“Tuve muchos restaurantes. No soy un empresario. Me siento un hacedor. Y un honrador. Me gusta definirme como ‘honrador’. Me gusta socializar el derecho al goce. Soy oesterheliano. Una persona que siente que esta conversación puede entrar en el universo si somos capaces de que muchos la puedan disfrutar”.
El Oso Carlos Eugenio Monti habla. Hace una pausa. Moja la medialuna en el café. No hay nada más porteño que mojar la medialuna en el café. No hay nada más porteño que el Oso Monti mojando una medialuna en el café. Mastica. Traga. Bebe un sorbo negro. Va de nuevo, vuela por el cosmos de la palabra: “Las situaciones lúdicas me llevaron a lugares que si te cuento no vas a poder creer”.
Monti es un héroe anónimo de la cultura porteña: la noche, los restaurantes, el acto social de comer, la conversación, la evocación y la nostalgia sin depresión. Monti es un eslabón por el que se encadena una forma de ser y vivir Buenos Aires a la que le quedan pocos ejemplos: sensualidad, tango, literatura, peronismo, aventura y fe. Quizá sea el último porteño. El brillo de una estrella distante. La memoria viva de la porteñidad.
El Oso (72) tuvo los restaurantes más emblemáticos de Buenos Aires entre los 70 y los 2000: desde El Refugio del Viejo Conde, invento de su padre, o el Oso Charly, su primera creación, hasta El Encanto. Sus amigos dicen que con esta parrillita, la última de sus obras, muy a su pesar y sin darse cuenta, inventó Palermo Hollywood cuando hace más de dos décadas abrió el local en una zona que se inundaba cada dos por tres, entre talleres mecánicos y casas tomadas.
Todas las estrellas del universo hedonista de fines del siglo pasado orbitaron en los proyectos gastronómicos que inventó Monti. De Olmedo y Moria a Ricardo Bochini. De Sandro a Federico Peralta Ramos. De la Coca Sarli a Agustín Pichot.
“El Oso transformó ‘salir a comer’ en un hecho cultural”, sintetiza a Infobae Eduardo Félix Valdés, diplomático y diputado peronista, quien en 2020 impulsó que la Legislatura porteña lo declarara Ciudadano Ilustre de Buenos Aires. Valdés, dueño de El Café de las Palabras, un secreto de parafernalia popular en el que recibe a sus amigos, comparte el delirio de juntar cosas con Monti. Se autoperciben “pulgueros”.
“No soy un coleccionista, soy un honrador”, repite el Oso. Ahora guarda en su casa todo lo que se exhibía y era atracción en El Encanto: una raqueta emblemática de Vilas, los zapatos de Horacio Ferrer, la banda de Miss Argentina de Isabel Sarli, la campera del Napoli de Diego, camisetas de Boca de todas las épocas, una de Vélez de Carlitos Bianchi, la blusa amarilla de Irineo Leguizamo, afiches de cientos de películas del cine nacional y muchísimas otras cosas que podrían constituir el hipotético Museo de la Argentinidad al Palo, entre estas, cientos de fotos con todo tipo de personaje.
“Creo que hay una conexión, así como es arriba es abajo, hay estados de gracia. Y después lo demás es lucha. Detrás de todo hay una representación. Cuando el Otro se siente representado la bocha fluye”, reflexiona Monti para interpretar el secreto de su éxito social: la representación de unos con otros. Los comensales se sentían proyectados en sus restaurantes hacia una pertenencia cultural. El Oso no sólo recibía a los clientes y los atendía.
Nació en el barrio de Palermo. La historia dice que su padre fue el Conde Eugenio Monti de Valssasina, un croata de familia aristocrática italiana que peleó en la Segunda Guerra. Un bon vivant del siglo pasado, doctorado en Ciencias Políticas, cocinero gourmet, políglota de 11 idiomas, deportista, cineasta, capaz de recorrer 200 kilómetros para degustar un plato.
