A principios de 1955, la caída del gobierno constitucional que presidía el general Juan Domingo Perón era impensada. La prensa internacional se hacía eco de la situación argentina y el diario estadounidense The New York Times comentaba en su editorial del 5 de febrero de 1955 que los opositores a Perón tenían nulas chances de poder sacarlo del gobierno como tanto anhelan. El líder justicialista contaba, en primer término, con gran apoyo popular en los sectores obreros y de clase media y también controlaba el Ejército, el Poder Legislativo, el Poder Judicial y la mayoría de la prensa oral y escrita, analizaba el prestigioso diario.
Además, unos meses antes, en abril de 1954, Perón había propuesto por primera vez en la historia que se eligiera por votación el cargo de vicepresidente, que había quedado vacante dos años antes con la muerte de su compañero de fórmula Hortensio Quijano, que no llegó a asumir. El candidato peronista a la vicepresidencia fue Alberto Teisaire y el candidato opositor fue el radical Crisólogo Larralde. El resultado fue contundente: el peronismo arrasó en las urnas con el 64% de los votos contra el 32% de Larralde. Se trataba de un formidable respaldo al gobierno en las primeras elecciones sin Evita, fallecida en 1952.
En materia económica, los salarios de los trabajadores eran los mejores de la historia argentina y la inflación, que había tenido un pico fuerte en 1953, logró ser dominada con una fuertísima campaña contra el agio y la especulación. Sin embargo, a finales de 1954, desde el Vaticano habían ordenado la creación del partido Demócrata Cristiano en diversos países de América Latina, incluido en la Argentina. En esta circunstancia, Perón entendió que el Vaticano y la jerarquía católica argentina querían crear un partido opositor para derrocarlo. Por aquellos días, el presidente mantuvo una reunión con el cura jesuita Hernán Benítez, quien le dijo que no le diera importancia al nuevo partido político porque no tenía chances electorales y que se trataba de una provocación de los obispos. Perón no tomó en cuenta los consejos del antiguo confesor de Evita y el gobierno entró en un conflicto con la curia católica, que se fue acrecentando mes tras mes.
La oposición, que no tenía chances de ganarle electoralmente al peronismo, aprovechó el conflicto y se hizo más católica que nunca y, junto a los obispos, comenzaron a incitar a sectores de la Fuerzas Armadas para que derrocaran al gobierno constitucional. En abril de 1955, varios funcionarios peronistas abandonaron el gobierno, en disidencia con la postura de Perón con el clero. Uno de ellos fue el joven ministro de Comercio, Antonio Cafiero, que cambió al presidente por la Iglesia y se fue del gobierno. Desde los púlpitos de las iglesias se llamaba a derrocar al gobierno mientras que desde los sindicatos se convocaba a defenderlo hasta el último aliento.
El 11 de junio de 1955, la escalada de enfrentamiento llegó a su punto máximo cuando la Iglesia convirtió la tradicional procesión de Corpus Christi en un acto opositor, en el que reunió 50 mil católicos. En la marcha, grupos de la Acción Católica llegaron al Congreso y quemaron la bandera argentina, al mismo tiempo que izaron la bandera del Vaticano y arrancaron una plaqueta en homenaje a Eva Perón.
La CGT llamó a un paro general para el 14 de junio en apoyo al gobierno y a un acto en la Plaza de los dos congresos, en desagravio al panteón nacional y a Eva Perón. La situación en la República Argentina hacía presagiar el inminente estallido de una rebelión contra Perón, que tenía como objetivo derrocarlo y aniquilar todas las conquistas sociales que el peronismo había logrado para los sectores más humildes. El 16 de junio de 1955 a las 12:40, 34 aviones de la Marina de Guerra iniciaron el bombardeo y ametrallamiento sobre Plaza de Mayo con el único objetivo de matar al presidente, el general Perón. Si bien no lograron su cometido, este brutal ataque dejó un saldo de más de 350 muertos y más de 1.000 heridos.
Una vez fracasada la asonada golpista, Perón analizó la situación con sus generales leales, Franklin Lucero, Arnaldo Sosa Molina, José Embrioni y el gobernador de Buenos Aires, Carlos Aloé. A ellos se sumaron más generales y coroneles que exigieron la pena de muerte para los sublevados. Perón se negó terminantemente a que hubiera más sangre en la Argentina y también se negó a aplicar la pena capital a los responsables de los bombardeos. Pero no solo eso: ordenó al jefe de la Policía Federal, Miguel Gamboa, llenar la ciudad de cientos de policías para que no hubiera más incidentes y controlar a los miles de peronistas con sed de venganza. El presidente no solo no fusiló a nadie, sino que en un discurso radial por cadena nacional pidió por la paz y la unidad nacional, y manifestó, entre otras cosas, que la revolución peronista había finalizado. “Comienza ahora una nueva etapa que es de carácter constitucional, sin revoluciones porque el estado permanente de un país no puede ser la revolución. Yo dejo de ser el jefe de una revolución para pasar a ser el presidente de todos los argentinos, amigos o adversarios”, expresó.
Sus adversarios eran los mismos que habían inundado la Plaza de Mayo con cadáveres, que se envalentonaron cuando vieron a un Perón débil y continuaron conspirando, ya que entendían que el presidente estaba muy debilitado. El General promovió un recambio ministerial influido por sus camaradas de armas, quienes le solicitaron ministros más moderados. Renunciaron Ángel Borlenghi, Armando Méndez San Martín, Jerónimo Remorino y Raúl Apold, entre otros. La pacificación que planteaba Perón dio lugar a que los principales dirigentes opositores se expresaran en radio, por cadena nacional. Las voces del radical Arturo Frondizi, el conservador Vicente Solano Lima y el socialista Alfredo Palacios aparecieron en todas las radios argentinas y no hubo condena alguna al magnicidio del 16 de junio y, por el contrario, culparon al presidente de lo sucedido y exigieron su renuncia.
