Eligió ser madre soltera y pasó algo que la dejó en shock: cuando la vida y la muerte se trenzan

Erika ya estaba entrando en la menopausia cuando decidió tener un hijo. Sin pareja, sin óvulos, sin esperma y siendo único sostén de hogar, firmó para que le transfirieran un sólo embrión pero sucedió algo que nadie esperaba, mucho menos ella. La historia de una familia monomarental formada por tres sobrevivientes

Erika junto a Mateo y Máximo, sus hijos sobrevivientes

Pasó una década entre una situación y otra, en ambas la vida y la muerte se trenzaron, por lo que es difícil no verlas como partes de una misma historia.

En la primera es el año 2011 y Erika escucha el eco de lo que le dice una oncóloga: “Tenés cáncer de cuello de útero, no podemos esperar, tenemos que operar ya”.

En la segunda es el año 2021, Erika acaba de dar a luz y algo salió mal. Lo que escucha, esta vez, es su propio eco: “No me puedo morir ahora, no los puedo dejar huérfanos”.

Los gemelos idénticos

Erika Krings tiene 45 años, vive en Córdoba, y es “madre soltera por elección” de gemelos idénticos de un año y siete meses. “Madre soltera por elección” significa que decidió iniciar un proceso de fertilidad asistida para ser madre sin pareja, no que se separó después ni que hubo un padre que se borró.

“Todos los días miro sus cunas y pienso ‘wow’”, sonríe ella, que trabaja nueve horas diarias presenciales en el área de logística de una automotriz. “Yo todavía sigo en shock”, dice a Infobae.

El shock al que se refiere tiene dos puertas de entrada: por un lado, el recuerdo del pánico que sintió cuando le dijeron que, aunque le habían transferido un sólo embrión para tener un sólo hijo, iba a tener dos: sola y con dos. Por otro, el recuerdo, de que todos pendieron de un hilo pero están vivos los tres.

El cáncer

Los gemelos a los que cría sin pareja

Erika tenía 34 años y había tenido un sólo novio cuando en un control de rutina su ginecóloga detectó que tenía lesiones por HPV (virus del papiloma humano) que se veían sospechosas.

“Me revisaron tanto que ya entraba a los consultorios con los pantalones bajos. Efectivamente, unos días después confirmaron que eran células cancerígenas. Me acuerdo que me dijeron ‘no nos podemos demorar, ésto se esparce rapidísimo’”. La operaron pocos días después de ese control, en abril de 2011.

La duda era si se lo habían sacado, si había chances de que el cáncer volviera. Para saberlo, tenía que esperar seis meses. “Fueron los seis meses más largos de mi vida. No soy creyente pero le recé a todo lo que existía”.

Los gemelos que nadie esperaba

Los estudios oncológicos llevaron el alivio: no había más lesiones, sin embargo el cáncer había dejado en ella otros resabios.

“Yo creí que una vez que tenías cáncer de cuello de útero no podías tener hijos. Ni pregunté, directamente cancelé en mi mente la posibilidad de ser madre: lo cancelé por ignorancia”, reconoce. Si es que había algún deseo, Erika lo enterró, se dedicó a viajar y se convenció de que no le importaba.

Apenas nacieron pasaron una semana en neo

Un tiempo después, se puso en pareja con un hombre que ya tenía hijos, por lo que vio de afuera el trabajo que demandaba la crianza y terminó de darle forma a la profecía autocumplida: “Nah, si yo quiero viajar”.

El tóxico

Estaba a un mes de cumplir 40 años y todavía de novia con quien fue su última pareja cuando fue a su control ginecólogo. El cáncer ya era cosa del pasado, el presente fue la pregunta que le hizo la médica mientras la revisaba.

“Vas a cumplir 40, ¿qué vas a hacer con el tema de la maternidad?”. Erika contestó “todavía no sé”, aunque no era un tema en el que hubiera estado pensando. “Encima tenía una relación de pareja bastante tóxica así que menos, creo que en el fondo no me cerraba tener un hijo con un tipo así”.

