Es fácil denostar el nombre de José Félix Uriburu a partir del cliché más repetido: el general que derrocó a Hipólito Yrigoyen e inauguró, en la Argentina del siglo XX, la práctica antirrepublicana de los golpes dictatoriales o los “cuartelazos victoriosos” como los llamó Juan Domingo Perón.
Sería sencillo catalogarlo entre los militares que no conocieron el campo de batalla ni el zumbido tenaz de las balas enemigas, y cuyo dudoso trofeo marcial fueron los compatriotas abatidos, bastoneados o encarcelados, y las autoridades depuestas, durante el alzamiento de setiembre de 1930.
Todo esto es fácil concebirlo por la simple e incómoda razón de que es cierto. Sin embargo, la enumeración de un manojo de verdades odiosas no alcanza para explicar a Uriburu como sujeto histórico, y mucho menos para comprenderlo como ser humano. Hace falta algo más, bastante más. Y ese plus de interpretación sólo podía provenir de los años previos al golpe de 1930, cuando ya había probado el gusto de la conspiración logiada (en la revolución del 90) y se había habituado a transitar las antesalas del poder como espacio de familia, desde que fue edecán de su tío presidente. Sin esa dilatada perspectiva de los años que corren entre 1868 y 1929 en la vida pública de Uriburu, su comprensión resulta imposible y su irrupción en la escena histórica sería tan artificiosa e inexplicable como el deus ex machina que emerge de una tramoya oscura para poner la escena en orden.
Tanto la demonización de Uriburu como los “intereses creados” que solapan los panegíricos sectarios deben ceder su lugar a una operación critica de historización, lo cual no implica en modo alguno su rehabilitación póstuma o su reivindicación al amparo de ideales patrióticos o de consignas nacionalistas, por más que los haya profesado con sinceridad y alzado como oriflama.
He aquí la tarea que viene a realizar el historiador Guillermo Gasió con una obra (José Félix Uriburu. 1868-1929; Maizal Ediciones) que es continuación retrospectiva (“precuela” le dirían si se tratara de una película) de su sólida trilogía acerca del segundo mandato de Yrigoyen, su crisis y su interrupción.
En esta ocasión, el Archivo General del Ejército y el “Fondo Uriburu” del Archivo General de la Nación, entre otros repositorios y lecturas, han provisto al sólido especialista en historia política argentina del siglo XX que es el autor (a mi juicio, el más solvente en la materia, entre los contemporáneos), de un venero caudaloso y fresco, que comenzó a derramarse sobre su investigación desde 1970 y que fue registrando sucesivas modificaciones y reajustes. De modo que el texto ha acumulado la suficiente maduración para socializarse en el formato de un libro de más de doscientas páginas y una miríada apabullante de referencias bibliográficas, hemerográficas y archivísticas que no he tenido la paciencia de contar más allá del número 600. Además de entrevistas realizadas entre 1970 y 1976.
Se trata indiscutiblemente de un estudio erudito en lo tocante a las fuentes editadas y a las invaluables fuentes de archivo, inteligentemente relacionadas, y que sin renunciar a los rigores heurísticos que supone la vigilancia critica de esas mismas fuentes, concede al lector la cortesía de una narración amena y sin rebuscamientos, complacida en el uso del castellano y lejos de las jergas y los neologismos en que suelen solazarse algunos investigadores.
Gasió toma distancia de esas poses, tanto de los intelectuales casquivanos, como de los beneficiarios del sistema científico estatal (financiado por los ciudadanos) y sus abordajes “nomológicos”, despreciativos, por reflejo, de la historia narrativa. Y aunque quizá su corazón genuinamente republicano permanezca cerca de Yrigoyen, aquella simpatía por el viejo caudillo no se deleita en prejuicios sobre la figura de quien lo removió del poder con premeditación y alevosía.
Sin duda que existe un deber de respeto del historiador hacia los hechos, y que el problema hermenéutico de la objetividad se satisface cuando el protocolo de la recolección documental queda cumplido. Gasió lo ha hecho con creces, ya que no es un simple “datista” (como decía Rómulo Carbia de los acopiadores de datos menudos con pretensiones eruditas), aunque su recolección sea abrumadora.
