“¿Cómo está mamá?”, le preguntó, tocándole la mano. La escena era habitual. La pregunta, abrupta. César, recostado en la cama en un reposo permanente, en el letargo de la vida. Federico, en vigilia de compañía, atento a subsanar sus demandas y sus incongruencias. “¿Tu mamá o mi mamá?”, le cuestionó, extrañado. César, con noventa años y un matrimonio de más de seis décadas, había adoptado la denominación que sus tres hijos le habían asignado a Purita, su esposa. Federico no sabía a qué madre se refería. “Mi mamá”, le contestó, sereno, a su papá. Isabel, mamá de César y abuela de Federico, había fallecido en el siglo pasado. Entrenado en la asistencia de un paciente con Alzheimer avanzado, le respondió: “Te está esperando, papá. Ella está bien. Quedate tranquilo, no tengas miedo”.
No sabe si le hubiese hablado a su papá así, con tanta franqueza, autoridad y misericordia, antes de que le pasara lo del viernes 27 de septiembre de 2019. Tampoco sabe si hubiese estado ahí con él sin haber atravesado la visceral experiencia de esa tarde. Pero algo de ese diálogo los dispensó. Mario César Scoccia no vivió mucho tiempo más después del consejo paliativo de su hijo. Murió el 23 de agosto de 2022 en el hogar de ancianos Malere de Azul, provincia de Buenos Aires. Federico considera que su papá, víctima de un deterioro cognitivo galopante, vivió más de lo que los dos hubiesen deseado.
Le pidió que no tuviera miedo y le encomendó que se dejara morir. César sabía que Federico era una voz autorizada. Su hijo había estado muerto durante más de 100 minutos: había interrumpido su pulso y su respiración tres años antes. La historia clínica del centro de salud Clínica de Imágenes de Neuquén firmado por la doctora Jorgelina Guyón notifica la “muerte súbita” del paciente.
El corazón de Federico Bernardo Scoccia dejó de latir minutos después de las cinco de la tarde del viernes 27 de septiembre de 2019. Revivió minutos antes de las siete. No resultó un fenómeno místico, mágico o sobrenatural. Aunque un médico apeló al concepto “milagro”, fue la ejecución perfecta de una técnica para salvar vidas en situaciones de emergencia: un servicio ininterrumpido -y consumado por al menos cuatro personas con dos traslados en un rango de casi dos horas- de maniobras de reanimación cardiopulmonar lo sostuvo en el umbral de la muerte con un flujo ínfimo de vida.
La vida
Tenía 36 años y había vivido la mitad de su vida en La Plata. Hasta completar su escolaridad, Azul había sido su ciudad. Nacido el 15 de diciembre de 1965 como el menor de una familia que ya tenía a papá Mario, mamá Purita, hermana Marcela y hermano Augusto. Su primera travesía fuera del hogar obedeció a una lógica formativa: estudiar Derecho en la Universidad Nacional de La Plata. No prosperó: su vocación de abogado se diluyó pronto. Algo del litigio y la confrontación de intereses no le seducía. Apostó por Filosofía y Letras en la Universidad Católica de La Plata. Un paso extenso pero inconcluso por la facultad lo asentó en la ciudad.
Era bueno en el tenis. Jugó challengers por Alemania, Francia y España que otorgaban puntos en el circuito ATP. Se dedicó a dar clases. Comprendió que era mejor enseñando a jugar que jugándolo. Fue contratado por Eduardo Duhalde, gobernador de la provincia de Buenos Aires en fines del siglo pasado, para ser su profesor de tenis. En simultáneo, vio la veta del paddle en el auge noventista del deporte. Vivió de sus ingresos como profesor hasta la crisis de 2001, ese Big Bang argentino que reconstruyó la vida de casi todos.
Augusto, su hermano, había montado un multiespacio de entretenimiento en Neuquén capital. El ciclo platense de Federico se había desvanecido: soltero y dispuesto, emigró sin nada. Conoció todo. A Patricia, con quien tuvo a Giuliano y a los mellizos Ivo y Camilo. Se separó de su primera esposa en 2011. Dos años después conoció a Vanesa. Se casaron en 2015 por Iglesia en Azul, su ciudad natal, ante sus padres practicantes y devotos de la iglesia católica, por un cura amigo en una ceremonia dotada de risas y distensión. La celebración por civil se pospuso: se daría como preludio a un viaje por Europa símil luna de miel.
