(Rosario - Enviado especial) La cabina tiene el tamaño de un toilette. Una butaca, un tablero con relojes y botones, el joystick, y ahí, insertado en un metro por un metro, un hombre cualquiera se sienta cada día y despega un pequeño avión cargado con 3.000 litros de agua que minutos más tarde escupirá sobre el incendio a gran velocidad y al ras, con la panza sobre las lenguas del fuego.
Sandro, Flavio y Lucas son tres de los cuatro pilotos de los aviones hidrantes Air Tractor: en escala cósmica, cuatro mosquitas amarillas que dan vueltas alrededor de los incendios en el Delta, encargadas de ejecutar un circuito incansable de asistencia desde el cielo a los brigadistas, el cuerpo de combatientes que pelea contra las llamas con los pies en la tierra.
“Hacemos un trabajo de enfriamiento con ellos. Es apoyo a su laburo. Desde abajo, por radio, los brigadistas nos van pidiendo. Que les mojés la línea del cortafuego, que enfríes lo quemado para que no se encienda de nuevo, o un ataque directo sobre la llama”, explica Sandro Peisino, 55 años, piloto desde los 20.
El aporte de los aviones es, a diferencia de lo que se cree popularmente, de soporte del combate de los brigadistas en tierra. Para que el agua apague incendios de estas dimensiones, se necesita una lluvia constante durante un largo rato, especialmente en territorios como el Delta, donde no llueve de forma persistente hace meses.
El de los aviones hidrantes es un aporte táctico imprescindible. “El trabajo de los brigadistas es impresionante. Ellos hacen contención y van derivando el fuego hacia donde se vaya a extinguir, donde no le quede más que desaparecer. Nosotros humedecemos la zona, bajamos la potencia de la actividad del incendio”, explica Flavio Chialva, de 43 años, un apasionado por volar que a los 17, antes de obtener la licencia para conducir la camioneta de su papá, en San Marcos Sud, Santa Fe, ya estaba haciendo el curso de piloto.
“Yo veía a los fumigadores del campo de mi viejo y quería ser eso”, explica el piloto. Los hidrantes son aviones civiles, de una empresa privada, contratados por el Estado. En este caso dos son de un contrato con el Servicio Nacional de Manejo del Fuego y los otros dos, por la provincia de Santa Fe.
El Ministerio de Ambiente nacional invierte entre 3.000 y 5.000 dólares la hora de vuelo de estas máquinas y sus pilotos (dentro de un prespuesto de 2.000 millones de pesos para aviones y helicópteros). La provincia que gobierna Omar Perotti destina aproximadamente 4,5 millones de pesos durante una jornada de operativo.
Flavio, Sandro y Lucas Castro se dedican “originalmente” a vuelos de fumigación. Saben de volar a nada del piso a gran velocidad, pero con mucho menos riesgo que al hacerlo sobre incendios. Este es un trabajo B -muy bien pago- que como consecuencia del cambio climático y los reiterados incendios les lleva cada vez más tiempo. Este del Delta no es el primer incendio para ninguno de ellos.
“Yo ya estuve en el Delta y en Corrientes el verano pasado, es especial volar arriba del fuego, parece que te metés en el infierno”, explica Castro. “Es la imagen más parecida al infierno: las trombas, el humo, las llamas, la presencia de varios aviones, helicópteros, brigadistas, tenés gente abajo, es un entorno complejo”, agrega Sandro.
Las condiciones atmosféricas cambian en la zona donde gobiernan las llamas. Se modifica la temperatura, la presión. Eso se trasmite en el avión. El aparato lo siente. Y el piloto tiene que estar preparado para un entorno hostil. “La temperatura te mueve el avión, cambian las condiciones”, dice Flavio.
“Tenés mucha turbulencia”, sonríe Lucas: la vocación de piloto los hace disfrutar de escenarios que para la mayoría de las personas podrían ser la antesala del ataque de pánico. “A veces se siente el calor del fuego o el sacudón, como que el fuego te levanta”, se fascina Sandro.
Peisino le pone racionalidad al asunto. “Para eso se hace un plan antes de despegar, sobre cómo se encara el vuelo. Está todo pensado”, dice. “Tienen que estar dadas las condiciones climáticas, no volamos en cualquier situación”, agrega Castro.
De todos modos, están dispuestos a vivir al límite. El viernes pasado los remolinos de viento descontrolaron el fuego en los focos sobre las islas, 20 kilómetros islas adentro en línea recta desde la Base Operativa de Alvear, que funciona en el aeródromo de la localidad, al sur de Rosario. A veces hay que salir igual. “Un poco locos estamos los pilotos”, admite Flavio. Ese día, los brigadistas necesitaban el apoyo para contener el fuego. Los pilotos decidieron salir a volar y ver hasta dónde podían llegar. Lograron finalmente hacer 20 vueltas sobre una larga línea de fuego que combatían abajo 53 brigadistas.
“Por lo general el fuego tiene cabeza y cola. Los brigadistas laburan sobre los flancos este y oeste y donde hay visibilidad. Trabajan por donde pueden, por donde las llamas, el viento y el humo los dejan. Y el avión es igual. Por eso es muy importante el trabajo de los brigadistas”, elogia Flavio.
Muchas veces los pilotos pierden la visibilidad de los brigadistas porque entre ellos y los aviones hay una cortina de humo. “Nosotros trabajamos en contacto por radio con los muchachos que están abajo. Entonces ellos nos van diciendo ‘un poco más a la derecha’, y nos indican cuándo largar el agua, ‘tres, dos, uno, ¡top!’”, muestra cómo se comunican Sandro.
¿Y no tienen miedo? Sandro sonríe. Como si hubiera estado esperando esa pregunta. “El miedo es importante”, dice. “El día que perdamos el miedo tenemos que dejar de trabajar. Uno es consciente del riesgo. Si no tenés consciencia podés cometer un error. La tensión es un buen síntoma. El sentido común te dice que para no tener problemas no tenés que volar muy bajo, respetar la seguridad del vuelo, del operativo y sobre todo de la gente que está abajo”.
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