Como historiador que ha tomado seriamente el dictamen de Benedetto Croce (que toda la historia es historia contemporánea en tanto hazaña de la libertad…), Gasió debe situarse en el lugar de un intérprete, pero jamás atropella los hechos con sus propias conjeturas, ni se presta al juego fantasioso de imaginar intenciones ocultas del personaje y su circulo de influencias, que serían, de suyo, bastante imaginables. Y mucho menos fustiga con los juicios condenatorios de un presente político que, sea de derecha o de izquierda, busca congraciarse con una agenda progresista como prueba de corrección. En su relato no hay diatribas porque prevalece la ardua objetividad de los hechos, según la huella que ellos han dejado en las fuentes disponibles. De ahí que el autor cede la palabra a las fuentes y se reserva únicamente el rol de engarzador de esas miradas, testimonios y juicios que se suceden como eslabones, reduciendo al mínimo la operación de interpretación, para retener una exitosa labor curatorial. Las opiniones no son las suyas. Pero son fruto de su lucidez los interrogantes que propone y el menú de posibles respuestas.
¿Quién era aquel prestigioso oficial del ejército argentino que pasó a la historia por un golpe exitoso, al cual siguió un gobierno fracasado y una “revolución” frustrada? ¿Quién había sido Uriburu antes de la revolución de 1930? ¿Quiénes fueron sus amigos y cuáles fueron sus vinculaciones dentro y fuera de ese ejército donde, como director de la Escuela de Guerra, logró imponer un nuevo reglamento y modificar el plan de estudios? ¿Cuál fue el proceso de construcción de su prestigio profesional y cómo ese prestigio militar fue puesto por él al servicio de sus objetivos políticos? ¿Por qué pudo encarnar a aquellas minorías atropelladas que enarbolaba “La Fronda” en 1929?
Todas estas preguntas las responde Gasió con pluma ajena, justificando en una colecta de testimonios de época una serie de notas definitorias del carácter y el pensamiento de Uriburu: su convicción genuina del agotamiento de la dirigencia partidista nacional, la cimentación de su figura castrense a través del profesionalismo y la innovación, la permanente inquietud política derivada hacia los cauces conspirativos que fueron desplazando sus iníciales convicciones demoprogresistas, su personalidad permeable a la influencia del entorno, su confuso ideario político, su encono con Yrigoyen y todo lo que éste representaba, su desprecio al elemento popular en la integración del gobierno (de ahí que difícilmente hubiera podido pensarse a sí mismo como un líder de masas a la manera de Mussolini, aunque le atrajeran las propuestas corporativas).
La misma fotografía del biografiado, en la cubierta del libro (publicado prolijamente por Maizal ediciones), lo muestra ya general de brigada (ese ascenso de 1913 que desplazó a oficiales que le llevaban una ventaja de diez años en el mismo grado de coronel…), pulcro y atildado, con algo de suficiencia contenida en la tensión de la mirada, como disimulando, apenas, su tendencia a la arrogancia del gesto airado y su temperamento susceptible, que eran tal vez sus peores defectos; y lo retrata condecorado con un muestrario de medallas que son la metáfora metalúrgica de un constructo de “gloria guerrera” puramente escenográfica, porque no fue ganada en ninguna guerra, sino en ejercicios de academia contra enemigos imaginarios, o en maniobras simuladas en las sierras de Córdoba, o en planes de reorganización y otras tareas de la burocracia de cuartel en tiempos de paz. Y por sobre todo, aquellas insignias jalonan el ascenso lustroso de un oficial en acto continuo de operación política, desde el interior del ejército, consolidando ese núcleo de ideas autoritarias y de supremacía castrense que caracterizaba al militarismo prusiano y que vino a inocularse entre nosotros. El destino no le concedió, pues, el privilegio del cual gozaron sus mentores alemanes erigidos en heraldos de Marte y que él hubiera deseado: una guerra de verdad. A falta de ella, y en los menguados ocios que le dispensaba su empleo, halló tiempo y lugar para el hábito del “fragoteo”.
Sin quererlo, aquella imagen gallarda de Uriburu ornamentado (no en vano, en inglés “condecorado” se dice “decorated”, o sea, “decorado”) lo postula con esa etiqueta que él mismo acuñó con evidente sentido peyorativo en su polémica con el coronel Ramón Molina: uno de aquellos fatuos oficiales intoxicados de su eficiencia.
Fue un hombre reaccionario dispuesto mandar a cualquier precio, convencido del rol salvador del ejército, dentro del más amplio paternalismo tutelar de su clase privilegiada, antidemocrático por cuna y por carrera. Las pruebas sin adjetivación que ofrece Gasió de este ethos dominante en el carácter de Uriburu son concluyentes.
