Hasta la muerte de su mamá Encarnación, la vida de Manuelita, de 21 años, pasaba por un discretísimo segundo plano, en una familia en la que se destacaba la figura de un padre que se transformaría en el señor todopoderoso de la Confederación Argentina, Juan Manuel de Rosas. Su mamá Encarnación Ezcurra no le iba en zaga, figura clave en el ascenso de su marido al poder.
Carente de gracia y de frescura, ya había demostrado carácter cuando ambas familias se habían opuesto a su casamiento con Juan Manuel. La pareja ideó el engaño perfecto: ella escribió una carta comunicándole a su novio que estaba embarazada y la dejó a la vista de sus padres. En un santiamén, para evitar el escándalo en ciernes se arregló la unión y asunto resuelto. El día de la ceremonia, el 13 de marzo de 1813, la ciudad hervía de entusiasmo cuando entraron tres banderas tomadas al enemigo en el triunfo en la batalla de Salta.
Manuela Robustiana había nacido el 24 de mayo de 1817. Tenía un hermano mayor, Juan Bautista, que le llevaba tres años. El año anterior a su nacimiento, había muerto una hermana, María de la Encarnación, de días.
El luto por la muerte de la esposa de Rosas, ocurrida el 19 de octubre de 1838, duró hasta octubre de 1840 y Manuelita ocupó el lugar de su mamá en el cariño y como compañía de su padre. Cuando Rosas le mandó a su hija la proclama en la que daba por concluido el duelo, le escribió que “al hacerla he llorado tanto, desde que la escribí días pasados y hoy acordándome de ti, a quien quiero más que a mi vida”.
La chica no tenía el carácter ni las habilidades políticas de su madre, pero su padre le daba encargos en determinados asuntos y la usaba por sus encantos naturales. Era una chica no muy alta, delgada, de fino cuello, de tez oscura. Dicen que no era bonita pero tenía un encanto especial, y todos destacaban su sencillez y bondad.
No fue, como su mamá, consejera del padre, pero sí la anfitriona en las reuniones que Rosas organizaba en Palermo, que funcionaba como residencia y como casa de gobierno, ya que la sede oficial, que era el Fuerte, era una construcción ruinosa llena de humedad y roedores, y Rosas no la quería usar.
Supo cautivar a los personajes políticos de entonces, como Manuel Oribe, John Hobart Caradoc, barón de Howden o a Robert Gore, el encargado británico de negocios, que la llamaba “querida y fina hermana”.
Las tertulias que ella organizaba eran los miércoles en la residencia de Palermo, y la diversión incluía baile en la cubierta de la goleta que su padre había instalado a orillas de un lago. Luego de la cena y la sobremesa, se armaba el baile al compás de la música de los maestros Juan Pedro Esnaola, amigo de Rosas y de Manuelita o, en ciertas oportunidades, por Tiburcio, Ambrosio o Albornoz, sirvientes mulatos del Restaurador.
En los años duros de la tiranía, Manuelita era la única capaz de suavizar las drásticas decisiones de su papá, quien sostenía que “nadie en esta vida ha dominado mis opiniones”. La tradición cuenta que ella salvó varias vidas -no tuvo suerte con Camila O’Gorman- a la sombra de un aromo, en Palermo, que ella misma había mandado plantar. El árbol pasó a la historia como “el aromo del perdón”.
Era 1850 y Manuelita no tenía ningún retrato propio. La importancia del asunto determinó que Rosas nombrase una comisión para que decidiera. Juan Nepomuceno Terrero, Gervasio Ortiz de Rozas y Luis Dorrego dieron la autorización para que la obra fuese llevada a cabo. En la carta donde se fundamenta la decisión, describían a la muchacha como “fondo inagotable de bondad que la embellece”.
Ella confesó que nunca tuvo la idea de retratarse. Su padre dio el visto bueno final. La tarea recayó en Prilidiano Pueyrredón, un artista de 27 años que lo hizo antes de partir a un viaje a Europa. Debía aparecer luciendo un vestido color punzó, y en su mano derecha está apoyada en un papel o documento que lleva a su padre. La culminación del retrato se celebró con un baile en junio de 1851. Casa asistente se llevó, de regalo, una pequeña litografía del cuadro.
