Los médicos creyeron que iba a morir, fue viral y terminó sufriendo ciberbullying: la vida de Joaquín, el nene pastelero

Tiene once años, va a sexto grado y vive en una casilla de General Rodríguez con sus seis hermanos y sus padres. En 2019, se quemó el 25% de su cuerpo y en el hospital les pidieron a sus familiares que se fueran despidiendo de él. La historia de un niño que se recuperó, vendió tortas para costear los gastos de una cirugía de reconstrucción facial y aún sueña con convertirse en pastelero profesional

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La Vida De Joaquín Nahuel, El Pastelero De 11 Años

“Pedile treinta kilos de eso. De harina, a ver, ya fue, pedile todas”, indica Joaquín. Raquel y Emmanuel se ríen y le cuestionan a coro: “¡Pará! ¿tanto?”. Los tres están reunidos alrededor de un celular que sostiene y manipula la madre. Joaquín, a la izquierda, se entusiasma, interviene, dirige, señala con el índice. Está voraz, inquieto, pero acepta bajar sus pretensiones: “Bueno, encargale solo la tres cero y la cuatro cero”. “Mandarina batida”, prosigue Raquel. “20 kilos”, responde su hijo y ordena, metiéndose ya en el espacio geográfico de su madre: “Pasas de uva cinco kilos, polvo de hornear tres kilos, rebozador, mozzarella, leche en polvo, decoración para tortas, formitas”.

Emmanuel solo mira y sonríe. Viste remera oscura y pantalón gris: parece desabrigado y es el único que no tiene delantal. Raquel esconde su suéter rojo y pantalón azul con un gran delantal amarillo. Joaquín luce un jogging negro y un buzo del mismo color por delante de un delantal largo personalizado con su nombre. Habrá sido algún regalo. Se deja la capucha y los guantes de látex, que no le permiten interactuar con el celular de su mamá: toca y scrollea en falso. Es la primera vez que formulan el pedido de un proveedor que prometió productos por canje de publicidad en redes sociales y no saben cuán codiciosos ser.

La semana pasada gastaron cien mil pesos en harina, azúcar, huevos y moldes. Una inversión millonaria para una familia de nueve integrantes que vive al día. En el único mueble blanco de la casa se acomodan los paquetes de harina y azúcar sin abrir, los huevos sin romper y los moldes sin estrenar. Sobre un freezer, los primeros budines listos. Sobre una mesada, los budines recién salidos del horno. En una mesa pesada, cuadrada, negra y exenta de sillas, diez embriones de galletitas maquillados en harina quedan en pausa. Joaquín interrumpe su inspiración repostera para pensar qué y cuánta materia prima encargar. Rodea a su mamá. Su motivación también oculta una preocupación.

Teme que su inversión sea corta y el tiempo apremia. El viernes debe entregar 200 budines, 200 muffins y 250 paquetes de galletitas para presentarlos en la Expo Cupcakes & Repostería, que se realizará el sábado 3 y el domingo 4 de septiembre en La Rural. “Espero vender todo y hacer mucha plata ahí para seguir comprando materia prima”, dice Joaquín, sentado en una silla desvencijada de madera, sobre un piso de material que construyó hace un mes su padrastro en el frente de la casilla de General Rodríguez, zona oeste de la provincia de Buenos Aires, en la que vive desde que nació, hace once años.

Emmanuel con Francesca en brazos, Raquel, Joaquín y Gabriela, la tía de los nenes, con Román a upa, en el frente de la casa donde vive la familia en General Rodríguez (Gastón Taylor)
Emmanuel con Francesca en brazos, Raquel, Joaquín y Gabriela, la tía de los nenes, con Román a upa, en el frente de la casa donde vive la familia en General Rodríguez (Gastón Taylor)

Emmanuel hizo de la tierra cemento, levantó con machimbre las paredes y techó la intemperie con chapa y aislante para prolongar las dimensiones de un hogar que ya les quedaba chico. Las baldosas recuerdan la disposición del primer plano de la casa, que hace un mes y medio no era la misma. Donde no hay baldosas, se conservan los rasgos de la remodelación: tres metros de largo por ocho de ancho de un ambiente de techo bajo que alberga una cocina, un living, dos heladeras, un freezer, tres mesas, un horno, un horno pastelero, una batidora. Dos ventanas dejan entrar la luz natural, una lamparita alumbra el comedor y un reflector apunta contra la mesada.