Ahorraron cuatro años mientras administraban el restaurante La Matera en el centro de la ciudad y en el frente de su casa ubicada en la intersección de la avenida Buenos Aires con la calle Alderete. Se casaron el viernes 2 de agosto de 2019. Él con 53 años, ella con 28. Dos días después, el domingo 4 de agosto partieron desde el aeropuerto de Ezeiza rumbo a Barajas, Madrid. La coronación del matrimonio los agasajó con 33 días de ocio y paseo por destinos europeos.
La enfermedad
En París, en la Costa Azul, en los Pirineos, en el sur de Italia, en Toledo. El peor y el último fue en Toledo. Hasta ese episodio, Federico creía que era una acidez. Un dolor abrasador en el pecho lo confundía por las mañanas: no todas, no siempre, ni tan severas como para recurrir a un médico. Un hipotético ardor estomacal que se le relajaba al rato: en la capital francesa, el remedio era un croissant crocante que desayunaba a primera hora. “No se lo dije a Vane porque recién estábamos casados y no quería preocuparla”, cuenta.
Pero en Toledo, dos días antes del viaje de regreso, la presunta acidez apareció intempestivamente una tarde. En el tránsito de una escalinata de peldaños altos en el puente Alcántara que cruza el río Tajo sintió un tormento urente que le invadía el pecho y le quitaba el aire. Apeló a un artilugio piadoso: le recomendó a su esposa, amante de la fotografía, que se detuvieran a tomar una postal del paisaje. “La convencí de que sacara una foto ahí. ‘Mirá qué buen lugar’, le dije con la respiración que me quedaba. Mentira. Necesitaba sentarme porque no me alcanzaba el aire”. El descanso le curó el malestar y siguieron.
No fue un engaño gratuito. Vanesa notó un semblante extraño en su marido. Intuitiva y determinante, en la cena de esa noche, le espetó: “A vos algo te pasa”. Federico no pudo negarlo, pero intentó postergar la confesión para el vuelo de vuelta. “¡Contame ya!”, le ordenó su esposa. Lo hizo, finalmente, procurando suavizar el tono y reduciendo la notoriedad del cuadro. No usó la palabra dolor: lo expresó a través de “malestar”, “reflujo” y “acidez”.
El jueves 12 de septiembre por la madrugada aterrizaron en Ezeiza. Marcelo, alias el Huevo y amigo íntimo de Federico, los esperaba para llevarlos a Azul, sede momentánea antes de embarcar el periplo de mil kilómetros de ruta rumbo sur hacia la capital neuquina. Se hospedaron en la casa paterna de él. El dolor no discriminó estadíos: a la mañana siguiente, viernes 13, recostado en la cama en un pueblo de la provincia de Buenos Aires percibió el despertar de un ardor similar al que ya había padecido en un municipio vasco del centro geográfico de la península ibérica. La diferencia fue la persistencia. La agudeza del suplicio no se iba. El indicio lo dio Google. Vanesa buscó “dolor en el pecho” y presumió: “Puede ser un infarto”.
Se trasladó a la clínica San Martín de la ciudad de Azul. Los análisis corroboraron la sospecha: el incremento desmedido de las enzimas del músculo cardíaco no podían determinar otro diagnóstico. Hace un mes que Federico se estaba infartando. Quedó internado en terapia intensiva, en observación, porque el médico que practicaba la angioplastía llegaba recién el martes. Ese martes 17 de septiembre por la mañana fue derivado en ambulancia al Hospital Municipal Doctor Ángel Pintos. El cardiólogo Cristian Quezada descubrió que tenía bloqueada la coronaria derecha, la arteria que alimenta al corazón. Federico era un hombre de buena salud con un padecimiento heredado: “Tu enfermedad se llama César Scoccia -le explicaron-. De él heredaste las arterias duras, secas, que despiden unas plaquetas blancas como si fuesen sarro”.