El 3 de febrero de 1852, cuando fue derrotado en la batalla de Caseros, Juan Manuel de Rosas firmó su renuncia en el Rincón de los Sauces, hoy Plaza Garay, y se alojó en la casa de Robert Gore, en la calle Bolívar. Lo primero que hizo fue mandarla llamar y junto a ella y a su hijo Juan y su familia, que nunca se había involucrado en los negocios del padre, emprenderían el exilio a Inglaterra.
Ella escribió unas líneas de despedida a una de sus amigas Ignacia Cárcova y otra a Josefa Gómez, cercana a la familia: “Estoy enteramente resignada a mi destino y para probar mi gratitud con el Todopoderoso por el bien inmenso que me ha hecho concediéndome la vida de tatita, yo cuidaré de él para que con mis asiduos cuidados hacerle llevadero su destino”.
Tanto ella como su padre comenzaron a familiarizarse con el idioma inglés en el largo viaje en barco. Primero se alojaron en el Windsor Hotel, en Southampton y consiguió alquilar una granja en las afuera, Burgess Farm. Pero Manuelita tenía otros planes. Hacía tiempo que noviaba con Máximo Terrero, hijo de José Nepomuceno, un amigo cercano a Rosas. Pero al exiliado no le importó la amistad, siempre se había opuesto al noviazgo no tanto porque no quisiese a su futuro yerno, sino por la idea de quedarse solo. Su otro hijo Juan, al tiempo, había regresado a Buenos Aires.
La pareja se casó el 23 de octubre de 1852 y se fueron a vivir a South Hampstead, en las afueras de Londres. En una carta a una amiga de Manuelita, Rosas se quejaba que “la amiga de usted me ha dejado con inaudita crueldad, ya solo en el mundo cuando más necesitaba de sus consuelos…”
Luego de dos embarazos fallidos, fue mamá de Manuel Máximo Juan Nepomuceno, nacido en 1856 y de Rodrigo Tomás, dos años menor. Ella iba con su marido y sus hijos una o dos veces al año a visitar a su papá, con el que pasaban un par de semanas.
“Comprenderás cuál habrá sido su contento y el nuestro al vernos todos reunidos, así fue que aún a pesar de la estrechez de sus ranchos, todos nos creíamos en un palacio ¡Pobre Tatita! Con los ojos llenos de lágrimas me dijo varias veces la satisfacción que sentía al verme tan contenta en su pobre morada…”
Rosas, a sus 84 años, seguía trabajando en el campo. Un día especialmente frío y húmedo de marzo de 1877 le provocó un enfriamiento que colapsó en una neumonía. Su médico y amigo, el doctor John Wibblin llamó de urgencia a Manuelita.
En la mañana de la muerte de su papá, ella estaba junto a su lecho. Lo sintió frío y le besó la mano. “¿Cómo va Tatita? Le preguntó. “No sé, niña”. Fueron sus últimas palabras. Era el 14 de marzo de 1877.
Si bien ella nunca volvió a Buenos Aires, a la que decía extrañar, mantuvo correspondencia con viejos amigos que allí quedaron. Cuando su padre emprendió el exilio, logró llevarse un baúl con documentos relacionados a su gobierno. Ella se los facilitó al historiador Adolfo Saldías, quien escribió la historia de la Confederación Argentina.
Quedaba un tema pendiente, el sable del general José de San Martín, que el Libertador, en su testamento, se lo había legado a Rosas por su firmeza en la defensa de la soberanía. Manuelita decidió donarlo al Museo Histórico Nacional. Lo llevó a la embajada argentina en Londres y de ahí fue enviado a Buenos Aires, donde llegó en febrero de 1897.
Ella murió el 17 de septiembre de 1898, a los 81 años. Su esposo la sobrevivió seis años. En los bosques de Palermo, preservan un retoño de aquel aromo criollo, o espinillo negro bajo cuya sombra se decidía sobre la vida y la muerte ante los pedidos o las súplicas de aquella muchacha que era un símbolo de bondad y compasión en los sangrientos tiempos de unitarios y federales.
Fuentes: Carlos Ibarguren - Juan Manuel de Rosas; Papeles de Rosas, publicado por Adolfo Saldías; Félix Luna - Conflictos y armonías en la historia argentina
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