La voz atiplada de José López Rega, aquel criminal al que el peronismo haría superministro en 1973, lanzó un grito de advertencia: “¡General, esta no es Evita! ¡No firme el acta. No es Evita!”. En el hall de la residencia 17 de Octubre, en Navalmanzanos 6, en el barrio de Puerta de Hierro, la residencia de Juan Perón en su exilio madrileño, todos contuvieron el aliento.
La escena era casi fantasmal. Sobre una de las mesas habían colocado un ataúd ya sin tapa, cubierto por una chapa de zinc, que contenía los restos embalsamados de Eva Perón. Era la noche temprana del 3 de septiembre de 1971, hace cincuenta y un años, y el cuerpo de la segunda mujer de Perón le iba a ser devuelto a su heredero como parte de una negociación política encarada por la dictadura militar argentina, en manos del general Alejandro Lanusse.
Frente al ataúd con el cuerpo de Eva Perón se reunían los rostros expectantes de hombres que habían sido enemigos, acaso todavía lo eran, unidos por el espanto, en un clima de hielo, en medio de diálogos parcos, escuetos, contenidos, con un solo objetivo en común: devolver un cadáver. Aquel era un símbolo de la cultura política argentina. Y no sólo de esa época. También escrutaba todo una mujer, la tercera esposa de Perón, María Estela Martínez.
El féretro había llegado desde Milán, Italia, en manos del coronel Héctor Cabanillas, que había dirigido el Servicio de Informaciones del Ejército y, en 1957 se había encargado de enterrar a Eva Perón en el Cementerio Maggiore de Milán, bajo la falsa identidad de María Maggi de Magistris. El mismo Cabanillas, ahora retirado y por orden de la Junta Militar argentina que integraban Lanusse, el almirante Pedro J. Gnavi y el brigadier Carlos Alberto Rey, se había encargado de exhumar el cuerpo en Milán y de su traslado por tierra hasta Madrid.
El destino del cuerpo de Eva Perón era el secreto mejor guardado por los militares de la Revolución Libertadora y por sus sucesores en los breves gobiernos democráticos y las largas dictaduras que siguieron a la de 1955. Quién o quiénes sabían, y cuánto cada uno sobre el destino de aquel cadáver mancillado, también fue un secreto que yace en las tumbas de sus dueños. Pero en ese destino intervinieron en forma directa Eduardo Lonardi, el breve jefe de Estado tras el derrocamiento de Perón, que fue quien decidió que el cadáver de Eva Perón, expuesto en la CGT, debía recibir “cristiana sepultura” y quien el 15 de octubre de 1955, menos de un mes después del derrocamiento de Perón, pidió y obtuvo de Juana Ibarguren, madre de Eva, asilada en la embajada de Ecuador en Buenos Aires, autorización para “trasladar el cadáver de mi extinta hija doña María Eva Duarte de Perón, del lugar en que se encuentra a otro que resuelva la autoridad de común acuerdo con la suscripta, en la forma más adecuada para su seguridad”; también intervino de modo decisivo Pedro Eugenio Aramburu, sucesor de Lonardi, que en noviembre de 1955 dispuso que el cadáver de Eva Perón fuese retirado de la CGT para “darle cristiana sepultura”.
También fueron cruciales en el entierro de Eva Perón en Milán, ya que la dictadura temía el uso político del cadáver si era sepultado en un cementerio argentino, el entonces jefe de la Casa Militar de Aramburu, capitán de Navío Francisco Manrique, el entonces jefe del regimiento de Granaderos a Caballo, custodia presidencial, coronel Alejandro Lanusse, que en 1971 era presidente de facto, y el sacerdote confesor de Lanusse, el padre Francisco Rotger, de la compañía de San Pablo, que tejió con el Vaticano, con su orden religiosa y con los jefes militares, cuándo y dónde sería sepultada Eva Perón. Luego, Cabanillas y sus agentes se encargaron del cómo y traslado del cuerpo a Italia. Esta historia, que sería larguísima de resumir, está narrada con maestría y documentos por el colega Sergio Rubín en su libro “Secreto de confesión – Cómo y por qué la Iglesia ocultó el cuerpo de Eva Perón durante 14 años”, que acaba de ser reeditado.
Pero la decisión de Aramburu de apresurar la inhumación de Eva Perón fue desatada por un hecho casual y hasta hoy desconocido. De la CGT, el cadáver de Eva fue a parar a dependencias del Servicio de Informaciones del Ejército (SIE), en el edificio ya derruido de Callao y Viamonte, que dirigía el entonces teniente coronel Carlos Eugenio Moori Koenig, un baldado mental que infligió humillantes vejaciones al cadáver, al que exhibía como un trofeo de guerra, metido en un cajón de transporte de elementos y artefactos de comunicación encerrado en una pieza lindante con su dormitorio personal en la dependencia militar.
De pronto, intervino el azar y también María Luisa Bemberg, que entonces no era la afamada directora de cine que fue luego, sino una heredera del emporio cervecero familiar, fundado por Otto Bemberg, la Cervecería Quilmes, que en febrero de 1955 Perón había expropiado “para cederla a los obreros”.