Le pusieron dos stent, le dieron el alta horas después y le pidieron que hiciera reposo en la ciudad al menos unos días. Una semana después de la cirugía, la tarde del miércoles 25 de septiembre, retornó a su casa después de haber transcurrido en mes de vacaciones por Europa y cuatro días internado en Azul. Manejó Vanesa los mil kilómetros de distancia de regreso. Llevaban en la expresión la satisfacción de haber sobrevivido a una odisea, el alivio del susto superado. Eran un matrimonio de menos de dos meses.
La muerte
Es la primera mañana del viernes 27 de septiembre. A Federico le aconsejaron que no haga vida sedentaria. Elige obedecer las indicaciones médicas y caminar las casi veinte cuadras que separan su casa del taller mecánico de un amigo, cerca del Río Limay. Vuelve horas después, almuerza y descansa. Vanesa tiene una reunión de trabajo a las cuatro de la tarde. Se levantan de la siesta juntos: ella se va y él entra a bañarse.
María Basaur primero le manda un mensaje a ella. “Ya estamos en Neuquén”, le había informado Vanesa, horas antes. “Ah, buenísimo, puedo pasar un ratito después de las cuatro si es que van a estar”, le contesta. No hay respuesta a esa propuesta. Vanesa recién responderá a las 16:45 con un aviso de cordialidad: “Está Fede en casa”. Lo aclara porque quince minutos antes, María la había llamado. Vanesa elucubra un eventual desencuentro: la suposición de que está en la puerta de su casa esperándola. En parte es cierto y por eso el llamado.
Cuando Federico sale del baño, le está sonando el teléfono. En la pantalla lee el nombre de la empleada doméstica que tuvo cuando nacieron sus mellizos. Tenía una especial admiración por esa mujer nacida en los picos blancos de la cordillera, de raíces mapuches y piel curtida por la adversidad. La había ayudado a criar a sus hijos, dado que su primera mujer, contadora y con una prolífica trayectoria política en la municipalidad, trabajaba a destajo. El vínculo era estrecho, fortalecido por los años y las anécdotas. Las visitas eran periódicas: ella sostenía la esperanza de que estuvieran también esos niños que ya no usan pañales. En el teléfono de Federico, está llamando María Basaur. Recién había terminado su turno de administrativa en una asociación de médicos neuquinos y había decidido postergar su regreso a casa en el colectivo 6. La charla es cordial y entusiasta. “Si le parece bien, tomamos unos mates. Estoy llegando”, le dice ella. “Sí María, con todo gusto, espéreme unos minutos y salgo”, le responde él.
Federico atraviesa su casa, el restaurante y el portón de entrada. Va cantando una canción que no recordará jamás. Está contento. Esa visita y esa amistad le hace bien. El carácter jovial de María es contagioso. Desde lejos, distingue la sonrisa característica y va directo a abrazarla. “Pasó sus brazos por encima de los hombros de María que, al ser más bajita que él, apoyó su cabeza en el pecho. Le pareció sentir un pequeño temblor en el cuerpo de él, como si hubiese recibido un golpe eléctrico y, tan solo un instante después, sintió que se desmoronaba sobre ella”, escribirá años después, en tercera persona.
Federico pesa 105 kilos. Su descompensación es simultánea al abrazo. La humanidad de María amortigua la caída. Ella imagina, en una lectura primitiva y estadística, que es una joda más de un amigo propenso a las bromas sin contexto. La conjetura queda descartada al instante: el mismo hombre de 53 años que venía cantando dispuesto a su encuentro es ahora un cuerpo flácido, inerte, sin rigidez, dueño de un semblante inexpresivo e impávido, que presenta ojos perdidos y boca entreabierta. “¡Fede, Fede!”, le grita, consternada. Fede agradecerá eternamente al cielo y a su dios que haya sido María la única testigo de su desvanecimiento.