En 1972, Eugenio Monti abrió El Refugio del Viejo Conde en el Palermo periférico a la Rural, una casona con aspecto de castillo medieval sin carteles ni marquesinas. Para entrar había que golpear la puerta. Los clientes más fieles tenían una llave de la puerta principal. El Refugio pronto se convirtió en un objeto de deseo por los comensales más refinados del mundo, gracias, sobre todo, al lomo de jabalí con salsa de grosellas y arándanos, puré de manzana, puré de castañas y arroz pilauf, que cocinaba un francés-argelino de renombre internacional, Antonio Remis. “Aprendí todo de él, pero hasta las ocho de la noche, después se ponía en pedo y lo teníamos que subir a la cama”, ríe el Oso.
Por la ventanita de la puerta de El Refugio vio asomarse rostros inesperados. Desde Perón, amigo de su padre, a Sandro, de quien se convertiría en un confesor. “Sandro tenía su gin Beefeater en mis bares. Venía bien tarde y nos quedábamos hablando hasta las seis de la mañana. Cuando tenía el Oso Charly, en los 80, yo vivía arriba del local. Veíamos salir a mi mujer con mis hijos a la escuela”.
En 1987 Sandro le pidió al Oso el contacto de un médico, en específico su amigo Raúl Matera, un distinguido “neuroperonista”, delegado personal de Perón, una de las personas que viajó en la vuelta del General desde Madrid. Matera le había extirpado un tumor a la Coca Sarli. “Pero Roberto mirá que el doctor arranca a las 6 de la mañana”, le dijo Monti, conocedor de sus hábitos noctámbulos. “Vos armame una consulta yo estoy”, respondió Sandro. “Claro, fue a las ocho de la noche”, ríe el Oso.
Fueron juntos al consultorio de Matera y Monti fue testigo de la advertencia del médico. “Fumás mucho Roberto, en diez años lo vas a lamentar”, cuenta que le anticipó. “Y diez años después vino un día, trajo a cenar a todos sus músicos, y después cuando todos se fueron nos quedamos solos y me cuenta su problema. Me dice ‘me la voy a jugar, Oso, me la quiero jugar’. Y ya sus últimas presentaciones cantaba con un tubito de oxígeno al lado del micrófono”.
“Hubo una amistad, una transferencia de esa amistad atemporal, que no significa que yo tendría que ir a la casa de él para sentir que yo era su amigo. Teníamos el mismo código de área, entendés. Sí marcás tu código y entro y vos me decís ‘bienvenido a Saturno’ entonces ya estamos. Desde ahí buscamos juntos al Dios que no vamos a encontrar porque siempre cuando llegamos, como el cuento de Bradbury, ‘ese hombre blanco estaba con multitudes’ y ya se había ido a otro planeta. Seguimos buscando, llegamos a ese planeta, y ese hombre blanco ya no está. Seguimos buscando. Y así. Hasta que un día me decís ‘Oso ya no te acompaño más’. Y yo te pregunto por qué. ‘Porque ya creo’”.
“Teníamos grandes conversaciones esotéricas con Sandro, era un gran detector de energía. Te miraba y te sacaba la ficha. Era Valentín Alsina y era Elvis Presley a la vez. Y pocos saben de su religiosidad, de la que nunca habló. Teníamos en común una comunión crística. Y yo, como peronista, también. Roberto te hacía vibrar. Y me siguió por todos los establecimientos”.
Mientras su padre abría el Refugio, él surcaba su propio camino. Junto a su hermano Jorge -actualmente uno de los empresarios gastronómicos más importantes de Brasil- antes de los 20 años quisieron diferenciarse de su padre y salieron a vender “sánguches” a la calle y a la feria de Mataderos. “De día vendía mortadela y de noche los platos más refinados”, recuerda, en la misma época que estudiaba Derecho en la UBA y militaba por la vuelta de Perón.
