De la Argentina sabe poco y nada, aunque haya nacido en San Luis hace 52 años, en Villa Mercedes. El diseñador de joyas Rodrigo Otazu atiende la llamada de Infobae en una playa de Ipanema, en Río de Janeiro, en un día espectacular, animado por los festejos por el día de la Independencia de Brasil. Otazu está lejos de su casa, que está situada en el West Village, de Manhattan, Nueva York, donde vive por lo menos hace 20 años. Allí montó la base de su negocio, que lleva su nombre, que llevó desde Amsterdam, en un cambio de rumbo, porque considera que esa ciudad “es el control remoto del mundo”. Desde Nueva York comercializa sus piezas en 300 locales a nivel internacional.
Su gran crecimiento profesional, sin embargo, se dio en los Países Bajos, donde dice que era imposible no conocerlo. Hasta Máxima Zorreguieta un día lo saludó por su nombre de forma cariñosa cuando lo vio por primera vez en un evento, en los tiempos que era princesa y también usaba sus joyas. Mientras que al mismo tiempo, otra princesa, la del pop, Britney Spears, también adornaba su cuerpo con piezas especiales creadas por el argentino, para una presentación de I’m Slave 4 you, su gran carta de presentación.
Su vida transcurre por el mundo y no en un solo lugar. Otazu es demasiado inquieto. A los seis años soñaba con los ojos abiertos mirando el cielo, y le decía a su mamá que quería descubrir el mundo: “Esto no puede ser todo”. En una época en la que no se estilaba viajar, recuerda que una de las primeras cosas que pidió de regalo fue una máquina de escribir. Tenía apenas 10 años y volaba con su imaginación. Su mamá era periodista, su papá tenía una agencia de publicidad y además, trabajaba en un banco, que era lo que pagaba las cuentas. Rodrigo creció entre periodistas y también artistas y cantantes. Sus padres eran bohemios.
A los 13 empezó a escaparse para ir a discotecas de Córdoba y Buenos Aires y escuchaba las vivencias de aquellos que habían viajado. Me había hecho amigo de un aristócrata que me relataba sus viajes por Europa y eso “me alimentaba el alma”. Además de esas ansias por conocer el mundo, tenía algo en las manos que no lograba descubrir qué era y se manifestaba pintando las paredes del living como veinte veces por mes, cortando las cortinas a sus vecinos para hacerles camisas o un vestido de novia. “Era terrible cuando era chico”, asegura. Su energía creativa era imposible de contener.
¿Cómo frenar un vendaval? Los últimos años en su ciudad fueron bastante opresivos para quien había revelado a sus padres su homosexualidad “Fue terrible. La mala onda de vivir en una sociedad que nos rechazaba me llevó a ser fuerte. Cuando le conté a mis padres a los 14, que era homosexual fue como si explotara la bomba de Hiroshima. El machismo argentino era mucho más pronunciado que hoy. La homosexualidad en esa época era vivida para una familia como un castigo de Dios”, recuerda. En esa época, era un gran consumidor de revistas. Se había hecho amigo de la kiosquera y miraba lo que sucedía en otros lugares del mundo. Y ahí estaba Prince, con su vestimenta tan original. “Me fui dando cuenta de que había otra realidad. Que estaba en el lugar equivocado y con las personas equivocadas”, expresa.
Vivir con la verdad le dio a Otazu más fuerza y ganas de amarse que de autodestruirse por ser distinto. Lo negativo lo convirtió en positivo. Y el día que con 17 años se sacó un pasaje a Madrid se fue con una sola convicción: “la del triunfo”.