Nimbado por ese prestigio marcial (llegó a ser el general más reconocido entre sus camaradas y, también, el más antiguo), logró la paradoja de involucrar en un golpe favorable a los núcleos oligárquicos conservadores, a un ejército reclutado sin mucha convicción revolucionaria, que, para entonces, ya se nutría de elementos de la clase media y de los vástagos de familias de inmigrantes.
Pero el libro no es una biografía que se conforme sólo con la narración fáctica de la vida militar de Uriburu, la cual sería, quizá, tediosa y casi irrelevante en la escena histórica nacional (alguien dirá que más importante pudo haber sido, en punto a la transformación del ejército, la huella del benemérito general Pablo Riccheri, ubicado en las antípodas de esa ideología del aparato castrense como instrumento político), de no ser por ese episodio único e irrepetible del 6 de setiembre de 1930. Si antes fue el verdadero agente modernizador del ejército (como parece estar suficientemente acreditado), la eficacia de sus reformas no podría precisarse con certeza, desde el momento que “ese” ejército no afrontó una guerra real donde medir su modernismo en términos de poderío bélico.
Ahora bien, el autor debe lidiar con un problema historiográfico de recurrente controversia, que es el problema de la causalidad. ¿Hubiera ocurrido exitosamente el golpe de 1930 en ausencia de Uriburu? O, mejor dicho ¿sin la presencia aurática de Uriburu?
Aquel “revolucionario” que toda su vida había sido empleado estatal, no sólo encarnaba la suma de notas que los partidarios de una restauración nacionalista esperaban de un líder conspirador, en un ambiente cargado de “frondismo”. Poseía además la predisposición más convencida y los deseos más impacientes para colocarse a la cabeza del derrocamiento de un presidente al cual detestaba ideológicamente; y probablemente también estuviera convencido (o se dejó convencer de ello) de su propia idoneidad para gobernar la República en aquella crisis, como si se tratara de un cuartel o de una estancia, con aire de casta y con el concurso de un gabinete ministerial provisto por sus vínculos sociales, colectados mayormente en el Jockey Club o el Círculo de Armas. En otras palabras, para darle carácter cívico a su operación militar eligió compañeros de club en lugar de hombres de partido.
Yrigoyen hubiera caído en 1930 o en 1931, probablemente, y lo hubiera reemplazado un vicepresidente o quien le siguiera en la línea sucesoria, como mandaba la Constitución. Pero ese continuismo institucional amparado en la legalidad no era en modo alguno aceptable para quienes, como Uriburu y su entourage creían, ahora sí, que había sonado “la hora de la espada” lugoniana y que debía tronar el escarmiento para los políticos populares o populistas o demagogos. O, simplemente, adscriptos a la democracia partidista, con sus defectos y sus virtudes.
Aquel gobierno “septembrista” fue obtenido por arrebato pero sin plan, fue un espasmo sonoro hasta la estridencia, estentóreo como una arenga, aturdió como una clarinada, fue afortunado y fraguado en buena medida por los medios opositores al gobierno. Pero fue un movimiento sin multitudes, encabezado por un presidente con ideas políticas confusas cuando no atrasadas y autoritarias. No podía ser un dictador moderno, porque, como dijo Chesterton, mientras los viejos tiranos invocan al pasado, los nuevos prefieren invocar al futuro. Justamente, su falta de perspectiva futurista lo anclaba a un pretérito inviable para los tiempos nuevos de las masas argentinas.
Y sin embargo, a Uriburu, como al Señor de los Anillos, le bastaba el mando. He allí el quid de la cuestión. Porque la pobreza de resultados se verificó aún dentro del propio programa autoproclamado como revolucionario: liquidación del sistema de partidos, reforma constitucional, creación de un modelo de representación corporativa y económica (respecto de esto último, ya en la década de 1920 Uriburu había comenzado a vincularse con grupos financieros concretos e integró algún directorio societario). Nada se consiguió y, a la postre, ni siquiera un tibio “reformismo” pudo permanecer como marca innovadora y durable en el sistema político.
Más aún: desde la ventaja retrospectiva del presente y las aguas que hemos visto correr en estas décadas, podríamos llegar hasta a compartir su desconfianza hacia la “partidocracia” y los dirigentes políticos profesionalizados y su secuela despreciable de clientelismo, de promesas fraudulentas y de perpetuación, como una casta, en los cargos públicos. Pero nunca llegaríamos a simpatizar con su atropello a las instituciones republicanas, ni a compartir su pesimismo con relación al elemento popular, y mucho menos, su empeño paternalista en demostrar que sólo una clase privilegiada por la riqueza heredada o el abolengo atado a la tenencia de la tierra y el ganado podía rescatar a la Patria.