Lo que sigue es una historia personal, porque la participación involuntaria de María Luisa Bemberg en el destino del cadáver de Eva Perón me fue revelada por Francisco Manrique, aquel jefe de la Casa Militar de Aramburu. Debo colocarme en el odioso papel de quien relata en primera persona, por lo que pido disculpas por anticipado.
En 1983, cerca de las elecciones que iban a devolver la democracia al país, me tocó entrevistar a Manrique, que era candidato a presidente por su propio partido, Fuerza Federalista Popular. Se trataba de una entrevista casi formal que se hacía a todos los candidatos y que iba a publicar el semanario en el que yo trabajaba. Cuando terminó el reportaje, le dije a Manrique que quería hacerle una pregunta que no iba a ser incluida en el reportaje, que su respuesta no se iba a publicar y que no tenía ningún otro interés periodístico que el de conocer su versión sobre un hecho histórico. Le pregunté si él le había garantizado la vida al general Juan José Valle a cambio de su entrega a las autoridades militares. En junio de 1956, Valle había liderado el alzamiento contra la Revolución Libertadora, que terminó con el fusilamiento de civiles y militares y el del propio Valle, en la que era entonces la Penitenciaría Nacional.
Manrique enfureció. Creí, creo aún, que pensó que la pregunta sí se iba a publicar y vio sus posibilidades electorales arruinadas. Yo también me encabrité un poquito. Le dije que si hablábamos “en off”, yo iba a respetar ese acuerdo tácito entre entrevistado y periodista. Pero no hubo caso. Sólo dijo que era una historia muy larga y compleja y que no era el momento de hablar de esas cosas. Llevaba razón en todo. Ni siquiera me confió que él había dejado en claro su papel en la detención del general Valle en una carta escrita a las autoridades de la Armada el 22 de junio de 1956, diez días después del fusilamiento de Valle. Esa carta, y el rol de Manrique en aquel episodio, fueron revelados por fin por Juan Bautista Yofre en su libro “Dios y la Patria se lo demanden”.
Aquel candidato furioso intentó serenar un poco las aguas aquella tarde un gesto de buena voluntad. “Le voy a contar algo que tampoco va a poder publicar, al menos mientras yo viva”. Y narró entonces que un día de 1956, el teniente coronel Moori Koenig había invitado a su despacho de la SIE a María Luisa Bemberg, que era conocida, acaso amiga personal de Manrique. Moori Koenig sospechó, o sabía, la escasa simpatía que su invitada podía tener con el peronismo, sobre todo después de la expropiación de la empresa familiar. Tomaron el té. Y, en un momento dado, el militar mostró a la señora Bemberg el cadáver embalsamado de Eva Perón, su infame destino, metido en un cajón de madera pintado con las siglas de una radio cordobesa y en la habitación de una dependencia militar. Tal vez la involuntaria testigo de aquel horror haya notado parte de los vejámenes a los que había sido sometido el cadáver. Como fuere, Bemberg salió de ese encuentro espantada. “Vino a verme enseguida y me contó su horrible experiencia –contó Manrique aquella tarde de 1983, cuando Bemberg era ya una cineasta exitosa – Yo fui a ver de inmediato a Aramburu y le conté el episodio y Aramburu dijo “Basta, hay que terminar con eso”. En febrero de 1957 Moori Koenig cesó en el SIE y fue nombrado en su reemplazo el coronel Cabanillas.
La historia tiene un capítulo más. Dos años después de mi entrevista con Manrique, a quien no volví a ver, Camila, la película que protagonizaron Susú Pecoraro e Imanol Arias sobre la trágica vida de Camila O’Gorman, dirigida por Bemberg, fue candidata al Oscar a la mejor película extranjera por la Academia de Artes y Ciencias de Hollywood. Me tocó cubrir la ceremonia como enviado especial del mismo semanario que había publicado la entrevista a Manrique. Fueron un par de días ajetreados e intensos.
El día de la ceremonia, la señora Bemberg nos citó a los tres o cuatro periodistas argentinos en la peluquería donde iban a peinarla para el acontecimiento. Nos dio unos pocos minutos cargados de nerviosismo y declaraciones casi rutinarias. Pedí entonces a Bemberg la posibilidad de hacerle una pregunta a solas. Le dije que quería confirmar una historia, que su respuesta no iba a ser publicada, y que se trataba de algo de interés personal sobre un hecho histórico. Le conté entonces la historia que me había revelado Manrique. Vi empalidecer a aquella mujer. Lamenté en silencio haberle arruinado acaso su noche de gloria, pero no me arrepentí. Le reiteré que no iba a publicar su respuesta, que era sólo un chequeo por la segunda fuente más importante del caso y le hice saber que Manrique me había prohibido publicar nada mientras él viviera. “Mientras yo viva tampoco va a publicar nada –dijo Bemberg, con el gesto endurecido– Sí, fue así. Ahora, váyase de aquí”.