"Me imaginé yo sola con mi hijito: un hijito", dice

La ginecóloga le avisó: “Bueno, no te demores mucho para decidirlo”. Para ver cuál era el estado de situación, decidieron hacer algunos estudios. “Y ahí me encontré con lo que para mí fue una sorpresa: mi reserva ovárica era casi nula y con 40 años ya estaba teniendo síntomas de premenopausia”.

Su cuerpo había empezado la transición: el final de sus años reproductivos estaba muy cerca.

“Así que cumplí 40 sabiendo que ya no podía tener hijos. Fueron dos o tres meses de llorar y decir ‘qué estúpida, mirá el tiempo que perdí’”. Erika estaba empantanada y fue en ese contexto que tuvo una conversación determinante con su pareja.

“Fue un domingo a la noche, no me olvido más. Me sentó y me dijo ‘tengo que hablar con vos. Yo creo que tenés un problema: sos hipocondríaca’. En ese momento yo iba a un montón de especialistas por este tema, hacía más de seis años que estábamos juntos y no me había acompañado a ninguno”.

Erika se enojó, le enumeró los estudios que le estaban haciendo para ver si quedaba alguna chance de llevar adelante un embarazo. “Y él me miró y así, sin pelear, me dijo: ‘Igualmente yo no creo que vos seas capaz de ser madre’”.

"No creo que vos seas capaz de ser madre", le dijo su ahora ex pareja

Fue la última vez en su vida que lo vio.

Sin el lastre entonces, no tenía óvulos propios, tampoco esperma. Fue ahí que la médica especialista en medicina reproductiva que la atendía le contó que podía usar esperma donado pero también óvulos donados.

A Erika, que estaba fuera de tema, le pareció la NASA y todavía no sabía que por la Ley de Fertilidad, sancionada en 2010, la prepaga iba a cubrir todo, incluso la medicación para la estimulación ovárica de la donante.

Ahora bien, ¿se animaba a formar una familia monomarental, es decir, tener un hijo sola, con todo el trabajo que implica criar? ¿Se animaba, en esta economía, y en esa edad sándwich que son los cuarenta y pico, sola y también a cargo de padres de casi 80 años?

“Yo siempre me mandé sola, nunca dependí de nadie”, responde Erika, que no tenía idea de lo que le esperaba.

Lo inesperado

La internaron seis veces durante el embarazo

El 5 de diciembre de 2019 le hicieron la primera fecundación in vitro con óvulos y semen de donantes y le transfirieron un embrión. “Uno solo, obvio, yo vivía con mis viejos, alquilaba, me imaginé ‘mi hijo y yo’, listo”.

Pero antes de saber si había prendido, Erika sufrió un “shock anafiláctico”, una reacción alérgica grave y potencialmente mortal. Terminó internada, por lo que decidieron esperar unos meses para volver a intentarlo.

Lo hicieron avanzado el 2020, cuando la pandemia lo permitió.

“Y una noche la doctora me hizo una videollamada y me preguntó ‘¿qué tenés que hacer en nueve meses?’”. Erika lloró y le contó a sus padres eso: que iba a tener un hijo. Una semana después fue a hacerse la ecografía y el médico, mirando al monitor, le dijo: “Te felicito, son dos”.

Como no sabían si iban a sobrevivir le pidieron que no comprara nada hasta los siete meses de gestación

“¿Dos qué?”, contestó ella y le discutió. Dijo “no puede ser”, “estás equivocado”, “me transfirieron un sólo embrión”, y mientras bajaba las escaleras llamó a su médica por teléfono. Las piernas le temblaban.

“Le dije a los gritos, ‘¿qué hiciste? Me dijiste que me ibas a transferir uno solo’. Y se entró a cagar de la risa, y me dijo ‘pará, tranquilizate, sí pusimos uno solo”, se ríe Erika ahora. Lo que pasó lo explica a Infobae la propia médica, María Teresa Nievas.

“Uno transfiere el embrión cuando está entre el día 5 y 6 de evolución. Una vez adentro del útero y hasta el noveno o décimo día puede ocurrir una división celular, es decir, que se divida y se formen dos embriones iguales, o sea, gemelos idénticos”, explica Nievas, que es integrante de la Sociedad Argentina de Medicina Reproductiva (Samer).