Al frente, la puerta de entrada y un metro más allá una reja cubierta por una tela verde detiene la vista desde la vereda. No es lo único que obstaculiza el tránsito desde la casa hasta la calle de ripio. La casa de los abuelos pintada de naranja sobre un costado, una moto, una bici en venta, un tanque de agua, los perros propios y los perros vagabundos (Homero, Lisa, Ezel, Chiquita, Chicha, Malala y más), ladrillos, pallets, piedras, maderas, cosas varias, una estructura de machimbre a medio hacer y material de construcción de una obra interrumpida: un sueño trunco de Joaquín. En la casa, antes de un patio que gobiernan otros dos perros, se distribuyen el baño y las tres habitaciones que tienen puertas sin aberturas: los hijos más grandes duermen en una, los más chicos en otra, los padres, la bebé y otro niño en la última. Los hijos son Fabricio de 13 años, Joaquín de 11, Abril de 9, Máximo de 8, Teo de 7, Román de 3, Emma Francesca de un mes y medio. Los padres son Emmanuel de 27 y Raquel de 30.

Él es padre de los últimos tres hijos de la pareja. Se habían conocido un 14 de febrero en el tren Sarmiento. Estaban en el mismo vagón. Ella miraba para su lado y se reía. Él le devolvía la mirada y la sonrisa. Ella se reía de lo que decían quienes estaban detrás suyo. Él, iluso, creía que la había flechado. Ella volvía de trabajar de niñera. Él, de una fábrica de calzado para dama. Ella se bajó en Merlo. Él, que tenía que seguir para Marcos Paz, la imitó. Ella descendió primero. Él, último. Él, sin miedo al ridículo, le gritó “¿me esperás?”. Todos se dieron vuelta: ella también. Raquel tenía ya tres hijos. Joaquín tenía ya tres años. La historia de amor tuvo cortocircuitos. La formalidad los unió en el fondo de un terreno familiar, en una casilla de tres por tres armada con pallets de madera, tiempo después. El suficiente para que Joaquín llamara papá a Emmanuel.

Con mi papá cocinábamos acá. Yo lo ayudaba a cortar la cebolla y el morrón. Él cocinaba guiso”, dice Joaquín. Emmanuel acredita ese principio: “Yo lo dejaba. Él fue aprendiendo picando cebolla. Le iba mostrando cómo cortar la carne, cómo cortar un pollo. Aprendió mirando. A veces me saca el puesto y me dice: ‘hoy quiero cocinar fideos con tuco’. O por ejemplo, la última vez hizo una hamburpizza, que lo ayudó mi suegro, con dos kilos de carne picada y le mandaron de todo. No sabés qué buena que estaba: tenía jamón, queso, tomate, lechuga, huevo. Estaba riquísima”.

"Es algo que nosotros no podemos entender. A veces yo quiero hacer bizcochuelo y me sale como un volcán. No podemos entender cómo a él le puede salir parejito", dice Emmanuel, su papá del corazón
"Es algo que nosotros no podemos entender. A veces yo quiero hacer bizcochuelo y me sale como un volcán. No podemos entender cómo a él le puede salir parejito", dice Emmanuel, su papá del corazón

Pero lo suyo no es la gastronomía. Y la génesis tampoco está en la cebolla picada. Tenía seis años cuando le despertó curiosidad lo que su abuelo materno, Francisco, estaba haciendo en la cocina la tarde de un sábado cualquiera. Le pareció divertido el proceso y rico el resultado: un bizcochuelo casero de vainilla. Su interés fue creciendo. La frecuencia superaba las posibilidades económicas. Día por medio le empezó a pedir a su abuelo que hicieran un bizcochuelo juntos. Aprendió mirando. Hasta que pudo prescindir de la ayuda. Primero con la indicación de la receta vía oral, con su abuelo gritándole desde la cama. Después, con un regalo: “Cuando estaba mi abuelo acostado, yo me mandé e hice un bizcochuelo solo. Se lo llevé y se quedó sorprendido porque los bizcochuelos los hacíamos los dos juntos. Era la primera vez que lo hacía solo. Él no sabía y le gustó mucho”.

