-¿Ese castillo lo construyó un solo hombre? Pues, qué maravilla. Es un Gaudí perdido en la montaña.
A Pedro Fernández la pregunta se la hizo una especialista española del Museo Nacional de Arte de Barcelona, hace uno años. Pedro había viajado especialmente a España para promocionar el castillo de Dionisio de La Rioja, del que hoy es el único dueño, y de paso conocer la obra de Antonio Gaudí, uno de los arquitectos más inclasificables de la historia del pasado siglo. La especialista no podía creer las fotos que Pedro le mostraba: un castillo con formas y colores de una arquitectura gaudiana, sin torres sino con símbolos de espiritualidades orientales, que parecía sacado de un cuento fantástico más que de un cuento de hadas. Ningún parecido, tampoco, con una clásica fortaleza medieval. Inclasificable como el afamado arquitecto español.
-¿Quién fue el hombre que lo hizo? ¿Era arquitecto? –volvió a preguntar la especialista.
-Se llamaba Dionisio Aizcorbe, era argentino. Los lugareños le llamaban el loco del castillo. Y no era arquitecto –le respondió Fernández, con un halo de misterio.
Construida durante treinta años, iniciada en los ´70, hoy es considerada la única obra gaudiana fuera de España. Dionisio no fue ningún rey ni un prohombre: en vida fue comerciante, artesano, feroz autodidacta y practicante de diversas religiones y espiritualidades. “Un adelantado sobre su tiempo, porque a fines del siglo XX nadie se preocupaba de ecología y espiritualidad en esta región del país. Él había leído mucho, tenía una formación amplia”, enfatiza Pedro. El castillo, en efecto, es una obra mestiza y ecléctica a casi dos mil metros de altura. Su nombre parecía tener un destino manifiesto: cuentan que recorrió el país entero buscando el lugar indicado antes de instalarse allí, en medio de las sierras riojanas.
“Los europeos se fascinan con esta obra argentina. Y son los visitantes favoritos, cuando llegan preguntan tanto que terminan quedándose unos días por la zona para descubrirlo”, dice ahora Pedro, en la puerta del castillo de Dionisio, una tarde de invierno del 2022 donde el sol apacigua las fuertes heladas de montaña. El castillo está situado en el alejado pueblo riojano de Santa Veracruz, a 80 kilómetros de la capital y de no más de 200 habitantes: un punto que prácticamente no figura en los mapas. Y es uno de los atractivos turísticos de la Costa riojana, como se conoce a la región que atraviesa la sierra de Velasco, tierra pródiga en vinos, aceite de oliva y nueces que se cosechan en los valles al pie de cordones montañosos bajo colores ocres y rojizos.
Así se promociona ante el visitante. Como una obra impensada, fuera de las normas convencionales y salida sin filtros de la imaginación de un ermitaño soñador que se construyó un castillo para vivir hasta su muerte. En un cuadro al interior del castillo permanece inmortalizada su imagen: larga barba de profeta, la mirada dura, el gesto desafiante. Creer o reventar, la obra entra por los ojos con carteles donde hay frases acuñadas por Dionisio tales como “insisto, es totalmente imposible escapar a las más maravillosas posibilidades de la mente humana. Sencillamente porque somos microcosmos, y si bien somos iguales, paradójicamente, no nos parecemos a ningún otro”. U otras como “la reacción que produce a veces una acción, un mal proceder, no se agota en una sola vida, sino que el eco de ese sonido primordial se prolongará en varias vidas según sea la intensidad con que fue emitida”.
Al castillo, además de turistas y visitantes ocasionales, suelen ir estudiantes de arquitectura para investigarlo y algunos, incluso, hacen sus tesis. “En la academia se la conoce como arquitectura vernácula, porque no sigue ningún lineamiento lineal ni recto como todas las casas sino que la construcción fue completamente irregular. Todo tiene un grado de inclinación que hasta se alteran las leyes de la Física”, acota Fernández, con voz grave y sombrero de cuero, vestido más para salir de safari que como anfitrión.
Y también es preferido de los curiosos de la espiritualidad, a punto tal que muchos comparan este sitio con San Marcos Sierra, en la vecina provincia de Córdoba “Hay una energía especial, se observan una vistas del cielo que son increíbles. Las noches de verano son de ensueño. No fue un lugar buscado al azar por Dionisio. Por eso se organizan tours desde acá a la montaña, largas caminatas con prácticas de yoga y meditación. El castillo parece el lugar menos pensado de toda la Argentina, y a propios y extraños contagia de una mística milenaria”.
Pedro nació en Quilmes y vive hace 14 años en el castillo. Se había mudado a La Rioja para trabajar como guía de turismo privado, un día lo conoció, dice que se enamoró a primera vista, lo alquiló luego del fallecimiento de Dionisio y finalmente se lo compró a sus hijos. Hoy recibe a contingentes de todas partes del mundo, que se acercan al sitio como uno de los lugares más visitados de La Rioja. “Es un lugar bello y único, una suerte de refugio espiritual en medio de la montaña. Después de la pandemia la curiosidad de la gente aumentó exponencialmente, ha superado las expectativas turísticas de los comienzos”, expresa con orgullo.