El marido de María es chofer de micro de larga distancia. Sus empleadores, cada seis meses, lo obligan a acudir a cursos de primeros auxilios. El último había sido reciente. A comienzos de septiembre, había regresado a su casa con una carpeta que contenía un certificado de aprobación y documentación informativa sobre el curso. “¿Qué te enseñaron? Contame”, le había pedido María. Su marido divulgó sus nuevos conocimientos: evangelizó los masajes de reanimación cardiopulmonar. Le narró lo de las treinta compresiones ininterrumpidas del tórax, los brazos extendidos, el talón de una mano encima de la otra, los dedos entrelazados, la presión de hasta seis centímetros en el centro inferior del esternón, los cinco ciclos, las más de cien compresiones por minuto.
María domina el don de la templanza. Clava las rodillas en el piso y sus dos manos en el centro del pecho de Federico. La decisión es automática: ejecutar la técnica de RCP y no detenerse. Es la tarde de un día hábil de una primavera a estrenar en pleno centro urbano: la calle se hace eco de la emergencia. Un rondín de tres policías acude presto al grito de auxilio de María. “Señora, déjeme que siga yo”, le instruye el sargento Sergio Cheunqueñanco. María se hace a un costado. El policía continúa con las maniobras y grita desesperado: “¡Resistí! ¡Quedate con nosotros! ¡Reaccioná, por favor!”.
María vuelve a pensar en Vanesa. La llama. Son las 17:03. No atiende. Insiste una, dos veces, sin suerte.
Johana Inostroza es agente de la policía de la provincia. A una cuadra y media de ahí está el Castro Rendón, el hospital de mayor complejidad y referente del sistema de salud de Neuquén y la región patagónica. Mientras Cheunqueñanco combate con las maniobras de reanimación, comprende que correr para pedir ayuda es más práctico que esperar a una ambulancia. Irrumpe en la guardia del centro de salud y, con la desesperación en la boca, expresa: “Tenemos un paro acá cerca, al lado de la farmacia. El hombre está tirado en la vereda, no respira ni tiene pulso. Tienen que ayudarlo, por favor”.
Gilda Casagrande es la jefa del servicio de guardia del hospital. Irse de su lugar de trabajo es una penalidad severa en el reglamento, plausible de despido. No ensaya evaluaciones: no hay tiempo para pensar la conveniencia. Le responde “ya voy” y le hace un ademán de que espere. Agarra una máscara laríngea y un resucitador manual, y abre las puertas del pasillo en dirección a la calle como quien se enfrenta a una emergencia. La enfermera Alejandra Mora percibe en la fisonomía de la doctora un rictus dramático. “Te acompaño”, le dice sin permitirle el rechazo. Raudas, abandonan su puesto de trabajo en busca del hombre tirado en la vereda.
María vuelve a pensar en Vanesa. Ya no la llama. Le manda mensaje. Elige celosamente cómo contarle que su esposo está sin vida. Utiliza cuatro palabras: “Vane, Fede se descompuso”. Son las 17:11.
Llegan. Alejandra reemplaza al sargento con las maniobras de RCP y Gilda se dedica a tomar los signos vitales del paciente. En la carótida no encuentra pulso. En la cara no siente la respiración. No distingue nada que evidencie un rasgo de vida. Mira a su compañera y, sin emplear la voz, habla desde la comisura de los labios. “Está muerto”, dice.
Les pregunta a los presentes desde hace cuánto tiempo está así. Nadie le responde con seguridad, pero calculan que lleva más de veinte minutos descompensado. Coloca la máscara laríngea y con el resucitador manual, conocido como ambu, empieza a suministrarle oxígeno. Alejandra no detiene la comprensión rítmica del esternón. Federico no reacciona. El tiempo pasa. El cansancio de quienes hacen las técnicas de RCP crece. Pasan otros 25 minutos. Hace casi una hora que un hombre de 53 años no respira ni tiene pulso en plena calle Alderete de la capital de Neuquén. Gilda ordena el traslado en ambulancia.