Emmanuel conoce la historia: “El abuelo le decía las recetas desde la cama y él iba siguiendo los pasos, batiendo a mano. A veces, había momentos en los que no teníamos para comprar harina o manteca. Él enseguida le golpeaba al vecino, que es re compinche y nos llevamos muy bien, y lo ayudaba para que se comprara algo. O él, para que no le diera plata el hombre, le decía: ‘¿querés que te corte el pasto? Te corto el pasto’. Con la platita que le daba el hombre se compraba la harina, la leche, los huevos, y venía a casa y se ponía a hacer. Es lo que nosotros siempre vimos en él: no espera a ver si nosotros tenemos o no tenemos plata, aprendió que si no la tiene o no se mueve, está activo para poder seguir adelante queriendo superarse. Siempre buscó emprender, emprender, emprender”.

Raquel cuenta que, cuando el mango alcanza, lo reparten entre sus hijos de manera ecuánime. Los nenes salen corriendo al kiosco y vuelven con golosinas. Joaquín no. “Es muy ahorrativo. No gasta en golosinas, no gasta en chocolates, no gasta en nada. Guarda, guarda y con lo que guarda se compra lo que quiere”, dice su madre. ¿Y qué quiere Joaquín? “Cuando me daban plata yo iba y me compraba harina, huevo y leche para hacer una torta. Mis hermanos cuando tenían plata iban al kiosco y se compraban caramelos, chupetines, alfajores. Yo no quería eso. Yo quería hacer un bizcochuelo”.

Joaquín se perfeccionó en la repostería. Aprendió mirando. A su abuelo y a YouTube. Del bizcochuelo saltó al muffin, a las cookies, al pan casero, a los bizcochos, a las pastafrolas, a los brownies. Hasta que su progreso culinario se interrumpió intempestivamente. El viernes 5 de abril de 2019 su mamá celebró su cumpleaños número 27. Había invitados en la casa. Habían tirado carne a la parrilla. Román tenía solo tres meses: era un bebé y estaba en el patio de la casa acompañado por la mamá, las tías, las vecinas y otros nenes. Los más grandes, Fabricio y Joaquín, también jugaban afuera. Hacían travesuras, propias de su edad: tenían nueve y once años.

Los bizcochuelos, tortas y muffins que no vende los dona a comedores escolares y sociedades de fomento de General Rodríguez y Luján. Para el Día del Niño armó una colecta entre sus seguidores (en Instagram tiene 673 mil) para repartir en su barrio
Los bizcochuelos, tortas y muffins que no vende los dona a comedores escolares y sociedades de fomento de General Rodríguez y Luján. Para el Día del Niño armó una colecta entre sus seguidores (en Instagram tiene 673 mil) para repartir en su barrio

“Dos veces los mandé adentro a los dos porque estaban haciendo lío -cuenta Raquel-. Hasta que de repente sentí como una efervescencia. Lo primero que hice fue darme vuelta para tapar al bebé y mi vecina hizo lo mismo. Cuando me di vuelta escuché que el más grande le decía a Joaquín ‘te dije, boludo’. El más grande tenía el buzo prendido fuego. Se tiró al piso, empezó a rodar y se apagó. Cuando lo miré a Joaquín estaba todo envuelto en llamas. No me dio tiempo a nada. Mi vecina me sacó al bebé. Lo único que quería hacer era que se tirara al piso, que rodara. Pero no lo hacía. Empecé a gritar, a gritar, mi mamá abrió la puerta de su casa y de un empujón lo metí adentro. Como no lo podíamos apagar, mi papá, que escuchó los gritos, saltó de la cama y así como vino lo abrazó con una campera. Se quemó las manos y los brazos, pero lo apagó”.