El Oso era muy inquieto. Jugó rugby y cuando la rodilla no le dio más se pasó al tenis. Las relaciones públicas del contexto social de la práctica deportiva le permitieron acercarse a figuras no solo del tenis. Así conoció a Charlton Heston o al célebre piloto italiano de F1 Riccardo Patrese, con quien se hizo tan amigo que lo acompañó por las carreras del mundo entero. “Fui muy andariego, me casé con una holandesa y viví en Amsterdam, caminé todo Mónaco”, relata.
Luego volvió de andar por Europa y conoció a Cecilia, una cantante porteña de los café concert de la época, con quien tuvo a sus tres hijos (dos mujeres y un varón). En 1981 entonces se abrió del Viejo Conde que era su padre y puso su propio emprendimiento, El Oso Charly, también en Palermo, sobre la calle Sinclair.
“Se convirtió en un lugar de culto. Tuve la suerte maravillosa de poder recibir no solo a la muchachada del barrio sino a todo tipo de personalidades. Me fui enriqueciendo. Soy un abrazador de las relaciones. En esa época hice mi ideario que les daba a los muchachos cuando se iban del boliche. Para mí el amor es la fuerza más poderosa. El amor es la única forma de vencer al odio”, enumera. El “ideario del Oso” es un tríptico con 57 máximas o aforismos. “En la hora exacta recibirás lo que mereces”; “El secreto del poder es unirse”; “Anímate para las verdades superiores”.
- Siempre fui hijo de la voluntad. Si había algún talento lo exploraba desde la voluntad y el deseo. Y después con las ganas de vibrar. Tanto la guitarra, porque en mi restaurante cantaba (en italiano, tangos), como la raqueta me abrieron puertas.
- ¿Qué pasaba en tu boliche que iban todos? ¿Era esnobismo, calidez, buena comida?
- Hay espacios que la gente elige. Yo tenía un menú -hasta la híper- con varios platos para comer rico, se comía siempre rico. Y había un pianito, y el pianito hacía el resto. Y yo cantaba. Alguna vez alguien dijo “es imposible ir a lo del Oso y no levantarte una mina”. Se generaban cosas. De pronto a Graciela Borges le encantaba y así pude hacer una empatía con ella. Y así con todos. Fui un hacedor. Yo soñé con la comunidad organizada. Entonces de pronto la muchachada que laburaba en mi boliche venía de la Unidad Básica. Tuve una diversidad difícil de explicar. Un día Alberto de Mendoza, un día Gerardo Romano, el puma Arturo Rodríguez Jurado, los campeones mundiales de básquet del 50, Horacio Ferrer...
Gracias a su amistad con De Mendoza incluso fue actor. Interpretó a Severino Di Giovanni, el militante anarquista, en la famosa serie de los 80 El Oriental. “Alberto me dio el dato pero me dijo que vaya a hacer el casting, necesitaban alguien que hable italiano cocoliche y yo sabía. Me metí tanto en el personaje que en el casting rompí toda la escenografía a los sillazos. Pensé que el director me iba a matar pero le encantó. Y estuve cuatro capítulos”, cuenta a carcajadas.
A Silvio Marzolini primero lo vio desde la tribuna de la Bombonera (”me hice de Boca por lo mismo que me hice peronista”, aclara y cree que no hay nada que explicar). Después se hicieron grandes amigos. Le pasó lo mismo con Isabel Sarli, de quien era admirador y coleccionista de los afiches de sus películas. Marzolini le llenó el bar de sus viejas camisetas de Boca y la Selección. La Coca le regaló la banda de Miss Argentina 1955. “Y me pasó que en ambos casos, sus familiares me pidieron que fuera yo quien dijera las últimas palabras en sus despedidas”, se emociona el Oso.