En la guía se explica a los visitantes que la obra construida por tres décadas por Dionisio recuerda el arte en bruto, una forma de expresión artística que floreció en las zonas rurales de Europa durante el siglo XX y que fascinó a los surrealistas. Toda una filosofía cósmica se cuela por las paredes trabajadas en cemento, piedra y hierro con arabescos y profusamente decoradas con alusiones a elementos de distintas culturas. “El castillo es como un libro de imágenes abierto frente a la serranía: están San Jorge y el Dragón, las aspas de un molino, el dios egipcio Osiris, el símbolo de los rosacruces, el Ave Fénix y mandalas”, se resume en un folleto, y nadie parece sentirse excluido: el creyente como el ateo, el diletante como el dogmático solían ser incluidos en el pensamiento tan vasto como inasible de Dionisio.
Ese hombre que habla en una pantalla de fondo, en un tramo de la excursión, y que por momento suena sacado de un falso documental a lo Zelig, de Woody Allen. Dionisio Aizcorbe, que había llegado siendo un ignoto al pueblo riojano de Santa Veracruz desde Catamarca pasados sus cincuenta años, nacido en Santa Fe, separado y sin sus hijos, que decía que había encontrado allí su lugar en el mundo.
En su vida ermitaña, donde sin embargo no era reacio a recibir visitas como la de la astróloga Ludovica Squirru, asidua concurrente, hizo un jardín con manzanos y puso en el techo los siete chakras. No tenía electricidad ni baño y él mismo construía sus muebles. Murió solo, con el castillo arrumbado, sin esplendor. Dicen los lugareños que había etapas donde se mostraba gruñón y se encerraba por temporadas. “Era un bohemio que hizo el castillo para desplegar su forma de pensamiento. Se dice incluso que se dejó morir, que no quiso recibir atención médica tradicional”, cuenta Pedro, que se declara admirador de Dionisio, a quien conoció en sus últimos años, pero se diferencia de su modelo de vida con una risa estentórea: “Yo soy más porteño que el Obelisco. Me gusta la comodidad, acá vivo con Direct TV y un jacuzzi. Mi profesión es ser guía de turismo, e invertí en este lugar y lo restauré para que la gente conozca el legado de Dionisio y la obra siga viva en la memoria”.
La leyenda sobre Dionisio se propaga a cada paso del castillo, mimetizado en el misterio de sus laberintos, de sus objetos extravagantes. Lo llamaban el loco del castillo o el loco de la colina. Hablaba del cuidado del medioambiente, de mitos antiguos, de la dimensión espiritual del ser humano sin dar conferencias ni escribir libros de autoayuda. Algunos campesinos decían que estaba poseído por el diablo, que era vidente, que había brujas que rondaban su casa. Que era un alemán que había escapado de la guerra. Un tipo raro, resumían los gauchos. Había llegado al pueblo desde Tinogasta, Catamarca, donde poseía una mueblería y una bodeguita de vinos artesanales, la cual vendió antes de instalarse en el extremo más alejado de la aldea de Santa Vera Cruz.
Allá lejos, al final de la única calle existente. Autodidacta y solitario, sin estudios universitarios, comenzó a construir su casita alpina, pero que iría cambiando su fisonomía hasta ser una obra de arte única, con figuras representativas de distintas civilizaciones, incomprensibles y exóticas para el gusto local. “Nadie supo por qué Dionisio Aizcorbe llegó solo, a los 53 años, al medio de la nada y con ganas de hacer arquitectura vernácula, a la manera de Gaudí. Quiso honrar a su artista favorito, un holandés que se había cortado la oreja. Tampoco se supo por qué puso las imágenes de San Jorge y el Dragón, o la leyenda de Osiris, el Ave Fénix, y demás detalles. Pero así fue. Allí estuvo, en su castillo, hasta que murió, a los 83 años, el 28 de diciembre del 2004″, escribió Nicolás Peralta en la revista Cítrica.
El castillo, con sus colores plenos, fuertes y vibrantes en los bajorrelieves, murales y frisos, está abierto todos los días del año de 10 a 19, nunca se cierra, con una entrada de 200 pesos por persona. Sauces y arbustos decoran los pasillos. El sonido del agua corre por unos canales de riego, los frutales cargados de duraznos, higos y naranjas, el jardín encantado con girasoles y gladiolos. Unos silloncitos de piedra invitan a meditar en el camino. Hay elementos que conforman una especie de museo de Dionisio: la cocina económica, las puertas, los libros que sobrevivieron a un incendio. La austeridad que defendió en vida Dionisio parece algo distante de lo que se convirtió ahora como excursión turística, con sus rampas y hasta sistema de braile para el audio guía.
Entre enigmas y secretos, nadie puede dejar de conmoverse por la rareza y el exceso de sus curvas y colores, el castillo como una fantasía oculta entre la inmensidad de la montaña y una hipnótica curiosidad que hasta a los más niños despierta un imaginario cercano a un dibujito animado. Y el espíritu de Dionisio, que citaba a Goethe tanto como a Don Quijote, a Jung como al budismo, eternizado en textos propios por todo el castillo como “Los que mueran, vivirán”, que produce tanta extrañeza al leerlo como su creación arquitectónica: “Abandona esta vida si deseas vivir de veras, esta vida física es solo una etapa necesaria hacia el camino de la luz verdadera, o sea, hacia la sabiduría. Lucha para desterrar tus pensamientos impuros, porque ellos te destruirán, no permitan que te dominen, domínalos tú: el secreto de tu paz y felicidad consiste en ayudar a tu prójimo y a todo lo creado. Amor sin discriminación, no te irrites contra Karma, ni contra las leyes inmutables de la naturaleza, trabaja con ellas y serás considerado como uno de sus creadores, y ella te prestará obediencia”.
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