Joaquín había agarrado una botella de alcohol. Pensó que era agua y lo tiró a las brasas. Las llamas los asaltaron. Fabricio reaccionó rápido. Solo se quemó la mano y la cicatrización natural borró la huella del incidente. Joaquín estuvo cerca de cinco minutos quemándose, intentando extinguir un fuego que lo encerraba. “Él lo único que decía era que no se quería morir -repasa Raquel-. Todos recuerdas las mismas palabras, mi papá, mi mamá, sus hermanos: ‘Mami, no quiero morirme’, decía”.

Francisco, el mismo maestro que le había enseñado a preparar bizcochuelo, fue el bombero: tuvo el arrojo de ahogar el incendio del cuerpo de Joaquín con un abrazo temerario. La ambulancia nunca llegó. Dos policías lo asistieron: mientras Raquel le quitaba la ropa quemada, lo envolvieron en una frazada y lo trasladaron de urgencia al Hospital de General Rodríguez. “Los médicos nos dijeron que nos vayamos preparando porque para ellos Joaquín no iba a salir vivo. Tenía mucho porcentaje de su cuerpo quemado y nos decían que a su edad es muy normal que los pacientes se descompensen y que no haya vuelta atrás. Nos prepararon para ver morir a mi hijo. Creían que no iba a aguantar la noche. Pero la aguantó y al otro día a la mañana lo llevaron al Hospital de Quemados”, rememora.

En el Hospital de Quemados el cuadro no mejoró. Su salud era reservada, su estado era delicado. “Nos decían que no había evolución, que iban a hacer todo lo posible pero que estaba en manos de dios, que más de lo que hacían no podían hacer”, recuerda Raquel. Los días pasaron, el pronóstico mejoró. Joaquín nunca perdió la consciencia. Los primeros estudios que le pudieron hacer devolvieron la esperanza: se había quemado el 25% del cuerpo, pero no había quedado afectado ningún órgano interno. Había perdido la piel de su brazo derecho, de sus dos piernas, de su entrepierna, de su cuello, de sus oídos, de parte del pecho y la cara. Pero estaba vivo y en paz.

Una vez al año tiene control en el Hospital del Quemado donde ven cómo están creciendo los injertos de piel. Hasta que no le empiecen a crecer, no podrá ser operado con los expansores. Eso podría ser en los próximos cinco años
Una vez al año tiene control en el Hospital del Quemado donde ven cómo están creciendo los injertos de piel. Hasta que no le empiecen a crecer, no podrá ser operado con los expansores. Eso podría ser en los próximos cinco años

La pandemia condicionó su rehabilitación: los injertos de piel en las partes muertas y las operaciones programadas ya no eran prioridad para un sistema de salud nacional desbordado por el covid-19. En marzo de 2021, les informaron que las lesiones ya habían cicatrizado, que no podrían realizarle nuevos injertos y que iban a tener que introducir debajo de la piel del rostro cuatro expansores cutáneos para una reconstrucción. Los necesita para cuando los injertos en su rostro crezcan más que su piel. Cuando haya discrepancia en su crecimiento dérmico, podría perder la movilidad de su cuello y la autonomía de los músculos fasciales. Cada expansor cuesta 500 dólares.

Joaquín habla de su accidente. A veces. Dice que no quiere ocultar sus cicatrices, que no le molesta lo estético. Su historia queda inexorablemente anclada en la noche en que se quemó. Fue, indirectamente, lo que impulsó su deseo de ser pastelero. La idea de hacer tortas para incluir en las rifas lo estimuló a practicar. Había que costear la compra de los expansores. “Vendíamos nuestras cosas: un celular, una máquina de cortar el pelo, una planchita y cosas que nos donaban para sortear. Y el último premio era algo que hacía él”, cuenta su mamá.