Cuando pisó la capital española se dio una vuelta por el centro y se hizo amigo de unos chicos que vendían brazaletes en la calle. Todos vendían lo mismo. Así que él sin pensarlo demasiado, decidió regresar al día siguiente para vender algo distinto: unos aros hechos con tapitas de gaseosa, las de chapa. “Era una marca mundial y yo quería comunicarme con el mundo”, asegura. Como le fue muy bien, volvió a vender todos los días. Los días malos ganaba 100 dólares, los buenos entre 200 y 250. ¿Cómo intervenía las tapitas? De mil formas. “Les ponía los brillitos para las uñas, caracoles, los engarzaba con alambres, le hacía un rulo y los pintaba de colores fosforescentes, o les ponía perlas”, describe.
Como no era legal vender en la calle, vivía huyendo de la policía. Ya había viajado por Barcelona, Francia, Creta, Israel. Pero a la hora de decidirse por otro destino fue Sidney, Australia. En ese continente se propuso ocupar el lugar que había visto en las revistas cuando era chico en Villa Mercedes. Quería pertenecer a ese mundo. Para lograrlo, compró perlas, canutillos y estuvo toda una noche confeccionando un collar elegante y único. Encendió velas, puso música de Ella Fitzgerald y evidentemente se inspiró porque el día que llevó ese collar a la revista Vogue quedaron maravillados.
La situación no podía ser mejor: el collar, inspirado en un racimo de uvas, colgaba del cuello de una modelo famosa, en la portada en una playa paradisíaca. Así Rodrigo Otazu empezó a trabajar, a hacer esos collares que habían empezado a demandar. “Me fue espectacular. Todos los negocios me pedían el collar de la tapa de revista”, recuerda.
Con esa experiencia, se volvió a Europa con actitud ganadora. Se instaló en Amsterdam y con el trabajo que hacía, del que se sentía orgulloso, recibió “un tortazo en la cara”. Es que los europeos consumían marcas emblemáticas, de lujo. “Me encontré que no funcionaba lo que yo hacía, así que para subsistir empecé a trabajar inflando globos”. Afortunadamente, no los infló con sus pulmones. Otazu asegura haber trabajado de todo. También, fue modelo. Hoy posa para su propia marca, con Nueva York de fondo.
Los siguientes 15 años incluyeron viajes a París. Trabajó para marcas de lujo, sin contactos y tocándoles el timbre a cambio de poco y nada. Quería aprender. Formarse en las grandes ligas. Cuando estuvo seguro de haber aprendido los gustos y reglas del mercado de lujo se lanzó con su propia marca. “En ese momento estaba como sereno en un hospital abandonado. Lo llené de gente para que trabajara, no tenía que pagar renta por lo que me ayudó muchísimo a crecer. Eso me dio el puntapié para desarrollarme”, explica.
Tiempo después, ofreció asesoramiento a una firma austríaca de joyas hechas con cristales, hasta que empezó a hacer colecciones con ellos, para ellos y por su cuenta. Y como Otazu es un soñador sin techo, empezó a trabajar con piedras preciosas. Subió al escalón de los diamantes y con su resplandor llegaron celebrities. Una de los grandes logros fue diseñar las piezas de la película Sex and The city. Otro hito, diseñar las joyas para el memorable vestido de carne que lució Lady Gaga. “Me tengo que cachetear a veces para darme cuenta de que participé de momentos cruciales”, expresa.
En los tiempos que vivió en Amsterdam experimentó el amor verdadero. Su relación con un holandés duró 15 años. Ahora está solo. Pero está en armonía consigo mismo. Rinde culto a su cuerpo esculpido. Disfruta del sol en la playa de Ipanema. A sus 52 años se siente mejor que nunca. “Festejo la vida”.
Como mentor aconseja mucho a jóvenes argentino que le escriben interesados en sus diseños. Otazu los alienta a luchar por sus sueños. Actualmente, cuenta que está trabajando con una mina de San Luis, donde hay diamantes. Durante la pandemia estuvo en la Argentina y quien sabe, algún día vuelva a asomarse por estas tierras. Mientras tanto, se lo puede ver tomando sol en las playas de Río de Janeiro.
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