El martes 27 de agosto de 1957 de un atardecer húmedo y despejado, el Ciudad de Buenos Aires, que cubría el trayecto entre el puerto de Buenos Aires y Colón, Entre Ríos, con una parada en Concepción del Uruguay, zarpó de la dársena sur con 78 pasajeros de primera clase, 63 de tercera y 89 tripulantes. Lentamente, fue buscando el canal principal para dirigirse a su ruta por el río Uruguay. Su capitán era Silverio Leovigildo Brizuela, que había ingresado a la marina mercante en 1922, un uruguayo nacido en Salto y nacionalizado argentino en 1933. En sus casi cuarenta años de navegación, nunca había protagonizado un incidente.
Pero ya al zarpar había rozado la borda de una chata arenera.
Era un vapor que se había sido construido en Gran Bretaña en 1914 y al año siguiente había llegado al país como parte de la flota del armador Nicolás Mihanovich para cubrir, junto con su gemelo el Ciudad de Montevideo, el servicio entre Buenos Aires y la capital uruguaya.
Para 1957, este barco de 110 metros de largo, con capacidad para transportar 363 pasajeros y 84 tripulantes, había cambiado de dueño en varias oportunidades. Su casco estaba trajinado por los años de servicio navegando entre Buenos Aires y Montevideo, saliendo siempre a las 22 horas y arribando a las 7 de la mañana. Pero en ese entonces lo habían afectado a la navegación por el río Uruguay.
Este era su tercer viaje.
Zarpó del puerto porteño, pasó por la isla Martín García y al sur de la isla Juncal, a la altura de la desembocadura del Paraná Guazú, fue violentamente chocado por estribor por el Mormacsurf, un carguero norteamericano de 152 metros que venía de Rosario con carga completa y que estaba saliendo del brazo del río Paraná para tomar el canal, ganar el océano y dirigirse a California. Pertenecía a la empresa Moore Mc Cormack Line.
Eran las 22:45 hs, la luz se cortó y los pasajeros, que ya habían cenando y muchos ya estaban descansando, enseguida percibieron que estaba ingresando agua.
La gigantesca proa del carguero se incrustó justo en el medio del barco, a la altura de la tercera chimenea, entre el comedor y la sala de máquinas. El capitán le pidió al buque norteamericano que no retirara el barco para impedir que entrara más agua. Pero el Mormacsurf se alejó por un efecto de inercia en el momento en que había tirado cuerdas para auxiliar a los pasajeros.
Algunos de ellos, que habían quedado colgados de las sogas, cayeron al río.
El agua comenzó a entrar a raudales y, en un intento de tapar el agujero, el buque trató de apoyarse y lo chocó. El Ciudad de Buenos Aires comenzó a bambolearse y por la cantidad de agua que había entrado, comenzó a hundirse.
La desesperación y el pánico se apoderó de los pasajeros. Muchos habían caído al agua, impregnada del fuel oil que se había derramado por la colisión; otros, agolpados en la cubierta, no sabían qué hacer. Cuando los pasajeros quisieron tomar los salvavidas redondos que colgaban de las paredes -que servían para rescatar cuando alguien caía al agua- éstos estaban pegados, ya que cuando pintaron el barco no los habían quitado. Del mismo modo, cuando pretendieron bajar los botes salvavidas, las poleas no giraban por el exceso de pintura que tenían. Solo pudieron bajar uno.
En la cubierta, el capitán Brizuela trataba de mantener la calma pero quedó en evidencia que los marineros no tenían práctica en zafarrancho de colisión. Les pedía a los pasajeros ir al centro de la nave para equilibrarla. Era una total confusión en las que se mezclaban las más terribles situaciones: el que valerosamente cedió su salvavidas a una mujer; la mujer que en el agua arrojó su bebé a su marido para salvarle al niño, pero la criatura se perdió en las profundidades; o el hombre que le arrebató el salvavidas a una mujer.
Del Mormancsurf arrojaron al agua todo lo que podía flotar para auxiliar a la gente que estaba en río, pero la corriente se llevaba todo lo que flotaba. Y armaron una plancha, casi al ras del agua para facilitarles el acceso al barco.
Rápidamente, se dieron las señales de auxilio por radio y por bengalas. Acudieron al lugar diversas embarcaciones, tanto de la costa argentina como de la uruguaya.
Resultaba complicado el rescate ya que las personas, embadurnadas de combustible, se les escurrían de las manos a los rescatistas.
Quince minutos después, a las 23:05, el Ciudad de Buenos Aires desaparecía de las aguas. Muchos náufragos fueron tragados por el remolino provocado por el hundimiento. Por mucho tiempo, solo quedó visible la punta de su mástil. Murieron 95 personas -72 pasajeros y 23 tripulantes- sin contar los desaparecidos o los bebés, ya que los menores de 10 años no sacaban pasaje y no se los anotaban como pasajeros.
Uno de los rescatistas había dicho: “No voy a llorar, pero nunca me voy a sacar de mis oídos los gritos de la gente pidiendo auxilio”.
El primero en llegar a la zona del desastre fue un remolcador que rescató a decenas de sobrevivientes. Luego otros barcos hicieron lo propio.
Muchos fueron llevados a la isla Martín García y de ahí a Buenos Aires. Otros los derivaron a Nueva Palmira, en Uruguay. En el hospital fueron atendidos y lavados con kerosén para quitarles el combustible que tenían impregnado.
Con el correr de los días ocurrió lo inevitable: aparecieron en las costas los cuerpos de víctimas y restos del trágico naufragio.
El terrible derrotero de esta tragedia olvidada fue exhumado por Adriana Silvia De Arriba y Héctor Daniel De Arriba, nietos de Clotilde Bravo de Ayala, una pasajera que sobrevivió. En su libro El vapor Ciudad de Buenos Aires y nuestra abuela Clotilde: dos tragedias, pusieron de manifiesto las irregularidades que rodearon el hecho.
La autopsia realizada al capitán reveló que sus vísceras tenían un alto grado de alcohol. Los hermanos contaron que el día anterior al hecho había sido su cumpleaños y que ese día lo había festejado. Las fotos de la autopsia desaparecieron.
Se comprobó que la tripulación no había sido entrenada para enfrentar estos hechos y que sin esas falencias se hubiesen salvado más vidas. Los salvavidas pegados con pintura a las paredes del barco y la imposibilidad de bajar los botes salvavidas fueron agravantes. Y no era cierto que había niebla y escasa visibilidad.
También comprobaron que ninguno de los capitanes, al momento de la colisión, estaba en sus puestos. Los oficiales fueron encontrados culpables de impericia e imprudencia, pero el capitán, los dos comisarios de a bordo y los dos prácticos -que entonces no era obligatorio que fueran parte de la tripulación, aunque sí baqueanos- estaban muertos. El único vivo, el timonel Simón Alfiro fue exonerado porque cumplió órdenes. También fueron procesados el capitán y el práctico del buque extranjero. Este último, luego de estar un tiempo detenido, sufrió una hemiplejía y falleció mientras se sustanciaba el proceso. El capitán regresó a su país y nunca respondió a las citaciones de la justicia.
Clotilde continuó su vida de ama de casa en Adrogué hasta la Navidad de 1960, en que con un arma que guardaba en su casa, se pegó un tiro, dejando a su desolada familia con más preguntas sin respuestaas. Era la segunda tragedia que sus nietos adelantan en el título del libro, que aguarda que se escriba su última página, en la que se explique qué fue lo que pasó aquella noche de 1957 en el Río de la Plata.
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