La escena, como tantas otras, ha quedado grabada en mi memoria, y ahí sigue, treinta y siete años después, y no se va a borrar, como no se van a borrar todas las otras.
La mujer, una testigo del Juicio a las Juntas Militares de 1985, aferraba en sus manos una carpeta color naranja que contenía los recursos de hábeas corpus que había presentado a favor de sus hijos y nueras, todos desaparecidos. El juez, la memoria juega al escondite, pero creo recordar al doctor Jorge Torlasco, un tipo valiente que había hecho lugar a todos los hábeas corpus que llegaban a su juzgado durante la dictadura, le había pedido que entregara la ya famosa carpeta naranja. La mujer había dicho que sí, cómo no, pero seguía aferrada a aquél sobre de cartulina como a un tesoro.
Por fin, el secretario del tribunal, Juan Carlos López, se decidió, se acercó y le dijo: “Permítame la carpeta, señora”. La mujer la puso en sus manos, resignada: “Sírvase, pero no me pierda ningún papelito”. Desde su estrado de presidente del Tribunal, Torlasco sonrió con tristeza: “Quédese tranquila, señora. Vamos a hacer fotocopia de todo, le vamos a devolver la carpeta y no le vamos a perder ningún papelito”. A mis espaldas, Martín Carrasco Quintana, un recordado colega de La Nación, me tocó el hombre y en voz queda me dijo: “Vos te das cuenta, ¿no? Cada papelito es una vida”.
Ese era el clima estremecido, conmovedor, de honda emotividad, que se vivía en cada una de las audiencias del juicio que juzgó a las tres primeras juntas militares del “Proceso de Reorganización Nacional”, y que dejó al desnudo, a lo largo de más de setecientos testimonios, el horror desatado por la última dictadura.
Es el clima que intentará rescatar, ojalá que con éxito, Argentina, 1985, la película de Santiago Mitre que protagonizan Ricardo Darín, Peter Lanzani, Alejandra Flechner y Norman Briski, entre otros. El film, se basa en la historia del fiscal del caso, el inolvidable Julio César Strassera (Darín) y en parte en la de su adjunto, Luis Moreno Ocampo (Lanzani).
Strassera fue, a su modo, el héroe típico de las películas de Steven Spielberg: un tipo normal frente a una realidad abrumadora. Así es el capitán que salva al soldado Ryan y el mediador que intercambia prisioneros en el puente de los espías. Una mañana el fiscal de la Cámara Nacional en lo Criminal y Correccional Federal, un funcionario judicial de carrera, se topó con que ese tribunal iba a juzgar a los nueve jefes militares porque, quienes debieron haberlo hecho, las fuerzas armadas, se habían negado, y que él sería el encargado de acusarlos.
Asumió la responsabilidad con el fervor de un muchacho, la profundidad de un cirujano, la pasión y la vehemencia de un hombre convencido que defiende lo justo, con un par de condiciones grandes como dos campanas y con un humor corrosivo y cáustico que, sin embargo, desbordaba ternura, mezcla, decía el propio Strassera, de su sangre genovesa y austríaca.
Los periodistas que cubríamos el juicio pasábamos casi a diario por la fiscalía en busca de información y, en algunos casos, para desasnarnos sobre los rígidos procedimientos judiciales. Un mediodía sonó el teléfono y atendió Strassera: “Fiscalía federal –dijo, y escuchó diez segundos; después, respondió– No, vea, escúcheme. Aquí estamos todos muy ocupados. Las amenazas de bombas las recibimos todos los días de siete y media a ocho de la mañana. Llame mañana en ese horario”. Y colgó.
Entre fiscal y su adjunto se habían invertido los papeles. El más joven, Moreno Ocampo, moderaba los ímpetus del más viejo. Algunas preguntas o intervenciones de los abogados defensores, que interrogaban en muchos casos en base a documentos de los servicios de inteligencia de la dictadura a la que estaban juzgando, desataban la ira del fiscal: su previsible reacción podría haber provocado la interrupción de las audiencias. Pero Moreno Ocampo había desarrollado una extraordinaria habilidad para, o bien tomar del brazo a Strassera y susurrarle algo al oído para calmarlo, o bien para darle un chirlo al micrófono, que oscilaba sobre un trípode, para alejarlo de la boca del furibundo fiscal.
Una tarde, Strassera cometió un furcio. Dijo: “Esta defen… Perdón, esta fiscalía…” En el estrado de los defensores de los comandantes hubo sonrisas y hasta alguna carcajada breve. El fiscal enfureció: “Noto entre los defensores algunas risas burlonas. Esta fiscalía también es una defensa: defiende a los ciudadanos, defiende los derechos humanos…” Y empezó con un cuasi alegato, interrumpido por los jueces.