"Mi embarazo fue de todo menos color de rosa", cuenta

Y agrega: “La chance de que pase es realmente baja, poco más del 1%. Pero como puede suceder, es una de las razones por las que se recomienda transferir un sólo embrión: para evitar el riesgo de embarazo múltiple”.

Después coincide en aquello de “sobrevivientes”: “Es frecuente que este tipo de embarazos se detengan”.

Lo que siguió no fue sencillo, primero porque el mundo no suele ser amable con quienes crían: cuando la dueña del departamento que Erika había reservado para alquilar se enteró, canceló todo. No fue sólo eso, porque los gemelos estuvieron en riesgo de morir desde el cuarto mes de gestación.

Tenían el llamado síndrome feto-fetal, una de las complicaciones del embarazo múltiple más difíciles de tratar. “En criollo, un bebé le sacaba la sangre al otro”, explica Erika. “El riesgo de que murieran era muy alto. El cirujano me dijo ‘hasta los siete meses de embarazo no compres nada, ni una batita”, cuenta ella, y llora por primera vez.

El sistema que inventó para darles de comer

Incluso con tratamiento, se calcula que entre el 40% y el 60% de los fetos con este síndrome mueren.

“Prepararon el quirófano tres veces para hacerme una cirugía intrauterina y separar esas venitas. Era una intervención riesgosa, había chances de que murieran en el procedimiento o después, pero los bebés siempre se iban acomodando, iban encontrando un equilibrio”.

Era un embarazo de alto riesgo, además porque a Erika le detectaron falta de potasio, diabetes gestacional y la internaron seis veces. Hasta que tuvieron que hacerle una cesárea de urgencia cuando estaba llegando a los ocho meses de gestación. Tenía preeclampsia, es decir, una presión arterial altísima, lo que podía ocasionar la muerte de los bebés y a ella, desde daño severo en los riñones y en el hígado hasta un ACV.

En familia

Dos equipos de neonatología completos los recibieron en el quirófano. Mateo, el más chiquito, tenía problemas para respirar. Máximo, el que “absorbía” al otro, no.

Un rato después, mientras Erika se recuperaba de la cesárea, comenzó a sentir un dolor demencial.

“Empecé a gritar, nunca había sentido un dolor así, hasta que se me puso la mente en negro”, recuerda. No sólo tenía la presión por el cielo, había sucedido algo llamado atonía uterina, es decir, el útero no había vuelto a contraerse tras el nacimiento.

Como es la primera causa de hemorragia severa, “los médicos se me tiraron encima a masajearme la panza para tratar de que se contraiga. Uno me dijo ‘vamos a esperar una hora, si no se contrae vamos a tener que sacar el útero porque te morís. Y yo lo único que pensaba era ‘por favor, no me puedo morir, esos chicos no se pueden quedar huérfanos’”.

En casa, después del trabajo en la oficina

Erika sobrevivió y lo que siguió fue una semana yendo a neo sola, en ese estado -”partida al media, juntaba mis dos pedazos e iba”-, y en plena pandemia. Un turno con uno, tres horas de espera, otro turno con el otro. Recién después empezó el día a día de la maternidad.

¿Las redes? Bien, gracias, porque cuando la maternidad sucede a los cuarenta y pico también pasa que son muy mayores las abuelas que antes ayudaban a sostener, “de onda” a pesar de ser un trabajo arduo, el sistema de cuidados.

Dejarlos en una guardería paga para ir a trabajar como único sostén de hogar, almorzar en la planta automotriz como única comida sentada del día, volver a buscarlos, preparar tuppers para el día siguiente, sacar un centímetro para medir por qué lugares no pasa el cochecito doble, ocuparse de la salud de sus padres, contemplar malabares para trabajar y cuidar cuando alguno, grande o chico, se enferma.

Un rato de juego en una familia de tres

“Todos los días me preguntan ‘¿cómo hacés?’. ¿La verdad? No sé”, se ríe ella. “En el caos de la vida cotidiana muchas veces me olvido de que casi se mueren ellos y casi me muero yo. Por eso digo que sigo en shock: a veces miro las cunas y pienso ‘pasé de no querer ser madre, a no poder, a estar siendo hoy, de la mejor forma que puedo, mamá sola y de dos’”.

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