“Rarísimo suceso en Flores Norte, que la policía dice ignorar. Frente al 1776 de Canalejas, a las 23:30 del jueves, un hombre fue secuestrado. Desde hacía varios días, había autos ‘sospechosos’ en las inmediaciones. Una estanciera gris frente a aquel número; un Chevrolet verde en Canalejas y Donato Álvarez. Y un Fiat 1100 color claro, en Trelles y Canalejas. Dentro de ellos, varios hombres. Y otros, en las inmediaciones de los coches. A la hora citada, el automóvil de Donato Álvarez hizo guiños con los focos, señalando el avance del ‘hombre’. Le respondieron, y todos convergieron sobre él. Se le echaron encima y lo golpearon. Y pese a que se aferró con manos y uñas al árbol que está frente al número señalado, lo llevaron a la estanciera gris, que partió velozmente con las puertas abiertas”, escribe un anónimo cronista en el encabezado de un artículo publicado en el viejo diario El Mundo el sábado 25 de agosto de 1962.
La crónica está titulada sugestivamente “Como en Chicago” y se refiere a un hecho ocurrido dos días antes, por la noche. Tanto el título –que alude una ciudad norteamericana signada por la violencia–, como el comienzo del texto, “Rarísimo suceso”, dejan en claro que se trata de algo no habitual, que causa extrañeza. Es algo que sorprende al cronista y también a los lectores.
Se trataba, efectivamente, de algo raro. En la Argentina que gobernaba provisionalmente José María Guido, esas cosas no pasaban. Había secuestros, claro, pero las víctimas eran personas adineradas por las que rápidamente se pedía rescate. No era este el caso.
Más abajo, el texto relata que varios vecinos, alarmados por los pedidos de ayuda del hombre, salieron a la calle, pero que debieron retroceder cuando un sujeto que empuñaba una pistola.45 les gritó: “Esto no es para ustedes. Píquenselas si no quieren ligarla”. Los vecinos volvieron a meterse en sus casas y varios llamaron a la policía. Al día siguiente, el cronista de El Mundo se acercó a la comisaría correspondiente al barrio, la 50, y preguntó. La respuesta contradijo a los vecinos. “No sabemos nada, es la primera noticia que tenemos”, le respondió el oficial de guardia.
Que la policía no supiera –o dijera no saber– era más extraño aún. Para entonces ya se sabía que el secuestrado se llamaba Felipe Vallese, un joven de 22 años que distaba de ser adinerado, y era delegado gremial en la fábrica metalúrgica Tea y militante de la Juventud Peronista. Pertenecía a los que se llamaba “la Resistencia Peronista”.
Los argentinos de la época sabían de la violencia política, estaban aún frescos los antecedentes del bombardeo a la Plaza de Mayo en junio de 1955 –aunque poco se hablaba de él– y de los fusilamientos clandestinos en un basural de José León Suárez un año más tarde.
La detención de un delegado o de un militante político no era un hecho extraño en 1962. Que no apareciera, sí lo era. La siniestra figura del detenido–desaparecido no existía.
Y Felipe Vallese, de cuyo secuestro se cumplen hoy 60 años, fue desaparecido esa noche para nunca más aparecer.
A la caza de Rearte
Los compañeros de Felipe Vallese supieron desde un primer momento que había sido secuestrado por fuerzas policiales. Casi simultáneamente a su desaparición, en otros operativos la Policía de la Provincia de Buenos Aires detuvo también al hermano mayor de Felipe, Ítalo, y a los militantes peronistas Osvaldo Abdala, Francisco Sánchez, Elba de la Peña, Rosa Salas, Mercedes Cerviño de Adaro y a tres niños de entre 3 y 10 años que están con ellos. Pero todos ellos aparecerán, luego de ser interrogados y torturados. Felipe no.
Los operativos fueron montados para capturar –y seguramente matar– a otro militante de la Resistencia Peronista, Alberto Rearte, hermano de Gustavo, uno de sus líderes, a quien acusan –falsamente– autor de la muerte de dos policías de la provincia caídos en un confuso tiroteo, donde en realidad los bonaerenses se enfrentaron sin saberlo con colegas de la Federal.
En los interrogatorios bajo tortura a todos les preguntan: “¿Dónde está Rearte?”. Nadie lo sabe, y si lo sabe, no lo dice ni bajo el imperio eléctrico de la picana.
Barraza investiga
El periplo mortal de Felipe Vallese desde su secuestro hasta su muerte fue reconstruido por una minuciosa investigación del periodista Pedro Leopoldo Barraza. De la misma manera obsesiva y minuciosa que Rodolfo Walsh había investigado los fusilamientos del 9 de junio de 1956 en José León Suárez, Barraza buscó descubrir la suerte corrida por Vallese.
La investigación será publicada en ocho notas, primero en el periódico 18 de Marzo y después en el semanario Compañero. Allí desnuda una serie de encubrimientos judiciales y policiales para ocultar que Vallese murió en la tortura y que su cadáver fue desaparecido.
Barraza descubre que a Felipe Vellese lo venía vigilando desde días antes de su secuestro, reconstruye a través de testimonios la presencia de autos sospechosos que rondaban la zona donde finalmente lo “levantaron”, exactamente después de que otro vehículo le hiciera señas de luces, “marcándolo” a la camioneta dentro de la cual se lo llevaron a rastras.
La investigación estableció que lo hirieron en la cabeza en el momento del secuestro y que llegó en mal estado a la Comisaría 1ª de San Martín, donde fue torturado por un oficial llamado Juan Fiorillo, cuyo nombre trascenderá muchos años después por crímenes de lesa humanidad. Allí le preguntaron por primera vez por Alberto Rearte.
De San Martín lo trasladaron a la comisaría de Villa Lynch, donde también tenían a los detenidos en los otros operativos. Aunque llegó prácticamente al borde de sus fuerzas, casi sin poder respirar, lo siguieron picaneando y golpeando. En un descuido, cuando lo arrojaron en una celda entre una sesión y otra de tortura, alcanza a darle su nombre a un preso común, que lo anota en un papel de cigarrillos, igual que el teléfono de la UOM y de la fábrica Tea.
En Villa Lynch, también lo vio su hermano Ítalo, que después dirá que estaba destruido por la tortura, casi agonizante.
Los encubrimientos
Gracias al preso común, que cuando fue liberado llamó a la UOM, el abogado del sindicato, Fernando Torres, realizó la denuncia y le pidió al juez federal de San Martín que ordenara el allanamiento de la subcomisaría de Villa Lynch.
En una evidente complicidad con el encubrimiento, el juez se negó a allanar la repartición policial y simplemente le pidió informes al comisario, que le respondió que allí no tenían detenida a ninguna de las personas que buscan. También pidió informes a la Federal –porque Felipe Vallese había sido secuestrado en la Capital- y le contestaron con una negativa. El juez dio por buenas las respuestas y se cruzó de brazos.
Para ese momento, los compañeros de Vallese y los otros detenidos había emprendido una fuerte campaña reclamando su libertad. A consecuencia de ella, el 3 de septiembre, la Bonaerense reconoció en un comunicado que tenía detenido a un grupo de personas en José Ingenieros por los delitos de portación de armas y tenencia de panfletos. En la lista figuran todos menos Felipe Vallese.
No podían incluirlo porque ya estaba muerto: se les había “quedado” en la tortura.
“Un hombre puede desaparecer”
“Se estaba demostrando que en nuestro país un hombre puede desaparecer, puede conocerse a sus secuestradores, con nombres y apellidos, y no pasar absolutamente nada”, escribió Pedro Leopoldo Barraza en Compañero, el 5 de julio de 1963.
En las ocho entregas de su investigación, tituladas “El infierno de Felipe Vallese”, Barrazo –que por entonces tenía 22 años, igual que el desaparecido– pudo reconstruir la captura, la inteligencia previa, los lugares donde estuvo detenido, por quiénes fue torturado, el nombre del médico que controló las sesiones de picana, y dio decenas de nombres de perpetradores, cómplices y encubridores.
En mayo de 1971, el juez en lo penal de La Plata Rómulo Dalmaroni condenó a 39 policías a tres años de cárcel por privación ilegítima de la libertad, por el secuestro de Felipe Vallese. La pena mínima se debió a que sólo se los juzgó por el secuestro y no por el evidente homicidio. No había cuerpo, Vallese estaba desaparecido. El trabajo de Barraza fue clave para las condenas.
Entre los condenados estaba el comisario Juan Fiorillo, jefe del grupo de tareas que lo secuestró, y que años más tarde formaría parte de la Triple A y, después del golpe del 24 de marzo de 1976, se convertiría en uno de los colaboradores más cercanos del genocida Ramón Camps en la Policía de la Provincia de Buenos Aires.
Pedro Leopoldo Barraza y su compañero Carlos Laham fueron asesinados por la Triple A el 13 de octubre de 1974. Sus cuerpos fueron encontrados maniatados, con tela adhesiva tapándoles los ojos, en un baldío de Villa Soldati.
Barraza había recibido 25 impactos de bala. Fiorillo –que por entonces lideraba una patota de la Triple A- nunca le perdonó que lo expusiera en la investigación sobre la desaparición de Vallese.
José López Rega –creador e ideólogo de la banda parapolicial– lo había “marcado” por otro motivo: haber sido el primero en apodarlo “El Brujo” en una reseña periodística de su delirante libro “Astrología Esotérica”.
Sesenta años después de su secuestro, Felipe Vallese –su cuerpo– sigue desaparecido.}
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