Durante agosto de 1955, los comandos civiles antiperonistas continuaron con los actos de sabotaje contra el gobierno y no aceptaron ninguna tregua. Perón, sintiéndose acorralado por una oposición violenta y golpista que no le aceptó la tregua, hizo una de sus jugadas favoritas. El 31 de agosto presentó ante la CGT y el partido peronista su renuncia a la primera magistratura del país. Inmediatamente, la CGT decretó el cese de actividades y la movilización a Plaza de Mayo. Cerca de las 18 horas, millares de trabajadores se habían reunido en la histórica plaza para que Perón permaneciera en la presidencia. Allí, en un durísimo discurso, el General rompió la tregua y decidió continuar en el gobierno. El 7 de septiembre, la CGT ofreció reservas voluntarias para defender la legalidad, Perón rechazó formar milicias obreras, un hecho que hubiera cambiado el curso de la historia argentina del siglo XX.
La Marina de Guerra, que tres meses atrás había bombardeado la Casa de Gobierno, siguió conspirando y, ante el temor de que Perón formara las milicias obreras y que la institución naval fuese desmantelada, buscó poner fecha a un nuevo levantamiento militar contra el presidente. Sin embargo, antes se aseguraron de sumar miembros del Ejército al complot, como los generales Eduardo Lonardi, Pedro Aramburu y el converso Videla Balaguer. La fecha elegida para el levantamiento militar fue el 16 de septiembre de 1955 con Eduardo Lonardi y el contraalmirante Isaac Rojas como los jefes del golpe, al que llamaron Revolución Libertadora.
En las primeras horas del 16, los golpistas se habían hecho fuertes en la provincia de Córdoba, donde tomaron varias guarniciones militares de la provincia, radios y, después de arduos combates con la policía cordobesa, tomaron la Casa de Gobierno y diversas instalaciones gubernamentales. A pesar de lo que sucedía, el panorama para el gobierno era alentador y, salvo Córdoba, el resto de las guarniciones militares se mantenían leales al gobierno. En Corrientes, Aramburu quiso sublevar la guarnición de Curuzú Cuatiá y fue reprimido por los suboficiales peronistas. Por el otro lado, las tropas leales a Perón eran comandadas por el general Lucero, que entre el 17 y 18 de septiembre encargó al general Ángel Miguel Iñíguez cercar a los rebeldes de Córdoba y al general Juan Eriberto Molinuevo encargarse de los marinos. Los golpistas se sintieron acorralados y amenazaron con bombardear la destilería de petróleo de Dock Sud y bombardear Mar del Plata.
Perón tenía presente los recientes recuerdos del bombardeo naval de junio y sabía que no iban a titubear en masacrar de nuevo a la población civil. El presidente llegó al ministerio de Ejército el 19 de septiembre a las 5:30 y se reunió con los generales Lucero, Molina, Whirth y el gobernador de Buenos Aires Aloé, a quienes les anunció que renunciaría al cargo presidencial si fuese necesario para alcanzar la paz y la concordia nacional. Los generales leales le explicaron el panorama favorable en el plano militar y le informaron que el general Iñiguez se encontraba en Alta Gracia, dispuesto al asalto final sobre Córdoba. Perón les agradeció su lealtad, pero les expresó que no quería la muerte de miles de inocentes y la destrucción de costosísimas obras si se producía el anunciado bombardeo de la marina rebelde. Además, les recordó a sus generales el miedo a una guerra civil como la española, que terminó con una España pobre y devastada, y el miedo a un nuevo bombardeo indiscriminado contra una ciudad abierta, sometida a la acción de cañones navales y bombas aéreas. Perón les recordó que en “la doctrina justicialista, primero está la patria, segundo el movimiento y, por último, los hombres”. “Es hora de cumplirla”, dijo.
El ministro de Ejército, Lucero, convocó a una junta de generales, a los que les comunicó que, ante la amenaza del bombardeo a la Ciudad de Buenos Aires, el general Perón renunciaría al cargo de presidente de la República y les daría la potestad de negociar un cese de hostilidades con los sediciosos. Dicha junta de generales aceptó la dimisión de Perón. Lamentablemente, muchos militares leales a la constitución creyeron en un pacto de honor entre militares y, al poco tiempo de llegar sus camaradas al gobierno, se dieron cuenta del gravísimo error de entregarle el gobierno a Lonardi y Rojas. Perón se asiló en la embajada del Paraguay prácticamente solo dado que la CGT y el partido peronista, comandado por Alejandro Leloir, no convocaron a una huelga general. Tampoco hicieron una manifestación en apoyo al presidente, dejándolo en un estado de soledad absoluta.
“Mire mi hijo, entre la sangre y el tiempo, prefiero el tiempo. Si he sido malo no volveré, pero si he sido bueno voy a volver”, manifestó Perón asilado en la embajada paraguaya a su ayudante, el mayor Cialceta.
Finalmente, Perón no estaba equivocado y retornó al país el 17 de noviembre de 1972. Casi un año más tarde, el 12 de octubre de 1973 asumió por tercera vez la presidencia de la República, con un mensaje para las generaciones futuras argentinas: “Para un argentino, no hay nada mejor que otro argentino”.
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