“Sé que estamos en la globalización, sé que esa etapa de globalización tiene su regionalidad. Tenemos que entrar en la etapa de la barrialización. Siento con mucho dolor cuando un montón de colmenares edilicios de cemento va terminando con las casas de nuestros abuelos”, dice el Oso. En estos días, ahora sin restaurantes a su cargo, lee a Xul Solar y escribe sobre la París de los años 20 y la llegada del tango, también piensa en narrar sus memorias y le está dando forma a un trabajo sobre los bares notables porteños. Moja la segunda medialuna en el tercer café. Todo lo hace, dice, porque se considera un defensor de la porteñidad.
- ¿Te considerás una especie en extinción?
- Me considero un hombre que ama su ciudad. Soy un amador cultural de mi ciudad. Soy amador de historias ignotas. Soy de una generación sobreviviente. Soy un hombre que intenta humanizar la tecnocracia. Soy un humanista. Esta bohemia se fue extinguiendo. Pensar que somos los últimos me pone en una situación difícil con uno mismo. No quiero hablar de mi extinción. No creo que las cosas se tengan que extinguir. Si la memoria popular se extingue ¿cuál es la razón de existir de un pueblo o de sus valores?
- ¿Ese honrar las relaciones es una forma de perpetuarse en la historia y la cultura?
- La nación es pasado, presente y futuro. Ahora soy retrofuturista. Soy un caminante urbano que llevo la mirada del año 20 a hoy, transporto el futuro. Me inspiré mucho en la película Metrópolis, la obra maestra de Fritz Lang. Puedo ser una especie de Osópolis jaja. Soy un caminante extinguido. ¿Existo o no? ¿Dónde estoy? Sigo leyendo a Brian Weiss (un médico y psiquiatra estadounidense, conocido por sus investigaciones sobre la reencarnación, la regresión de vidas pasadas, la progresión en vidas futuras y la supervivencia del alma humana después de la muerte). ¿Si leo a Weiss por qué no voy a sobrevivir?
“Demencia grata”, repite Carlos Monti después de un rato de silencio en el que su pensamiento pareció recorrer frecuencias alternativas. Demencia grata, dice que era el corazón conceptual de un poema que su amigo, el dandy, poeta, artista inclasificable Federico Peralta Ramos le dedicó décadas atrás. “Con Federico fuimos hermanos de demencia grata”, sonríe el Oso.
- ¿Cómo es la demencia grata?
- Estábamos hermanados en no perder nunca la capacidad de amar, y ese es un verbo muy fuerte para conjugar. Una noche yo estaba con mucho trabajo, de un lado para el otro, en el restaurante. Y lo veo a Federico sentado, solo, con una caja enorme. Pasa el rato y me acerco. ‘Hola Federico. Hola Oso, te traje un regalo’. Había sido mi cumpleaños, le dije que gracias y seguí laburando. Al final de la noche Federico seguía ahí sentado. Fui y abrí el regalo. Eran unos guantes de box. Yo boxeaba, pero eran enormes, no para usarlos. Muy grandes. Le agradezco y se me ocurre decirle ‘Fede, no voy a poder usarlos, son muy grandes’. Me mira y me dice ‘te los traje a vos por lo mismo que se los regalé a mi vieja’. Y hace silencio. ‘¿Sabés para qué? Para que no bajés la guardia’”.
- ¿Y nunca bajaste la guardia?
- Y depende. Siempre puse mi corporalidad al servicio del espíritu. Tenés la historia para mirar la Historia. Depende quién la escribe. Vos elegiste al Oso para escribir porque tiene camisetas. El Oso tiene boludeces y hace falta una cierta bizarría en este quilombo serio que hay. Algo que pueda despertar una sonrisa, un ensoñamiento, algún tipo de esperanza, porque pusieron la esperanza en una licuadora. Este es un país sin esperanza. Si no tenés sueños... si no tenés deseo, o vas al psicólogo o tomás ansiolíticos. El día que quisieron matar a Cristina me tuve que tomar un Alplax. Yo. Otros estaban aplaudiendo.
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