Ese clima también se vivía casi a diario en las audiencias. Los testigos entraban a la imponente Sala de Audiencias de la Cámara, hoy un sitio histórico, enfrentaban a los seis jueces, a sus espaldas quedaban los defensores y el público, les advertían de las penas por falso testimonio y les tomaban juramento de decir verdad. Parecerá tonto, y acaso lo sea, pero en el caso de los militares que declararon con su uniforme, o de los sacerdotes que lo hicieron vestidos con su hábito, el tribunal les tomaba primero juramento de decir verdad: “Señor, usted ha sido citado… ¿Jura decir la verdad en todo lo que supiere y le fuere preguntado”. El testigo juraba, supongamos un coronel, vestido de coronel, con gorra de coronel e insignias de coronel, decir la verdad: “¿Nombre y apellido?” “Fulano de tal”. “¿Profesión?” (estupor en el testigo) “Militar”. “¿Grado?” “Coronel”. “Tome asiento, coronel”. Recién luego del juramento de decir verdad, el testigo era tratado por su grado, su profesión, su cargo.
Los testimonios eran terribles. La tarde en la que Adriana Calvo de Laborde contó su suplicio, el parto de su hija en una mesa de torturas y el posterior cautiverio de ambas, Strassera murmuró en el cuarto intermedio: “Acabo de ganar el juicio”. Seguirían otros testimonios tremendos. Pablo Díaz, uno de los sobrevivientes de “La noche de los lápices”, el secuestro y asesinato de un grupo de adolescentes de secundaria de La Plata, relató con implacable fidelidad las torturas que padeció: terminó de hablar, acurrucado en la silla de los testigos, casi en posición fetal y con sus manos a la espalda, como si recién acabaran de atarlo, la voz quebrada en medio del hondo silencio de la Sala de Audiencias.
Fue el año que vivimos en peligro. El poder militar que era juzgado todavía estaba activo, dos años después llegaría la sublevación de Semana Santa. El temor también llegaba a los testigos que sacaban coraje del horror vivido. Uno de ellos, de apellido Lucero, cito de memoria porque no quiero consultar mis libretas de apuntes de aquellos frenéticos meses, interrumpió el relato de sus torturas para pedir permiso al Tribunal: “Me preguntaban qué grado de participación tenía yo en… ¿puedo decir el nombre de una organización guerrillera, señor”. “Sí, por supuesto”, dijo el juez. Recién entonces, Lucero se animó: “Montoneros”.
Otra testigo, madre de un desaparecido, se sinceró ante el Tribunal: “Señor, yo sé que mi hijo ponía bombas. Pero se merecía un juicio como éste”. Otra mujer, a quien le hicieron la pregunta final de rigor, casi retórica: “¿Desea agregar algo más?”, contestó: “Sí, Dios los ilumine para que hagan justicia” y logró hacer flamear la voz del presidente del tribunal en su respuesta. Los jueces eran León Arslanián, presidente de la Cámara ese año, Ricardo Gil Lavedra, Andrés D’Alessio, Jorge Torlasco, Jorge Valerga Aráoz y Guillermo Ledesma. Se turnaban, una vez por semana, en presidir las audiencias. Y cada quien imponía su estilo de tratamiento e interrogación a los testigos y de tolerancia a las preguntas de los defensores, muchas disparatadas como aquella que quiso saber si una testigo, Marta Candeloro, que relataba el secuestro y asesinato de abogados laboralistas de Mar del Plata, conocido como “La noche de las corbatas”, había dirigido alguna vez un centro de estudiantes. Al abogado le rechazaron la pregunta sin más porque la testigo no era juzgada. Pero la mujer se estremeció y alcanzó a decir ante el micrófono: “Pero… Yo tenía quince años entonces…”.
Escuchamos que un bebé de pocos meses, nacido en cautiverio, era alimentado con la leche que brotaba de los pechos de su madre cuando era torturada. Escuchamos la descripción del cadáver de Floreal Avellaneda, un chico de catorce años que apareció empalado en las costas uruguayas del Río de la Plata. María Verónica Lara, la testigo más joven del juicio, tenía siete años cuando secuestraron a su madre. Y contó los detalles de aquel secuestro con una memoria implacable y una exactitud fotográfica. Al terminar su testimonio el juez D’Alessio le dijo: “Podés retirarte”, y enseguida se corrigió: “Su testimonio ha terminado”. Fue la única vez que el tribunal tuteó a un testigo que, al día siguiente, iba a cumplir los dieciséis.