Aunque las ambulancias tienen sus propios médicos, Gilda pide subirse y acompañar la derivación. “No me soltó nunca. Me metió derecho en el shock room, donde estuve media hora más. Salía y entraba de la sala de espera para preguntar ‘¿familiares de Scoccia?’. No aparecía nadie”. En la sala de urgencia de al lado, Eduardo Zangara, jefe de radiología del hospital, busca los proyectiles en el cuerpo de un herido de bala. Ve que su compañera está ejecutando técnicas de reanimación y le pregunta si necesita ayuda. Corrobarará en la planilla de guardia, horas después, que el paciente es el mismo que esa mañana le había mandado mensaje pidiéndole que le recomendara un cardiólogo de confianza. Federico nunca leyó la respuesta a su pedido que decía “vení a verme cuando quieras, estoy de guardia”.
Son casi las seis y media de la tarde. Ya usan el desfibrilador en el pecho de Federico. Pero no hay caso, no hay respuesta, no hay reacción. Hace más de una hora están intentando reanimar a alguien que está clínicamente muerto. ¿Por qué deberían seguir? ¿Cuánto tiempo más vale la pena asistir a un corazón detenido?
La Organización Mundial de la Salud -dirá el doctor Marcelo Nahin, diploma de honor de la Universidad de Buenos Aires, cirujano cardiovascular del Hospital Británico y del programa de Endarterectomía Pulmonar del Hospital El Cruce- aconseja un plazo de media hora de maniobras de reanimación cardiopulmonar. Federico duplica ese pronóstico. “El corazón es un músculo diseñado para bombear sangre y mantener la vida, es un órgano que nunca descansa, puede llegar a latir unas 40 millones de veces en un año”, define Nahin. El corazón de Federico no hace nada de todo eso.
Gilda no se enfrenta a una dicotomía: su paciente reúne dos premisas que la inducen a sostener los masajes. La primera es lo que la hace preguntar en la sala de espera por los familiares de Scoccia: necesita recoger algún comentario que le explique la naturaleza del cuadro. La segunda es pura intuición. No siempre y no en todos los casos, pero su experiencia en guardias hospitalarias le sugiere que los pacientes que mueren dilatan las pupilas de sus ojos a los quince minutos. “Tienen una mirada no humana, una mirada que no mira nada”, precisa. “Le llamaba la atención que yo no tuviese la pupila dilatada, que yo tuviese una mirada viva. Sentía que yo estaba ahí y no me quería dejar ir, pese a que me tendría que haber dejado a los treinta minutos. Yo no tendría que haber salido de la vereda”, reconstruye Federico.
De pronto, alguien responde la pregunta de la jefa de guardia. “Yo soy familiar de Scoccia”, indica Vanesa, rehén de la incertidumbre y la preocupación. “Vine porque me dijeron que se descompuso”, cuenta. La respuesta es áspera: “No, no se descompuso: está muerto, no lo podemos revivir, está en paró”. Pero Gilda lo que quiere no es dar un parte médico sino encontrar una razón. Ahora tiene a disposición a la esposa de su paciente para indagar en una causa. Necesita aprovechar la ventana de lucidez previo al shock. Vanesa le es de utilidad: basta que le conteste “hace diez días le pusieron dos stent” para motorizar un plan.
Ordena no cesar con las maniobras, solicita una ambulancia para traslado y le pide a la mujer que vaya a buscar los informes médicos del paciente. En el Castro Rendón no hay departamento de hemodinamia. En la Clínica Pasteur no hay camas disponibles. La Clínica de Imágenes, ubicado a solo tres cuadras del hospital, es la mejor opción. El presentimiento de Gilda Casagrande aboga por la ruptura de un stent en la coronaria derecha. El corazón de Federico había esbozado tres leves intentos de reactivación, pero los débiles latidos se fueron desvaneciendo. Los esfuerzos son estériles. El problema es otro, es mecánico. La sangre no está entrando en su corazón.
En la Clínica de Imágenes leen la historia clínica de un paciente que hace una hora y media no tiene pulso ni respira. “Vamos a ver de qué se murió”, dicen. Introducen un catéter por la muñeca derecha para llegar a la coronaria donde el 17 de septiembre le habían instalado dos stent. El presentimiento de Gilda Casagrande es acertado. El informe firmado por el doctor Juan Manuel Martínez dirá “se observa ruptura del stent coincidentemente con el sitio de oclusión trombótica”. Destapan, abren, colocan otro stent dentro del que se había roto, sacan, meten un bombazo y el corazón de Federico vuelve a irrigar sangre: tuc, tuc, tuc, tuc. Son más de las siete de la tarde y el paciente recobró el pulso y respira.
