Pasquale Donato tenía 9 años cuando una vecina golpeó la puerta de su casa en Caraffa, su pueblo calabrés, para avisarle que había terminado la Segunda Guerra Mundial. Tiene recuerdos imborrables y aún de mucho más chico. Dice que tenía 4 años y lo recuerda como si fuese ayer. “Había ido a la campagna (campo) con mi hermano Luciano a juntar arvejas. Iba de la mano de él, que tendría 9. Yo era una criatura. Cuando volvíamos con una bolsa llena de arvejas frescas, nos cruzamos con un señor que llegaba desde el pueblo y nos dijo ‘Chicos, ¿saben que Italia entró en guerra?’ Y juntó sus manos como rezando”, explica este hombre de 86 años, sentado en su cálida cocina llena de fotos familiares en su casa de Belgrano junto a su compañera de toda su vida, Cuki, de 89, hija de italianos.
Cuando Pasquale llegó a la Argentina, ya existía una enorme comunidad de distintas partes de la península, ya que la mayor oleada de inmigrantes se había producido entre 1881 y 1914. De los 4 millones de inmigrantes llegados de Europa 1.400.000 eran españoles y 2.000.000, italianos. Y se calcula que llegaron italianos hasta 1960. El calabrés llegó en una tercera oleada, tras un acuerdo bilateral entre Argentina e Italia.
Llega un momento en la vida, que se recuerda con mayor fidelidad el pasado más remoto. Y el sentimiento de nostalgia tan característico del inmigrante tiñe esos pensamientos. Pasquale dejó Caraffa a sus espaldas un 16 de julio de 1954. Tenía 18 años. Llegaron en tren hasta Nápoles, durmieron dos o tres noches en un hotel de emigrantes y zarparon en el barco Santa Fe en la aventura de su vida. Viajaba con su mamá, papá, cuatro hermanos y los esperaban en la Argentina, sus dos hermanos mayores Luciano y Aldo, que estaban en Buenos Aires, esperándolos, trabajando en el rubro de la construcción.
La familia se reuniría en la Argentina, la tierra de las oportunidades. El primero en llegar había sido su tío Antonio, un hermano de su papá, en 1928.
Si hubiese sido por Pasquale se hubiese quedado en su pueblo natal. Era feliz en él, no tenía motivos para irse porque se recuerda feliz. Pero su madre, Antinisca, tenía la mente en Buenos Aires. Dos de sus hijos se habían instalado y vivía pendiente de la correspondencia. “Si llegaba el cartero y gritaba: ¡Donato! se ponía contenta. Si no decía nada, se entristecía”, recuerda el calabrés. Por lo tanto, fue Antinisca quien decidió ir tras los pasos de sus hijos.
Su pueblo chico, está sobre una colina, a mitad de camino entre los dos mares, el Tirreno y el Jónico. A pocos kilómetros de Lamezia Terme. Un paraíso donde el mar transparente y la montaña colman los ojos. En su tierra, se hablaba y todavía se conserva -aunque todos hablen italiano, un dialecto grecoalbanés.
El día que pudo regresar a Caraffa, veinte años después, fue con su mujer Cuki y sus cinco hijos (Fabio, Silvana, Gianpiero, Mauro y Maximiliano). Llevarlos a conocer su pueblo fue su felicidad completa. Cuenta que besó el suelo cuando llegó. Literalmente. También se reencontró con su maestra que le dio clases durante cinco años. El pueblo era chico y era normal que fueran educados por una sola docente. Giuditta lo quería como un hijo. Mientras se remonta en el tiempo, a su infancia, se recuerda pastoreando a los cabritos. Durante la guerra no tuvo carencias y lo acompañó la mejor de las suertes de tener a su papá Giovanni al lado. Como había sido colono en Etiopía África tras su conquista en 1936, quedó eximido de ir al frente de combate. El protagonista de esta historia vio por primera vez a su papá a los tres años y medio cuando regresaba de África. No lo había visto ni en fotos pero le contaron que se le tiró a sus brazos de inmediato. La guerra la atravesarían todos juntos.
Comida nunca les faltó. Todos tenían huerta y colaboraban entre familiares para la siembra y cosecha, asegura. “Una vez a la semana mi mamá amasaba el pan, le dibujaba una cruz, se persignaba y lo metía en el horno. Costumbres. Los platos de comida se basaban en pastas y legumbres, como la pasta e faggioli (porotos). También teníamos vaquitas y cabritos”. El calabrés tenía 5 o 6 años cuando llevaba a pastar a los animales. A esa edad, era su tarea asignada antes de ir a la escuela, por lo que le tocaban el brazo a las cinco de la mañana para que se ocupara de alimentar a los animales y a ordeñar, acompañado de su perro y se volvía con dos baldes de leche al pueblo. “Cuando el pan estaba duro, alguien me habrá enseñado, lo ponía debajo del chorro de leche que salía caliente de la vaca. Y me lo comía con un gusto”, recuerda.
