En uno de los últimos ensayos antes de la inauguración del primer ferrocarril que tuvo nuestro país, la formación llegó sin novedad a Floresta, la estación terminal. La locomotora tiraba un vagón para pasajeros y otro de carga. Los directivos de la incipiente sociedad propietaria, que iban como pasajeros, se envalentonaron y alentaron al maquinista a que en el viaje de regreso al centro porteño fuese más rápido.
Para hacerse cargo de la operación de las dos primeras locomotoras, habían contratado a John y Thomas Allan, dos hermanos que habían nacido en Liverpool y que debían adiestrar a otros maquinistas en el manejo de las novedosas máquinas a vapor, que muchos resistían porque el carbón era caro y proponían que la tracción bien podía ser a sangre.
John Allan, de 22 años puso la locomotora a toda máquina y al pasar por un terraplén, ocurrió lo inevitable: el tren descarrilló, rompió cerca de setenta metros de vías y su alocada carrera terminó cuando se encajó en un zanjón.
El vicepresidente de la empresa, Daniel Gowland chocó su cabeza con la del secretario Adolfo Van Praet. Enseguida la sangre corrió por la frente de Gowland, mientras que el tesorero Francisco Moreno caía encima de presidente Felipe Llavallol, y Mariano Miró estuvo a punto de tragarse el cigarro que fumaba.
Acordaron mantener el incidente en secreto, ya que el 29 de agosto sería el viaje inaugural y ya el proceso llevaba mucho tiempo de pruebas y postergaciones. No deseaban asustar a inversionistas ni darle más motivos a aquellos que se oponían al tren, cuyas casas temblaban a su paso.
La idea del ferrocarril surgió en las tertulias que se armaban el hacendado Manuel José Guerrico, en su mansión de Corrientes 537. Fue uno de los primeros coleccionistas de arte del país, cuyo acervo sirvió para abrir el Museo Nacional de Bellas Artes. En esas reuniones, diversos políticos, hombres de negocios y miembros de la oligarquía local, idearon el desarrollo del primer ferrocarril en Argentina.
El 17 de septiembre de 1853 fundaron la Sociedad de Camino de Hierro de Buenos Aires al Oeste y en enero del año siguiente el gobernador Pastor Obligado promulgó la ley de concesión.
Compraron dos locomotoras, La Porteña y La Argentina, asignadas con los números 1 y 2, que llegaron en 1856 proveniente de Inglaterra, alcanzaban una velocidad de 25 kilómetros por hora y habían sido construidas en los talleres The Railway Foundry Leeds, una empresa fundada en 1838. Algunos sostienen que La Porteña salió flamante de los talleres ingleses y otros aseguran que había sido utilizada en la Guerra de Crimea, librada entre 1853 y 1856 entre el imperio ruso y el reino de Grecia contra el imperio otomano, Francia, Gran Bretaña y el reino de Cerdeña.
Debieron ponerse de acuerdo en dónde levantar las estaciones y en la demarcación del recorrido. En reuniones que mantuvieron en secreto, porque los intereses inmobiliarios eran muchos, acordaron que la estación cabecera se levantase en la manzana delimitada por las calles Cerrito, Libertad, Tucumán y Viamonte. Hoy ese predio lo ocupa en Teatro Colón. Por entonces el lugar era conocido como la Plaza del Parque, por la unidad de artillería que estaba donde hoy está el Palacio de Tribunales.
La entrada a la estación era por la calle Libertad, mientras que los talleres se ubicaban sobre Cerrito. El andén medía cincuenta metros de largo por cuatro de ancho.
De las obras participaron los ingenieros William Bragge -que había hecho la agrimensura del primer ferrocarril en Brasil y el sistema de alumbrado a gas de la ciudad de Río de Janeiro-, Carlos Verger, quien preparó los primeros planos y el francés Paul Mouillard, que tuvo que resolver el desafío de nivelar el camino y estudiar cómo sortear arroyos y terrenos que se inundaban. Las obras la llevaron adelante unos 160 operarios.
Se usaron rieles de hierro y cuando éstos se terminaron los fabricaron de madera revestidos en chapa. La formación estaba compuesta de cuatro vagones, cada uno con capacidad para treinta pasajeros. Se ascendía por una puerta lateral, ubicada en el centro del vagón, que era iluminado con lámparas a gas. El tren corría por una trocha de 5 pies y 6 pulgadas.
