En Buenos Aires su figura es reconocida sólo como la de prócer de un país vecino y como “Padre de la Nación uruguaya”, no muy distinto a lo que podría corresponderle a Jorge Washington respecto de Estados Unidos o a Napoleón en relación a Francia. El problema con respecto a José Gervasio Artigas es que el mensaje implícito en dicha simbología es perjudicial por partida doble: por un lado, infunde en los argentinos del presente la errónea idea de que Artigas resulta ajeno a nuestra historia; por el otro, presentarlo como “padre de la nacionalidad uruguaya” es falso en términos históricos e incluso antagónico con sus propias ideas políticas, pese a ser entendible que a partir de 1830, al crearse la República Oriental del Uruguay gracias a la habilidad diplomática de Lord Ponsonby, a la élite montevideana le urgiese encontrar un “padre fundador” del nuevo Estado surgido en la boca del Plata.
Sería ingenuo pensar que la pretensión de borrar a Artigas de la memoria colectiva argentina obedezca a un descuido. Fue y lo sigue siendo adrede.
Para agregar ingredientes al entuerto, alejándonos de Buenos Aires, su figura no sólo es recordada con respeto por haber sido el “Protector de los Pueblos Libres”, es decir provincias que llegaron a aglutinar a la Banda Oriental, a toda la Mesopotamia e incluso Santa Fe y hasta Córdoba, sino que es reconocida como lo que fue: caudillo del pueblo oriental y de muchos otros, el primer puntal del federalismo rioplatense.
Su gran enemigo interno fue Carlos María de Alvear, quien pese a haber sido solo durante tres meses Director del Estado (enero a abril de 1815) posee una de las estatuas ecuestres más importantes de la Capital Federal. Monumento levantado acaso por los mismos, ideológicamente hablando, que decidieron erradicar a Artigas del imaginario social de los argentinos. La rivalidad entre ambos no fue tanto a título personal, sino emergente de lo que serán dos modelos antagónicos para el desarrollo de nuestros pueblos tras la desaparición del Imperio Español.
Con tan solo 24 años de edad, Alvear fue nombrado Presidente de la célebre Asamblea de 1813, cuerpo al que habían sido invitadas todas las provincias a enviar diputados y que, de acuerdo con los términos de la convocatoria, tendría por objeto principal declarar la independencia y dictar una constitución para organizar el nuevo Estado. Sabido es que no cumplió ninguno de los dos objetivos, dedicándose en consecuencia a sancionar una legislación “cosmética” que resultaba ajena a la realidad cotidiana y a las preocupaciones de las mayorías, pero a la que la prensa escrita de entonces dedicó amplia cobertura.
Al llegar a la Asamblea los seis representantes elegidos por el pueblo oriental fueron rechazados bajo excusas formales. Al respecto comenta el historiador Fernando Sabsay en su libro Rosas, el federalismo argentino que “Los diputados orientales hicieron su presentación oficial ante la Asamblea el 1º de junio [de 1813], acompañando sus diplomas con las firmas de los ciudadanos votantes; por dos veces consecutivas y con indudable arterismo, la Asamblea rechazó esos diplomas ‘hasta que viniesen en bastante forma sus respectivos poderes’; el liberalismo porteñista había logrado ya el apoyo de Alvear y algunos diputados, que formaban mayoría, y no podía exponerse a que los seis orientales modificaran la relación existente. El argumento era pueril, pues sería del caso comparar esos poderes de los orientales con los que fueron incorporados la mayor parte de los diputados.”
La excusa fueron las formas, pero el peligro que los alvearistas percibían era el contenido de las instrucciones con las que esos diputados de la otra margen del río estaban investidos por voluntad popular, ya que fue en el Congreso de las Tres Cruces en presencia de miles que fueron aprobadas.
Algunas de las instrucciones con las que los diputados orientales venían munidos ponían por escrito un proyecto diametralmente opuesto al de los intereses anglo-portuarios de los que Alvear sería tributario. Un simple vistazo a algunas de ellas, por ejemplo, declaración inmediata de nuestra independencia; constitución bajo el sistema republicano y confederal de todas las provincias argentinas; capital del Estado fuera de Buenos Aires; sistema económico de tipo proteccionista en resguardo de las industrias del Interior, entre otras, alcanza para entender la jugarreta por la que se impidió el ingreso a la Asamblea de los esos seis representantes orientales.
El enfrentamiento entre los ideales representados por el caudillo oriental, de profundo arraigo popular en todas las provincias, respetuoso de nuestras tradiciones y de mirada americanista, consciente de que la fractura con España no podía terminar en la balcanización del espacio sudamericano dotado de una herencia común, habrá de enfrentarse nuevamente al de Alvear -elitista, portuario, cosmopolita en su peor sentido de desprecio por lo propio y sumiso a la política británica sobre el continente- en 1815 cuando, como dijimos, éste ocupe el cargo de Director Supremo del Estado, vacante por la renuncia de su tío, Gervasio de Posadas.
Ante la inminencia de que la Liga Federal liderada por Artigas aumentara su poderío con la incorporación de nuevas provincias, Alvear pergeñó hacerle una oferta que a sus ojos de mercader y no de patriota resultaría irresistible. Al respecto nos dice Sabsay: “En cuanto a Artigas, con tal de sacarse de encima el conflicto y por conducto del coronel Galván, [le] ofreció la independencia oriental y que las provincias litoraleñas eligieran la protección de sus preferencias. Artigas, que distaba muchísimo de aspirar al desmembramiento del país, rechazó el ofrecimiento.”
Era una afrenta para un criollo que amaba profundamente la tierra oriental en la que había nacido pero para quien resultaba inconcebible entenderla separada del resto de las provincias que formaron otrora el Virreinato del Río de la Plata.
El resto de sus años activos hasta el fatídico 1820 los pasará defendiendo a su provincia de la invasión portuguesa y luchando contra la indiferencia y el desdén de las autoridades directoriales con sede en Buenos Aires. Y justo cuando todo parecía darle la victoria tras la batalla de Cepeda en febrero de 1820, la traición de su ex lugarteniente, el entrerriano Francisco Ramírez, lo obligará a buscar asilo en el Paraguay, lugar donde residirá hasta su muerte el 23 de septiembre de 1850, ante el más absoluto olvido e indiferencia de quienes conducían los destinos del suelo que lo había visto nacer.
Años más tarde sus restos serían trasladados a su Montevideo natal y se hallan actualmente preservados en una urna dentro del mausoleo levantado en su honor.
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