“Todo empezó porque nosotros estábamos haciendo un sorteo para recaudar para su operación. Él se animó a hacer una torta. ‘Quiero hacer una torta y quiero decorarla’, me dice. Y le digo: ‘Bueno, dale, ¿qué necesitás?’. Me respondió crema de leche y no sé qué otras cositas más. Se lo trajimos y él empezó con su primera torta. Hizo una de Rocklets y por suerte la ganó un vecino de acá cerca: fue el primero que probó su primera torta. Después en el segundo sorteo, hizo otra torta y cada vez la iba haciendo mejorcita. A raíz de eso, nosotros vimos que sin práctica, sin estudios, sin tener conocimiento de las proporciones, las mezclas, solamente mirando un video, cada vez le iba saliendo mejor”, explica su papá. Para el tercer sorteo, su torta era uno de los mejores premios.

Joaquín ya no habla de su accidente. Lo dejó de hacer después de descubrir que los medios solo se interesaban en eso. Antes lo hacía. Ya no. Su historia de vida despertó curiosidad en la opinión pública. Un niño de diez años, pastelero, que vende sus tortas para pagar su propia operación fue artículo periodístico, nota radial y videograph. Las redes hicieron su trabajo de difusión. De la fama fugaz, la viralización, la exposición, la cadena nacional y el trending topic de Twitter, al ciberbullying, los memes y el adiós en Twitter pasaron solo unos pocos días. Su presencia en redes sociales se limitó a Instagram y Facebook. El famoso nene de las tortas tuvo que desintoxicarse y su popularidad se diluyó, en regla con todos los fenómenos virales.

Joaquín con su hermana Francesca de un mes y medio. Recibió una beca para asistir dos veces por semana a un curso de pastelería y decoración (Fotos Gastón Taylor)
Joaquín con su hermana Francesca de un mes y medio. Recibió una beca para asistir dos veces por semana a un curso de pastelería y decoración (Fotos Gastón Taylor)

“Yo me sentía orgulloso por lo que estaba haciendo. Cuando me levantaba estaba sorprendido, buscaba qué decían de mis tortas en las redes. Alguna gente me ponía cosas malas, algunos me felicitaban por las tortas”, dice Joaquín y es lo único que dirá al respecto. Él administraba sus propias redes sociales. La alerta se activó cuando le derivó preguntas existenciales a su mamá. “Le dijeron que sus tortas se quemaban como él y empezó a preguntar si él es un discapacitado y si sus tortas son feas”, explicó en el mensaje que decretaba la desaparición de Twitter de Joaquín. “Soy la mamá de Joaco. Sepan disculpar, pero ya no va a tener Twitter -informó-. Le dijeron al pastelero discapacitado, que su brazo no es el único deformado. Yo entiendo que Twitter es así pero él es un nene y esto le está haciendo mal”.

“El se volvió viral y de todo el mundo le mandaban felicitaciones, le mandaban fuerzas y la verdad que eso a nosotros también nos ayudó muchísimos para poder seguir adelante, porque como te cuenta él hubo mucha gente también que nos tiró abajo. Nosotros simplemente somos unos padres que tratamos de guiar a sus hijos para que puedan cumplir sus metas, nada más”, expresa Emmanuel y concede: “Hubo momentos incómodos, de bronca, pero si él nos enseña que no le da bola a lo que dicen los demás, ¿por qué nosotros tenemos que darle bola? Él no le da importancia a lo que dice uno o lo que dice otro, él está concentrado en lo que él quiere ser”.

Joaquín tiene la autorización de sus padres para reabrir su Twitter cuando quiera. A sexto grado de la Escuela N° 7 de General Rodríguez tendrá que volver el lunes: lo que más le gusta es inglés y lo que más le cuesta es lengua. Su asistencia a clase tuvo una ventana de una semana. Tenía que presentar 200 budines, 200 muffins y 250 paquetes de galletitas para venderlos en la Expo Cupcakes & Repostería. Papás, tíos y hermanos lo ayudaron en la repostería y en las tareas escolares. Está concentrado en lo que quiere ser: pastelero profesional. Después sueña con tener su propio local gastronómico. Se llamará Delicias JN.

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