En una primera idea, el tren tomaría la actual Viamonte hasta Junín y de ahí las vías harían una larga curva hasta desembocar en la Estación Once de Septiembre, en Corrientes y Pueyrredón, que entonces se llamaba Centro América.
El trazado definitivo partía de la Estación del Parque y cruzaba en diagonal la plaza. De Inglaterra se trajeron rejas que se colocaron a los costados de la vía para proteger a los transeúntes.
Luego continuaba por Lavalle, que hasta Callao es más ancha que en el resto de su traza justamente por el tendido de la vía. Cuando llegaba a esta calle, por los Hornos de Bayo el trayecto debió hacer una curva y una contra curva antes de desembocar en Corrientes.
Por esta arteria iba en línea recta hasta las proximidades de Centro América, realizando una nueva curva hasta lo que hoy es Perón. A la altura de la calle Ecuador estaba la estación Once de Setiembre, que funcionó en ese lugar hasta el último día de 1882. Continuaba hasta Almagro, donde había una parada cerca de la calle Medrano. Esta estación dejó de funcionar el 15 de junio de 1887.
Venía después la Estación Caballito, ubicada a la altura de la calle Federico García Lorca, antes Cucha Cucha. El edificio era pobre, de paredes de madera y techo de cartón, con angostas plataformas.
En el pueblo de Flores, la primera estación se encontraba en el cruce con la calle La Paz, hoy Caracas. Tiempo después se corrió a la calle Artigas y Condarco.
La terminal estaba en la Floresta, en la calle J.V. González y Bahía Blanca, donde hoy se levanta la Iglesia de La Candelaria.
Ese sábado 29 de agosto de 1857 se sirvió un refrigerio a los 200 pasajeros invitados al primer viaje. Participaban autoridades, funcionarios, accionistas, invitados y periodistas. Se destacaban las presencias de Bartolomé Mitre, Domingo F. Sarmiento, Valentín Alsina y el cacique Yanquetruz, vestido con su uniforme militar de teniente coronel, quien estaba en la ciudad para cerrar acuerdos de paz.
Luego de celebrar una misa en acción de gracias y de bendecir las locomotoras, después de las dos de la tarde la formación partió. Al pasar por la estación Once de Septiembre lo hizo bajo unos arcos de flores, mientras bandas militares ejecutaban diversas piezas. A su paso, los curiosos se agolparon y las iglesias hacían sonar sus campanas.
Al día siguiente, 30, se habilitó el servicio para el público. El tren corría de día y las noches de luna. Luego, cuando se le incorporó luz a la máquina, se habilitaron los viajes nocturnos.
El primer maquinista fue Alfonso Corazzi, un italiano entrenado por Allan. En 35 minutos cubrió el recorrido de poco más de dos leguas, cuando si se lo hacía en carreta demoraba seis horas y dos si se viajaba en galera. El pasaje en primera costaba 10 pesos y 5 en segunda.
En 1890 la locomotora fue retirada del servicio. Pero antes debió cumplir un triste servicio. En el verano de 1871 estalló la epidemia de fiebre amarilla y el creciente número de muertos hizo que se diera abasto para llevarlos al incipiente cementerio que se había habilitado en Chacarita.
Le encomendaron al Ferrocarril del Oeste tender una vía que desde el centro de la ciudad recorriese los seis kilómetros por la calle Corrientes hasta el cementerio. Así nació el “tranvía fúnebre” o el “tren fúnebre”, que salía de Corrientes y Ecuador y tenía dos paradas, una en Medrano y otra en Ministro Inglés, hoy Scalabrini Ortiz. En cada una de ellas, levantaba una carga de cadáveres.
El tendido de las vías estuvo a cargo del ingeniero francés Augusto Ringuelet quien, en tiempo récord, finalizó la obra el martes 11 de abril, dos días después de Pascua, en los que hubo 72 muertos.
La locomotora usada fue La Porteña, que arrastraba vagones con cuerpos apilados y tapados por una lona negra. Cerraba la formación un vagón de pasajeros, donde iban los familiares de los muertos, para darles el último adiós. Hacía dos viajes diarios a Chacarita, solo de ida.
El maquinista era John Allan. Al tercer día como conductor del tren fúnebre, también, a los 36 años, pasó a ser una víctima más de la epidemia, haciendo un último servicio con esa máquina a vapor, con la que en 35 minutos, increíblemente, se podía llegar a Floresta.
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