Diego Berardo (50) recibe a Infobae en su oficina del séptimo piso de la calle Sarmiento al 1500 en la Ciudad de Buenos Aires. Entre ventanales que dejan pasar mucha luz y premios internacionales se destaca parte de su biblioteca personal. Tiene libros que van desde Hombres Buenos hasta las obras completas de Borges. Está ordenado, tanto es así que pareciera ser una expresión de él mismo: tener todo bajo control. Aunque la existencia del director del Centro Cultural San Martín pareciera estar rodeada únicamente de obras de arte y cultura, su vida fue más bien un empuje constante. Vivió en carne propia todas las crisis económicas del país. Cuando era chico, su padre lo perdió todo y debieron vivir en la casa de sus abuelos. De más grande fue uno más de la lista de desempleados del 2001. Pero siempre salió adelante. Y lo hizo con un auto.
Viste de traje, corbata y calza unas cómodas zapatillas. Va a la cocina del piso a preparar el mate. Saca una bolsa de plástico reciclada y elige uno de madera. Su truco: agregar una pequeña cuchara de café a la yerba. Vuelve y deja unos chocolates sobre la mesa. En sus manos, revisa una especie de caricatura con fondo negro, una obra con el nombre de “Apagón”, algo así como un retrato borgeano sobre la dictadura militar. Se acomoda, apoya el libro, y comienza: “Uno siempre puede cambiar el destino, yo vivo soñando constantemente”.
“Cuando era chico nos agarró una de las crisis económicas de la época de los militares y Martínez de Hoz. Perdimos absolutamente todo. Mi viejo tenía un local, una sodería y se fundió, así que tuvimos que volver a la casa de mis abuelos en Floresta”, dice Berardo, que vivió hasta los 10 años en San Nicolás, en la provincia de Buenos Aires.
Asegura no recordar en detalle todo lo mal que lo estaban pasando. Pero hubo algo de aquella crisis que lo marcó para siempre: cuando su padre perdió el negocio no se detuvo. Empezó a trabajar como chofer y sacó a la familia adelante. “Lo veía mi viejo en el taxi y sabía que era mi héroe, verlo luchar siempre fue algo mágico”, agrega.
Sin duda, la yerba misionera lo acompaña como una extensión de sus relatos. Y mientras se sumerge en la historia, no suelta el mate de su mano. “Esto me hace recordar que estaba tomando mate con leche antes de ir al colegio y cuando salió de casa para subir por primera vez al taxi”, sonríe.
Su vida siguió entre la escuela y los libros. De aquellos años rememora la mesa familiar y su plato preferido: milanesas con fideos al pesto hechos por su madre, Marta. Y un discurso de Raúl Alfonsín que, aún siendo muy chico lo hipnotizó por completo. Por entonces, el país celebraba la vuelta de la Democracia. Y Berardo era un pre-adolescente soñador que se ilusionaba con cambiar al país. En 1989, en el secundario y con su termo debajo del brazo, llegó a la presidencia del Centro de Estudiantes del colegio Hipólito Vieytes, del barrio de Caballito.
Berardo se considera callado, pero más bien parece ser pensativo. Tiene un mapa en la mesa, como si fuera él quien los traza desde hace varias décadas. Así pasó del colegio a la universidad, siempre como militante de la Unión Cívica Radical. Empezó a estudiar Economía, pero su camino tomó otra ruta y cambió su vocación por la psicología. Y nuevamente, mientras estudiaba, se organizó con sus compañeros. Fue presidente del Centro de Estudiantes de la Facultad de Psicología de la UBA en el año 1996 y obtuvo la reelección al año siguiente. “Cuando llegué al centro de estudiantes colaboré en el armado del primer programa de alfabetización nacional, eso fue algo hermoso, podía ver cómo con ganas podíamos cambiar las cosas”, afirma el gestor cultural.
Asegura que ese programa, llamado “Nunca Es Tarde”, movilizó a más de 5000 voluntarios alfabetizadores, que llegaban desde cada facultad a los barrios más vulnerables para enseñar a leer y escribir. “Luego participé en la primera campaña nacional por el derecho a la identidad y lanzamos la cátedra libre junto a las Abuelas de Plaza de Mayo. Una campaña con la que nos propusimos recuperar la identidad de los 500 bebés y niños apropiados en dictadura”, asegura el gestor cultural.