En la sala de espera están Vanesa, Augusto, María y otros familiares y amigos: son más de veinte personas angustiadas. Minutos después de las nueve de la noche del viernes, Jorgelina Guyón, jefa de la unidad de Terapia Intensiva de Clínica de Imágenes, sale a dar el primer parte médico. Después de informar que al paciente le volvió a latir el corazón, neutraliza la alegría primitiva con un pronóstico impiadoso: “No se pongan contentos. Es muy difícil que pueda salir vivo de acá”.
Permite que ingresen dos personas a la sala de terapia intensiva. Las asignadas son Vanesa y María. Las impresiones son antagónicas. Para Vanesa, la imagen es un horror: le ve el rostro envuelto en un tono azul y el pecho al rojo vivo por las huellas del desfibrilador. Para María, la escena es emotiva: la última vez lo había visto muerto derrumbado en la calle.
A su esposa le aconsejan que vuelva a su casa con una indicación: “Quedate con el teléfono prendido porque es muy difícil que pase la noche”. El barrio ya había divulgado el rumor de la muerte del dueño del restaurante La Matera. Vanesa no duerme. Se la pasa hablando con el Huevo y su esposa Mimí, quienes al enterarse de la fatalidad emprenden viaje desde Azul hasta Neuquén. Marcela conecta Mar del Plata con Azul para asistir y filtrar cualquier información que pudiera afectar a su mamá Purita, de 85 años, y a su papá César, de 87. Los tres hijos de Federico aún no saben nada.
Son las siete de la mañana del sábado. El teléfono de Vanesa no sonó en toda la noche. Espera la llegada del Huevo y Mimí. Comprenden, juntos, que la ausencia de noticias es una buena señal. En la guardia están los mismos cardiólogos que la noche anterior habían revivido a Federico. El que habla es Pablo Schvartzman: “Pasó la noche. Está vivo. Pero no se asusten: le tuvimos que sacar el respirador porque empezó a respirar solo y está atado porque se sentó en la camilla y empezó a sacarse todo”. La sensación de Vanesa combina desconcierto y esperanza. Le pregunta por el tiempo sin pulso, por las horas sin respiración, por el pronóstico reservado, por la noche en la que se suponía iba a morir. “Clínicamente no te lo puedo explicar”, concluye el médico.
En los comentarios de la historia clínica, firmado por la doctora Jorgelina Guyón, dice textual: “Se informa a los familiares de la gravedad del cuadro clínico de ingreso con pronóstico reservado, posibilidad de óbito y de disfunciones”. Los médicos les repiten que resulta improbable que las funciones cerebrales y cardíacas después de dos horas sin pulso ni respiración no revistan secuelas.
Federico está dentro de un coma inducido, sedado, inconsciente, desmejorado pero vivo. Reacciona por la tarde del sábado. Lo ve a Augusto, su hermano, y piensa que se encuentra en otro lugar. Está reviviendo su último recuerdo en la sala de un hospital: cree que está en la clínica San Martín de Azul, donde le acaban de colocar dos stent. “¿Qué hacés acá? Viniste”, le dice a su hermano que vive en Neuquén capital. No le sorprende, en contraste, ver a su amigo el Huevo, que vive en Azul. También le exigen que le envíe un audio a Marcela, su hermana, como muestra de vida. El balbuceo es apenas perceptible.
Del sábado no recuerda nada. El domingo se recompone su memoria. A las 9:14 del 29 de septiembre, Giuliano, de viaje de estudios, le manda un mensajea a Federico: “Llegamos entre las 11:30 y las 12, viejo”. La que responde es Vanesa: dos pulgares para arriba. A las 10:40 otro mensaje: “Viejo estamos llegando, cerca de Cinco Saltos”. Vanesa ya no sabe qué hacer. No responder es la mejor opción. Le pide a Nelson, otro amigo de la familia, que lo fuera a buscar a la terminal de micros y que lo vaya preparando. Desde el recibimiento ya se predispone al diálogo.
-Hola Negro, ¿qué hacés acá?
-Hola pendejito. Vine a buscarte, vamos.
-Pero… ¿y papá?
-Subí al auto y en el camino te cuento.
Giuliano asimila la gravedad del cuadro recién cuando ingresa en la clínica. En la sala de espera hay mucha gente que conoce y que no puede evitar mirarlo con pena. Incluso hay personas que viven a mil kilómetros de distancia. “Esto está jodido”, piensa sin saber que esa frase será el título del capítulo 12 de un libro que dos años después escribirá su papá.
El parte médico de la mañana del domingo, leído por el doctor Pablo Schvartzman, es auspicioso: “buen pulso, presión controlada, hemodinámicamente bien, sedado y atado pero evolucionando positivamente”. Por la mañana, Federico empieza a recordar y a indagar de a poco. Por la tarde ya habla, reconoce a los visitantes, comprende su cuadro, recuerda la cronología y empieza a tomar agua. Giuliano, Vanesa y todos los presentes se sorprenden gratamente: la recuperación refuta, al menos, la mesura de los médicos.
El lunes por la mañana vuelve a comer sólido. Una kinesióloga estudia la faceta motriz. Federico tiene un serio inconveniente: no puede defecar. Consulta si lo dejan ir al baño. “¿Creés que vas a poder?”, le preguntan. Dice que sí, se saca la sonda vesical solo y con la kinesióloga y Vanesa lo ayudan a pararse y a caminar. El éxito de su visita al baño lo estimula y por la tarde ya se siente físicamente bien.
El martes, a primera hora, lo someten a una resonancia magnética del cerebro. El resultado exhibe un desgaste lógico de un hombre de 53 años. No se divisa ningún daño cerebral. La buena sintomatología continúa. La evolución del cuadro clínico lo obliga a egresar de la unidad de terapia intensiva. Pasa a sala común, donde se activan las únicas consecuencias que persistirán en Federico Scoccia luego de permanecer dos horas en el umbral de la muerte. “Ese día empecé a tener miedo. En esa habitación no estaba conectado a ningún aparato, no tenía un médico que me viera permanentemente como sí los tenía en la unidad de cuidados intensivos. Empecé a tener un problema con mi cabeza”, dice.
El miércoles lo despierta Alejandra Oliva, directora de la clínica. Federico reconstruye el diálogo.
-Fede, buen día. ¿Cómo te sentís?
-Bien doctora, estoy bárbaro.
-Bueno, preparate porque te vas.
-¿A dónde?
-A tu casa.
-No, yo de acá no me voy a ningún lado.
-Fede, ya estás listo para ir a tu casa.
-Pero no puedo, tengo un miedo bárbaro, ¿cómo querés que esté en mi casa?
-Te tenés que acostumbrar. Lo que te pasó es increíble, que se te cierre un stent es una locura, pero que te pase de vuelta es como que caigan dos rayos en el mismo lugar. Andate tranquilo.
Giuliano le pone las zapatillas y le dice entusiasmado “viejito, nos vamos a casa”. Vanesa va a buscar el auto. El miércoles 2 de octubre de 2019, seis días después de haber caído derrumbado en la vereda, Federico Scoccia recibe el alta de la Clínica de Imágenes de Neuquén.
La vida II
Los días siguientes fueron difíciles. Ese miércoles temía bajarse del auto. No quería volver a caminar por la misma vereda que el viernes 27 lo había visto desvanecer. Entró a su casa sostenido en Vanesa sin mirar para abajo. Se tiró en la cama. Eduardo Zángara, el jefe de radiología del Castro Rendón, fue el primero en visitarlo. Quería verlo vivo, tocarlo. Su último recuerdo era el de un paciente equis ingresando en el shock room contiguo.
Por las noches procuraba tener un fármaco a mano en su mesita de luz. “Jamás había tomado medicación en mi vida. Soy un tipo sano, corro todos los días, juego al tenis, solo estoy un poco excedido de peso, pero desde entonces tengo un frasquito de clonazepam en la cama porque algunas noches vuelvo a ese lugar, dejo de respirar y siento que me muero”, admite. A veces se encontraba en el medio de la noche profunda con los ojos abiertos, la luz apagada y la voz de su esposa que le preguntaba “¿no te podés dormir, no?”.
Cada cuatro días volvía a la guardia del Hospital Castro Rendón: se le cerraba el pecho, no podía respirar y sentía que se moría. Lo derivaron a salud mental. Rápidamente identificaron el problema: estrés postraumático. Los ataques de pánico aparecían sin aviso. Los pensamientos feos se le abalanzaban. Tenía miedo de irse a dormir y no despertarse nunca. Le aconsejaron que caminara, que se despejara. Lo primero lo cumplió, lo segundo no podía. Caminaba pero en círculos alrededor del hospital: no quería que una nueva descompensación lo encuentre lejos de los médicos.
El psiquiatra Sergio Pozzo le dijo: “Los medicamentos que te pueda recetar te van a quitar esa sensación pero no te van a curar el problema. Esto lo tenés que enfrentar vos, sino no lo vas a superar nunca”. Enfrentar era volver a vivirlo. Habló con todos los médicos, los enfermeros, los ambulancieros, los amigos, los familiares que presenciaron su muerte clínica. Al sargento Sergio Cheunqueñanco lo halló un año después. El oficial no podía creer que ese hombre sin signos vitales al que había asistido en la calle hubiera sobrevivido. De esos recuerdos surgió el libro “Hágase tu voluntad” (@librohagasetu en Instagram), de editorial Dunken.
Nació otro Federico Bernardo Scoccia después de haber perdido dos horas de vida. Asumió un cambio espiritual. “Antes no medía las consecuencias. No era un loco, pero no tenía una medida de longitud de vida. Yo era eterno, no me iba a pasar nunca nada. Hasta que pasó. Ahora tiene mucho más valor cada día que vivo, cada abrazo que le doy a mis hijos”, pondera. Su muerte clínica también le trastocó las prioridades. Resultó inevitable cuestionarse criterios existenciales. “Se suele decir que la gente que muere va a un lugar mejor. Me pregunté: ¿tengo que esperar a morirme para estar bien o puedo estar bien desde ahora? Ese fue un cambio”.
“A los enfermos terminales -compara Federico- se les recomienda que busquen calidad de vida en sus últimos años. Yo no quiero esperar a tener 80 años para estar en una silla de ruedas y que me digan ‘buscá mejorar tu calidad de vida’. No la espero más. A la calidad de vida la busco ahora con cosas que antes no hubiese hecho”.
Su transformación fue una liberación. Las prioridades se le resetearon. Se despojó de excusas y de lastres. Vendió su restaurante en Neuquén para acompañar a su mamá en Azul que se estaba por quedar viuda. “Vendí todo lo que tenía y me vine. No me importa lo que vaya a comer, me las arreglaré como lo hice toda mi vida, pero estoy con mi vieja. Prioricé estar con ella en un momento difícil. Eso es calidad de vida. La satisfacción que me da haber estado al lado de mi viejo en su último año de vida tiene un valor tremendo para mí”.
El plan de vida se le reconfiguró. Vanesa le confesó que el tiempo en el que se creyó viuda se le despertó una epifanía: “Me di cuenta de que no me quedaba nada tuyo”. A los pocos meses, quedó embarazada. El primero de enero de 2022 nació Filippo, que hoy tiene nueve meses.
También el concepto de la muerte se le alteró. No le tiene miedo a morir. Dice que morir es estar en un “espacio blanco, enceguecedor y resplandeciente, placentero y armonioso”, que experimentó una sensación de placidez total, que no sintió calor ni frío, que no había tiempo ni distancia, que sí había silencio y paz, que sin tenerlos estaba ahí con sus hijos. Por eso, por haber atravesado esa sensación de abismo y gozo, hace un mes se animó a pedirle a César, su papá de noventa años, que dejara de resistir, que su mamá estaba feliz esperándolo en algún lugar.
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