En la noche de septiembre de 1971, en cambio, sobre una mesa del hall de la residencia madrileña de Perón, el cuerpo de Eva Perón esperaba ser descubierto, debajo de una lámina de zinc, en el ataúd en el que había recorrido el camino de Milán a Madrid. El único que sabía que el cuerpo era el de Eva Perón era el coronel Cabanillas: se había cerciorado al pie de la tumba italiana, cuando fue desenterrado el féretro y ordenó que fuese abierta la tapa: la aparición del cuerpo intacto de Eva Perón había espantado a los sepultureros milaneses que gritaron “¡Miracolo, miracolo!”.
Cabanillas sabía además que el de Eva Perón era un cadáver volátil dado el tratamiento que le había hecho el doctor Pedro Ara para su conservación. De manera que cuando López Rega apareció, en camiseta, con un soplete en la mano para desoldar la tapa de zinc, debió persuadirlo para que evitara todo fuego cercano al cadáver.
Usaron dos abrelatas para perforar el zinc, aunque años después, otro de los testigos, el delegado personal de Perón en Argentina, Jorge Daniel Paladino, dijo que habían usado martillo y cortafierro. Además de Perón, su tercera esposa, López Rega y Paladino, oficiaron como testigos el embajador argentino en Madrid, brigadier retirado Jorge López Silveyra, mano derecha de Lanusse en España y encargado de llevar adelante la delicada negociación de devolver el cuerpo, el agregado cultural de la embajada, Manuel Gómez Carrillo, dos sacerdotes mercedarios y, un poco retrasado, el padre Giulio Madurini, Superior General de la Orden de San Pablo, que se había encargado de cuidar la sepultura en Milán de la falsa María Maggi de Magistris. Perón pidió por él: “¿Dónde está el padre Madurini?” El padre Madurini había quedado atascado cerca de la residencia porque el rumor de la devolución del cuerpo de Eva Perón había alterado los ánimos y alertado a la prensa española.
Eso lo sabía, y muy bien, el coronel Cabanillas. Había alquilado una camioneta de repartir flores para trasladar el ataúd con los restos de Eva Perón, seguida por un auto en el que viajaba a modo de discreta custodia uno de los suboficiales de Cabanillas. Cuando entraron en territorio español por el paso fronterizo de La Junquera, le pequeña caravana fue recibida por la Guardia Civil y siguió su camino a Madrid. Pero de allí en más, por cada puesto de la Guardia o por cada dependencia de la policía nacional por la que pasaba la pequeña caravana, la camioneta de reparto de flores recibía el saludo militar de los militares españoles, apostados a la vera del camino.
A Cabanillas también le preocupaba otra cosa: la guerrilla peronista Montoneros estaba al tanto de la devolución del cadáver y podía esperar un intento de robo. Había rastreado en Italia, sin éxito, el destino del cuerpo de Eva Perón. Cuando en mayo de 1970 Montoneros secuestró al general Aramburu, para después asesinarlo, una de las preguntas que le hicieron fue sobre el destino del cadáver de Eva Perón. Aramburu respondió, o Montoneros dice que respondió, que creía saber que estaba enterrado en Italia. ¿Sabía más Aramburu y nada dijo a sus captores? ¿Conocía el general Lanusse el sitio donde estaba enterrada Eva Perón? Su confesor, el sacerdote Oscar Rotger, había ultimado los detalles del sepelio en Milán, junto con sus superiores y autoridades del Vaticano. Si algo supo Lanusse, nada dijo nunca. El sitio de descanso de Eva Perón estaba en un sobre cerrado, encerrado bajo siete llaves en una caja fuerte del SIE.
Eliminado el peligro del soplete de López Rega, rota la tapa de zinc del ataúd, apareció ante los testigos el cuerpo de Eva Perón, desnudo, lesionado, sucio, maltratado pero incluso así intacto, apareció desde la muerte ante los testigos.
Fue entonces cuando Rojas Silveyra, un antiperonista irreductible al que Lanusse le había encargado mediar ante Perón, “porque sos el único tipo que conozco que es más gorila que yo”, exigió firmar el acta correspondiente. Antes, él mismo había firmado la recepción del cuerpo, entregado por Cabanillas. Y luego, cuando todo hubo terminado, los dos enemigos, Perón y Rojas Silveyra, anduvieron unos pasos juntos por el pequeño parque de la residencia. El embajador notó que Perón lloraba. “Señor –le dijo, no le dijo general, que era un grado que Perón no tenía en ese momento– está llorando. ¿Tanto quería a esta mujer?” Y Perón contestó: “Mire, yo he sido con esta mujer mucho más feliz de lo que todo el mundo cree.”
Pero para esa pequeña, íntima comunión entre enemigos, había que sortear todavía el idiotismo de López Rega que, ante el cuerpo desnudo de Eva Perón, exigió: “¡General, esta no es Evita! ¡No firme el acta! ¡No es Evita!” La certeza de Cabanillas y la de Rojas Silveyra flamearon ante el desplante. Perón se acercó al cuerpo y saldó el pequeño drama con una frase: “Sí, es Evita”.
Era ella.
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