Claudio Tamburrini narró los horrores que padeció en la Mansión Seré, en Ituzaingo, y cómo logró escapar del cautiverio, junto a otros secuestrados, desnudo y bajo una lluvia bíblica. Uno de los defensores queso saber luego si la calle por la que había huido era la calle Parera. Y Tamburrini, con un humor de cemento armado y un leve tartamudeo contestó con candor: “La verdad, es que no me de-detuve a mirar el nom-nombre de la calle, se-señor presidente”.
Dos testigos extranjeros dieron su testimonio clave. Patricia Derian, secretaria de derechos humanos del presidente americano James Carter en 1977, reveló que se había entrevistado con los comandantes ante la preocupación de su gobierno por las violaciones a los derechos humanos en la Argentina. Dijo que, durante la entrevista con el almirante Eduardo Massera, en la ESMA, que era un centro clandestino de detención, tuvo la sensación de que podían estar torturando a seres humanos mientras ella hablaba con el comandante, que restregó sus manos y le preguntó: “¿Usted sabe qué pasó con Poncio Pilatos?” El antropólogo estadounidense Clyde Snow proyectó en la sala la diapositiva del cráneo de un desaparecido, ejecutado de un balazo en la cabeza; habló de la importancia del ADN y puso la piedra fundamental del Equipo Argentino de Antropología Forense.
Otra testigo, sobreviviente del centro clandestino de detención Quinta de Funes, en Santa Fe, reveló que el general Leopoldo Galtieri la había interrogado en persona: “Me dijo: ‘Yo decido que usted viva, señora’. Y estoy viva, señor presidente”. Mario Villani, que pasó por cinco centros de detención, admitió que lo obligaron a reparar una picana eléctrica: “Pero le bajé el voltaje para que hiciera menos daño”. Víctor Melchor Basterra, que se encargaba de falsificar documentos para los grupos operativos represores de la ESMA, logró sacar al exterior las fotos de casi todos los marinos involucrados en el Grupo de Tareas 3.3.2, y las puso a disposición de la fiscalía.
Los periodistas, cronistas de aquel hecho histórico, terminábamos devastados por aquellos testimonios tremendos. Nos reuníamos, sin distinción de medios, en los bares que rodeaban el Palacio de Tribunales a hacer una especie de catarsis, de terapia grupal, para protegernos del espanto. Una tarde alguien propuso: “Olvidemos. Después, con el tiempo, tratemos de olvidar todo esto que escuchamos”. Y un colega, desolado, le dijo: “No vamos a poder”. No, no pudimos.
Otra tarde, un personaje de la política menor de aquel entonces, cuyo nombre recuerdo muy bien haber olvidado, me dijo: “No se preocupe. Los acusados de hoy, serán los embajadores del mañana”. No. Eso tampoco pasó. El juicio a los comandantes, que recrea hoy Argentina, 1985, permítanme insistir, ojalá que con mucho éxito, marcó un antes y un después en la vida social y política del país. El tiempo y sus matices han diluido mucho. Pero no lo han diluido todo. El Poder Judicial nunca volvió a ser el que era, tal vez los poderes del Estado tampoco volvieron a ser los mismos. Sé que quienes fuimos educados en el amor a Dios y oímos que se cometían las más tremendas torturas en Su nombre y bajo su advocación supuesta, no volvimos a ser los mismos. El horror deja una marca inextinguible.
Después llegó lo que la película de Mitre debe exaltar: el formidable alegato de Strassera (“La muerte no puede ser una forma de actividad política (…) Señores jueces, nunca más”), precedido de otro momento histórico. Antes del alegato, con los nueve comandantes sentados en la Sala de Audiencias, y cuando el secretario López dijo su frase de rutina, previa a la entrada de los jueces, “De pie, señores, por favor”, aquellos nueve hombres que habían sido por año amos de vida y bienes de toda una nación, se alzaron obedientes.
Acaso sea esa la imagen que perdura del juicio y no la de la sentencia que pocos recuerdan, que condenó a algunos de los acusados, absolvió a otros, no dejó conforme a todo el mundo, pero que hizo historia en un país que reestrenaba la democracia y en el que todavía no había pasado lo que estaba por venir.
Fue un destello breve, uno de esos raros momentos en los el país parece a punto de redimirse de sus pecados y listo para despegar por fin de una vez.
Fue un breve instante de esplendor, es verdad. Pero todavía ilumina.
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