Si aquel fracaso se debió a las limitaciones políticas de Uriburu o a sus malos consejeros o a la oposición activa del sector mas liberal del ejército, es un interrogante que el libro deja abierto.
De todos modos, el acopio de opiniones de tantísimos contemporáneos del general conspirador parecen inducir a pensar, como una lógica conclusión, que a Uriburu no lo movió la más crasa ambición para consumar su golpe de Estado. ¿Acaso en este punto podría radicar su debilidad intrínseca como dictador o, si se prefiere, como líder carismático de una verdadera transformación del sistema político? Pues, en definitiva, prestó su nombre de impecable oficial del más alto rango, para etiquetar, en adelante, la praxis golpista en la Argentina, esa inclinación corrosiva y cíclica que desgarró y retrasó a la República durante el siglo XX. Y, sin quererlo, facilitó el camino para la llegada al poder de un general más ambicioso que él, y mejor provisto de una plasticidad de ideas y de reflejos políticos, que fue Agustín P. Justo. Y si el nombre del primero de ellos quedó solidarizado para siempre con el golpismo metódico, el del segundo iba a quedar asociado, también para siempre, con la llamada “década infame” y sus prácticas electorales mañosas. Poca gloria para ambos soldados.
Ahora bien ¿hay señas de la “humanidad” de Uriburu? Naturalmente que sí, y Gasió no las oculta en la cosecha de los numerosos testimonios que integran el capítulo titulado Un hombre que inspiraba respeto. Allí desfilan las opiniones ponderativas de Gálvez, Gadella, Sánchez Sorondo, Carlos Ibarguren, Reynolds, De la Torre, Scalabrini Ortiz, Sarobe, Kinkelin, Molina, Carulla, Pinedo, Mujica, Smejoff, Lugones y hasta Perón. Todos ello coincidieron en destacar algunas virtudes básicas en el general, como su talante campechano, su llaneza, sus buenos modales, su simpatía sonriente, su sencillez y franqueza, la modestia de sus gustos, su preocupación por el país, su firmeza, su apertura a la confianza en sus camaradas y amigos, su tranquilidad, la sinceridad y hondura de sus afectos y su coraje. No son pocas virtudes.
Frente a ellas, la figura “demonizada” se vuelve humana, por fin, lo cual es como decir que recupera su historicidad objetiva. Y es un mérito de este libro acercar al lector esa dimensión axiológica de los atributos virtuosos que poseyó Uriburu, aunque la mala prensa que ganó su nombre los haya silenciado. Porque como enseñaba la Escolástica tomista, no hay una criatura humana tan mala que no posea, al menos, alguna virtud.
Y he aquí el meollo del problema “moral” con Uriburu: que nació dotado de talentos y facilidades materiales, que creció favorecido por los privilegios de una crianza moldeada en las mores maiorum de las hidalguías provincianas y que, ya adulto, alcanzó a situarse en un podio de mérito e influencia en una institución de la máxima jerarquía y representación, como era el ejército. ¿Para qué sirvió todo ese bagaje, bien adquirido pero, a la postre, malogrado? He allí una cuestión que cada lector habrá de responder. Y no se trata de que Uriburu fuera bueno y malo por mitades, como ningún hombre o mujer podría serlo: la naturaleza humana no es aritmética.
El historiador inglés Edward Carr escribió una vez que el “gran hombre” es siempre representativo de las fuerzas existentes o de fuerzas que contribuye a crear. Aún cuando difícilmente podría etiquetarse a Uriburu como un “gran hombre” en el sentido acuñado por Carlyle y sus epígonos, no cabe duda de que en aquel 6 de setiembre de 1930 supo encarnar el fermento golpista que existía en el ambiente político nacional (e internacional también) y que a lo largo de su carrera y en el entramado reticular de sus vinculaciones de clase y de ideología (esa nacionalismo oligárquico castrense) coadyuvó, sino a crear, al menos a fortalecer esa idea de que a la Patria la salvan los iluminados, bendecidos por una genealogía afortunada, que juegan a las cartas o comparten copas en el mismo club.
En esto estaba equivocado, como también lo estuvo al sostener con arrogante jactancia, que despreciaba el juicio de sus contemporáneos que, sin duda, había sido más favorable y benigno que el juicio de la posteridad.
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