Mientras cuenta momentos de su vida, Donato siempre tiene alguna canzonetta para sacar de la galera. Hasta para relacionarlo cuando los bombarderos norteamericanos sobrevolaban su pueblo, tan bajo que hacían temblar los tejados y los vidrios. “Quando suona la sirena al ricovero si va, l’apparecchio americano butta bombe ¡e se ne va!” (Cuando suena la sirena al refugio se va, el aparato americano tira bombas y se va).
Cantar en italiano es su pasión y conserva ese hábito desde la infancia. Muchas de las canciones que recuerda son de cantantes desconocidos, de una feria a la que iba con su familia a vender cabras. Los cantastorie contaban historias quien sabe inspiradas en gente de ese lugar, como la de quien tenía la mujer linda y esperaba el fin de semana para dejar de trabajar para poder verla y el de la mujer fea, que no quería que llegara el sábado. Pasquale lo canta de memoria, se ríe y ella también. A él le tocó una mujer hermosa y de un gran corazón. Llevan 63 años de casados.
El barco zarpó de Nápoles con muchos calabreses a bordo. “Buenosaria”, como pronunciaban muchos, los esperaba. Estaban quienes llegaban para cumplir sus sueños materiales y otros que no estaban tan convencidos y ya sentían el desarraigo con un pie en el barco. Así le sucedió a una anciana que el joven Pasquale cuidó durante 17 días en esa nave, que se sentía mal y se alimentaba en base a peras y cebollas. Se iba a reencontrar con su marido después de 30 años de abandono y al no adaptarse a la Argentina se volvió a su pueblo. Muchas mujeres se reecontraban con sus maridos mucho tiempo después de hacer la América.
Pasquale durmió en su cucheta solo tres noches. Su hermana menor, Bettina, también estaba descompuesta con el movimiento del barco y se la pasaron en la cubierta, con una frazada, donde encontraba alivio. Dice que en el barco la comida “era de primera” y no se olvida de una fiesta que se dio mientras cruzaban la línea del Ecuador.
“El puerto de Buenos Aires en esa época no era de lo más lindo”, asegura. Llegaron casi de noche, era invierno. No tuvo la mejor impresión. Pero fue lo de menos. No le importó.
“Decían que veníamos con una mano atrás y otra adelante, pero en nuestro caso vinimos con las dos manos detrás porque nos fuimos de Italia con una deuda. Necesitábamos plata para tener acá”, cuenta. Pero la Argentina lo recibió de brazos abiertos con mucho trabajo. “Llegué un viernes y empecé a trabajar un lunes”, recuerda. Recién llegado en el barrio de Olivos, donde se habían instalado sus hermanos, preguntó en una obra si podía sumarse. No tenía idea de albañilería. Pero lo tomaron igual.
A Cuki la conoció en la Sociedad Italiana de Vicente López. Los inmigrantes se reunían para el dopo lavoro (después del trabajo). Ese día ella estaba con su mamá porque sus primos no habían podido ir y fue ella quien le avisó que alguien la estaba queriendo sacar a bailar. Y así se armó la pareja. “Nos enganchamos ese día y nunca nos dejamos”, cuenta delante de su mujer, mientras ella teje un saquito para su bisnieto de meses.
Durante un tiempo el calabrés trabajó en una hilandería. Y al mismo tiempo, aprendió a fabricar bisagras. “Siempre tenía dos trabajos”, confiesa. Después empezó a dedicarse al rubro de sus suegros, que tenían una empresa dedicada al movimiento de tierras, excavadoras y topadoras. “Ellos habían hecho la primera traza de la General Paz. “Un tío de ella me ofreció un día si quería trabajar con él como excavador y le dije que sí. Hacía mucho calor en la ciudad de Buenos Aires. Lo más importante que hicimos fue el sótano del Sanatorio Güemes, entre otros muy grandes”, relata. Con su cuñado accedieron a un crédito y compraron una excavadora y empezaron a viajar por toda la Argentina. Tiene anécdotas por muchos rincones de la Argentina donde hizo grandes amistades.
Recordó cuando asumió Frondizi la presidencia. “En cuatro años se hicieron tantas obras como nunca. El dijo en un discurso: el que tenga una fábrica, póngase otra. Si tiene una máquina, cómprese otra”, recuerda. Si lo hubiesen dejado hoy seríamos Estados Unidos”, se anima a decir. Pasquale hizo canalizaciones de desagües en Santa Fe, entre otras obras y ganó muy buen dinero. Se sintió afortunado entre los hombres de su generación.
El hombre define a los paisanos de su época como “gente de laburo”. Nunca mejor dicho, usando una palabra del lunfardo. También la define a los calabreses y sicilianos que vinieron en la época como gente sufrida. Guerras, postguerra, infancias duras. Pero lograron prosperar en esta tierra. “Yo me saqué la grande al encontrar esta familia. A mi mujer, a sus primos”, reconoce.
La Argentina lo esperaba. Y se siente muy agradecido con su segunda patria. Dice Pasquale que todo lo emociona últimamente. Y continúa cantando en italiano, aunque a veces se olvide alguna parte de la letra. Canciones de hace 68 años atrás o más. Así es el corazón de un inmigrante, que anida dos amores, la tierra de origen y la de adopción, donde formó su propia familia.
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