y advirtió que el proyecto del gobierno de “democratización judicial” escondía otras intenciones: “Quieren una justicia kirchnerista que falle todo a favor”.
Strassera murió el 27 de febrero de 2015, por un cuadro de hiperglucemia y una infección intestinal. Su “Nunca más”, a los golpes militares, a la tortura, a la desaparición de personas, a la muerte como una forma de actividad política, es más que un legado, y define y honra la vocación democrática del viejo fiscal.
Moreno Ocampo, que desarrolló una brillante carrera de jurista y de profesor en el exterior, fue fiscal de la Corte Penal Internacional de La Haya, dijo en los días previos al estreno de la película de Santiago Mitre, Argentina, 1985″, que reivindica la memoria de Strassera y la del juicio a las juntas, que el país le debe una estatua al fiscal. Y expresó un desafío. “La estatua de Strassera -dijo Moreno Ocampo- no va a tener ni caballo, ni sable. El escultor deberá expresar sus verdaderas armas, que eran la verdad y la ley”.
A ver quién asume el reto.
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