Continuó con la política universitaria desde Franja Morada. Su destino se sumergió en el caos, una vez más. Al igual que cuando era chico y vio a su padre perderlo todo, esta vez le tocó a él pasar por la misma desgracia. “Me quedé sin trabajo cuando estaba en un programa de Naciones Unidas para el Desarrollo. El Ministerio de Trabajo de la Nación, tras la crisis del 2001, dio de baja el proyecto y muchos quedamos en la calle: éramos más de 70 empleados”, recuerda con amargura.
Berardo revive aquellos años de crisis social, y cómo decidió, en medio de la desesperación, seguir el ejemplo y los pasos de su padre, Juan José. Apenas lo despidieron se enteró que tenía una hija en camino, así que no tuvo tiempo para lamentarse. A los 31 años volvió a la casa familiar en Floresta -como cuando era chico- y encontró al volante la superación: se hizo remisero.
“Mi forma de seguir adelante es no darme nunca por vencido. Mi hermano me prestó su auto y salí a trabajar como remisero, mientras que Walter estaba en su trabajo, mi madre fue un gran sostén. Ella me ayudó mucho, desde cómo relacionarme con los pasajeros, hasta ordenarme los viajes para que no perdiera tiempo y pudiera hacer más”, explica. Pero eso no era todo. Después de devolver el auto, se metía en una imprenta el resto del día. Tenía dos trabajos, y así esperaba el nacimiento de su hija.
Diego vivía la situación económica y social que atravesaba el país detrás de los vidrios de Peugeot 505 del año 1992, color azul noche. “Constantemente me encontraba con tristeza y desazón. Había muchos líos callejeros, y la gente estaba todo el tiempo con miedo, muy angustiada. Pero sobre todo había muchos estados alterados”, comenta.
Contabiliza un promedio de 15 viajes en cada jornada. “Fueron días muy intensos, yo arrancaba a las 5 de la madrugada sin saber a quién me iba a cruzar. En ningún momento tuve miedo de lo que podía pasar y por suerte nunca me robaron, aunque muchas veces me dieron billetes falsos”.
Respira hondo, cruza las piernas para el otro lado, y continúa: “En el auto aprendés mucho. Yo no era tanto de hablar, sino de escuchar a cada una de las personas que se subía”. Durante casi dos años, recuerda que todos los viernes tuvo como pasajera a Elena, una señora mayor que iba a un hospital a recibir tratamiento médico.
Según él, la señora tenía un gran instinto maternal y se parecía mucho a su abuela. “Un día me miró y me dio el mejor consejo de toda mi vida: ´pibe tenes que ver a cada una de las cosas como una oportunidad y ya vas a ver que tu vida va a cambiar’”, se emociona.
Las palabras de la señora se volvieron una premonición, y al poco tiempo, en ese mismo auto que utilizaba como herramienta de trabajo, pasó un hecho inolvidable. Una noche, mientras terminaba la cena, llegó la hora del nacimiento de su hija Lara. “En ese momento, el remis fue mi ambulancia. Aunque para mi representaba la posibilidad de llevar la comida a mi casa y de asegurar los pesos del día. Ese día representó todo para mí, y entendí que todo el esfuerzo que hice valió la pena. Porque pudimos llegar justo a la clínica y fue la mejor ambulancia que alguien podría tener”, dice.
Con las palabras de Elena en mente, siguió en búsqueda de su felicidad. Se preparó de nuevo para entrar a la gestión pública, y fue así como encontró en el arte su camino. Desde el año 2003 hasta el 2005, aceptó el desafío de dirigir el Centro Cultural Barrio Alfonsina Storni, del programa de Arte en Barrios. El lugar era un caos, dice, y se comprometió en ordenarlo. Luego continuó su carrera por espacios culturales como el Centro Cultural Sábato (Espacio Cultural Económicas UBA) y “El Eternauta”, entre otros.
“Me interesa promover el acceso de los jóvenes a estos espacios, para crear en libertad y mostrar lo que les gusta hacer. Es el sector al que más les cuesta encontrar un lugar donde empoderarse como artistas. Nosotros las llamamos residencias creativas: pensar un proyecto del punto cero, concretarlo, y que termine en un escenario”, explica Berardo.
Atiende un llamado, y sorbe la bombilla del mate. Mira el teléfono y chequea cómo se encuentran sus hijos. “Soy re familiero”, se ríe, y enseña una foto de su hija Lara cuando tenía apenas unos meses. “Lo que tiene en común mi vida de ahora con la de cuando era remisero es el hecho de conocer gente nueva todos los días, escuchar muchas historias, y acompañar. Obvio que de diferente manera. Este presente lo amo con todo mi ser y lo construí con mucho esfuerzo”, dice con una sonrisa en el rostro.
SEGUIR LEYENDO: