“Llego más tarde”. Eso fue lo último que les dijo su padre por teléfono el lunes 12 de septiembre de 1978. Nunca volvió a su casa. Al día siguiente apareció muerto. Jamás se supo por qué lo mataron ni quienes fueron los autores. Gustavo Sáenz tenía 5 años, y la noticia fue devastadora. Nació en Carrasco, Montevideo, en una típica familia uruguaya de ese barrio: la casa a tres cuadras de la playa, el jardín de infantes de Miss Aline, donde la mayoría de sus compañeros lo serían más tarde en The British Schools. Su papá era contador y, a la vez, un hombre de campo. Su madre, era por entonces ama de casa. Llevaban 11 años de casados. Y se tuvo que hacer cargo de sus cuatro hijos: de 11 años el mayor y de 3 la menor. Empezó a trabajar en el campo. “Lo de papá nos derrumbó. Mi madre se tuvo que arremangar. Y nunca le vi quejarse ni llorar”, cuenta hoy, a los 49 años y después de una vida de lucha.
La época del colegio debía ser hermosa, pero fue dura. “No me echaron porque conocían mi historia y me querían ayudar. Fue una etapa de rebeldía total. Estaba peleado con la vida. Vivía en la Dirección. Me suspendían y me mandaban en taxi a mi casa”, recuerda. Por esos años le daba vergüenza cuando le mandaban una nota para que la firmara su madre: “Ella no estaba siempre, porque se iba al campo. Entonces falsificaba la firma o le pedía a la señora que nos cuidaba que firmara como si fuera mamá”. A los 9 años hizo el primer click: “Fue cuando expulsaron del colegio a un amigo, Nico. Me tendrían que haber echado a mi, pero lo hicieron con él. Ahí cambié. Me sentí responsable por haber perjudicado a un amigo. Empecé a estudiar, a destacar en los deportes, llevé la bandera, me nombraron Captain, me involucré totalmente y pasé lindos momentos. Tanto, que me costó horrores cuando lo dejé y empecé en una universidad pública. A veces uno, cuando es chico, no se da cuenta de las comodidades que tiene. Ahí sentí mucho la ausencia de mi padre. También cuando tuve que decidir mi carrera, o cuando precisaba algún consejo sentimental. Mi madre fue fantástica, pero hay veces que uno precisa la presencia y la charla con su padre. Hasta el día de hoy lo extraño”.
Lo poco que vivió junto a él lo rescata en una actividad que heredó casi como un mandato: la colombofilia. “En casa teníamos un palomar. Él nos enseñó el oficio y después de su muerte, mi hermano y yo seguimos con el palomar. Siempre estoy mirando hacia arriba buscando palomas, como en aquellas épocas de las carreras los fines de semana, nos pasábamos horas mirando al cielo a ver cuándo esa paloma llegaba del lugar de la suelta. Las palomas se sueltan en distintos lugares y siempre vuelven al palomar que es su casita. Cuando voy a lo de mi madre a veces me siento en el jardín a mirar el cielo y cuando aparece alguna paloma en seguida la identifico con mi padre. Es lo que me une a él, es como decir ‘viejo, sé que estás ahí'”.
A pesar de haber nacido en Carrasco, a Gustavo siempre le gustó la calle. Cuando su madre se iba al campo durante varios días, junto a sus hermanos se quedaban a cargo de la empleada y el jardinero. Le gustaba preguntarles cómo era la vida fuera de su mundo acomodado. “A los 10 años la curiosidad pudo más, me tomé el un ómnibus y me fui a recorrer Montevideo. Era otro mundo para mí. Fue la primera vez que vi un barrio carenciado, recorrí las avenidas principales”. A esa edad también tomó una decisión fuerte para un chico: “Decidí averiguar por qué mi padre no había vuelto y acompañado por un policía fui a la Biblioteca Nacional y pedí todos los recortes de los diarios de la época. Y cuando los tuve delante, recién ahí comprendí que mi padre no iba a volver, que no lo iba a ver más. No los quise leer y me fui”.
Pasada la etapa de rebeldía, Gustavo tomó el camino inverso y se recluyó: “Me volqué mucho al estudio, al deporte y no tanto a los amigos. Me gustaba estar en mi casa, acompañar a mi madre. Me decían “el jubilado” porque me gustaban mucho la jardinería y la carpintería. Me encerré mucho en ese escritorio donde mi padre trabajaba. Mis amigos me venían a buscar, pero no me gustaba salir y eso pasó, te diría, hasta los 18 años. Fueron años de mucha introspección, de muchas preguntas sin respuesta. No lo podía hablar con mi madre porque la veía lastimada y tampoco con mis hermanos, porque ellos decidieron no hablar del tema nunca más. La cuestión es que esa época de las fiestitas me la perdí. Yo estaba en otra”.
Lo que no se perdía era el deporte. Se destacaba en atletismo y rugby. “Siempre ganaba los cross country en el colegio, y era bueno en las carreras de 100 y 400 metros. Y en rugby me defendía, era grandote, tenía fuerza. Jugué de pilar, de segunda línea y hasta de tercera y de wing, pero me daba pereza taclear y tenía medio manos de manteca. Para decirlo claramente, no me enamoré del rugby. Lo tomaba como una materia más del colegio”.
La vida de Gustavo transcurría con ese gran dolor desde el inicio, pero sin mayores sobresaltos. Cuando terminó el colegio hizo un largo viaje por los Estados Unidos. Cuatro meses después regresó. El rugby había pasado al olvido, pero igual entrenaba, salía a correr a diario. Hasta que llegó el 23 de abril de 1994 y la segunda trompada que le dio la vida. Una de knock out. La noche anterior, un viernes, salió junto a un amigo que le pidió que lo acompañara a un restaurante, donde su novia cenaba junto a una amiga. Lo recuerda como si fuera hoy: “Nos sentamos en una mesita de afuera que estaba contra la escalera. Había una chica con discapacidad en silla de ruedas y yo no me animaba a mirarla mucho. Como a las 12 de la noche, mi amigo me dice ‘vamos a seguirla a otro boliche’. En esa época estaba El Alma, y le respondí: ‘Mañana no tengo nada, así que vamos’. Cuando subí al auto le dije: ‘Qué difícil debe ser estar en silla de ruedas siendo tan joven. Si me pasara a mí me muero’”.
Se acostó a las 3 de la mañana. Al día siguiente se despertó alrededor de las 11.30. Se tiró en un sofá a ver tele. Tenía un poco resaca, estaba cansado. Mientras esperaba el almuerzo sonó el teléfono. “Me avisaron que había un partido de rugby contra otro club y que les faltan uno o dos jugadores. La verdad es que no quería ir, pero me insistieron y terminé yendo para correr un poco y sacarme la resaca”.
La memoria de Gustavo se vuelve milimétrica. “Jugamos en la cancha del club del colegio. Empezó el partido y yo arranqué jugando de ala. Lo llevé bien el primer tiempo, pero a los 20 del segundo me empecé a cansar y en un momento le digo a un compañero, que estaba jugando de wing: ‘Vení a jugar de ala que yo ya no estoy para empujar’. No habrán pasado más de 2 o 3 minutos que el full back de Old Boys patea una pelota larga y sale todo el equipo para adelante y yo me quedo atrás. Devuelven la patada y la pelota fue al medio, hacia el ingoal. Yo salí a cubrir porque vi que uno de los contrincantes se había despegado y venía a buscarla. Cuando vi que no llegaba me tiré a cubrirla y al mismo tiempo él la quiso patear. Sentí un golpe en la nuca, un shock eléctrico, un chucho de frío, caí boca abajo y ya no sentí más el cuerpo. Me quise incorporar y fue imposible. Estaba Martín Stefani , un médico, que enseguida me asistió. ‘Es algo de columna’ me dijo. Llamaron a una ambulancia, que llegó bastante rápido. No tenían collarete. Me subieron y me llevaron al Hospital Británico. Me acuerdo de los aplausos cuando me estaban subiendo a la ambulancia, serían las 4 de la tarde”.
En 1994, la resonancia magnética era lo más avanzado que había. Le hicieron una tomografía y se dieron cuenta que algo grave le sucedía en las cervicales. “Me cortaron la camiseta y vi que empezaban a llegar mis hermanos, mi madre estaba de viaje. Me metieron en el tubo para hacer la resonancia y me desmayé. Cuando me desperté era de noche y tenía un dolor imponente. Me habían colocado un collarete con pesas en mi cabeza para desinflamar la zona. Me dolían las piernas, no las podía mover. Abrí los ojos, vi a un tío y un primo y les pedí desesperados que me hicieran masajes en las piernas porque no podía más del dolor. Y me volví a dormir”.
El resultado de los estudios fue que tenía dos vértebras cervicales rotas, la cuarta y la quinta, con desplazamiento del disco e impacto en la médula espinal. Cuando se despertó por segunda vez estaba en una cama de terapia intensiva, con las suturas de una operación y rodeado del “pi pi pi” de los aparatos. Quiso moverse y no pudo. Al primer médico que vio le preguntó qué tenía y le respondió que era un accidente en su columna. Insistió.
-Ok, pero, ¿cuándo voy a poder volver a mover las piernas y los brazos?
La respuesta fue demoledora: “Hay que esperar. Tu columna fue seriamente dañada”.
Pero Gustavo no quería escuchar esas contestaciones vagas, a medias. En su inconsciencia, creía que en pocos días todo iba a pasar y volvería a su vida de antes. Tenía 20 años, le habían regalado un auto, empezaba a salir con chicas, la etapa de rebeldía había quedado atrás. “Ya me había pasado lo de mi padre. Y cuando se habían empezado a ir esas nubes, me cayó un chaparrón. Nadie me hablaba de tiempos. Y yo preguntaba continuamente si iba a volver a caminar”.
Si bien las palabras no lo conformaban, su vida comenzó a transcurrir en la cama de un hospital. “Es otro mundo. Las visitas vienen hasta las 7 de la tarde y después uno queda solo. Imaginate: cuadripléjico, en una cama cuando hasta hacía unos días estaba corriendo en una cancha de rugby”, cuenta. Lo peor eran las noches, que se hacían eternas. “Contaba ovejitas como me había enseñado mi madre, eran las mil y no me dormía, tenía que hacer malabares para poder apretar el timbre y llamar al médico o a la enfermera. En aquel entonces no había televisión ni cable en las habitaciones del hospital. Era charla o libros que te leían. Escuchaba radio porque ni siquiera podía leer el diario… y cerrando los ojos tratando de dormir y rezando.”
Comenzó a aferrarse a Dios. A una fe que le diera las respuestas que no tenían los médicos. Empezó a tener “flashes de luz”, a recordarse corriendo, a ver las cosas buenas que había tenido en su vida. “Trataba de cargarme la cabeza con imágenes buenas, como quien carga un celular. No quería ver triste a mi madre. Ya tenía suficiente con lo de papá”, . En medio de aquella quietud, la mente de Gustavo no paraba. Le pidió a un amigo que lo filme: “Todos pensaban que me había vuelto loco, pero quería que me graben y esas imágenes las tengo guardadas hasta el día de hoy. Desde ese lugar le metía, más allá del sufrimiento. Y empecé a hacer fisioterapia. Era un logro mover un dedo. Desde la fe agarré coraje. Recuerdo que me decían ‘tenés que pensar en el futuro’ y yo les respondía: ‘No, ¡qué pensar, ya habrá tiempo para eso, esto es una pelea que recién empieza y le tengo que meter ahora!’ Así fue, hasta que surgió la idea de ir a un centro de rehabilitación”.
Después de un mes en el Hospital Británico sintió que lo contenían y mimaban mucho, pero que no avanzaba en su recuperación. Además, intuía que no le estaban contando el cuento completo. Le hablaron de ir a los Estados Unidos. Y pensó que en un mes estaría caminando de nuevo. “Creí que me iban a dar una pastilla mágica, algo así…”. Partió a Tampa con su madre, su hermana menor, un primo que estudiaba medicina y una amiga de su madre. Y al llegar al Tampa General Rehabilitation Center le cayó la ficha: vio mucha gente en silla de ruedas, algunos amputados. Se vio a sí mismo a través de los otros: “Esto es Vietnam, estoy bien jodido”, pensó.
A la hora de llegar apareció un médico. Sin mediar palabra leyó la historia clínica. No aplicó anestesia antes de hablarle: “Te habrán dicho cuál es el diagnóstico de tu accidente. De acuerdo a lo que te pasó, las estadísticas dicen que tus probabilidades de volver a caminar son mínimas, pero haremos todo lo posible. No sé si sabes lo que es un centro de rehabilitación…”
-Si claro, es un lugar al que vine para poder volver a caminar.
-No. Es un lugar para trabajar sobre el problema que tenés y tratar de mejorarlo para que logres tu máxima independencia. No sabemos a dónde vamos a llegar, pero te repito: es muy difícil que puedas volver a caminar.
Gustavo recuerda que cuando el médico dejó la habitación se puso a llorar como un chico. Junto a él estaba su madre, la miró a los ojos y le dijo “¿mamá, vinimos acá para esto?”.
No obstante, este “Vietnam” era su última esperanza. Durante cuatro meses estuvo allí. Vivió el primero en una habitación del cuarto piso, ubicada junto al helipuerto del edificio. Cada noche, el ruido del motor, las aspas y los gritos de los médicos le indicaban que otro paciente accidentado se sumaba a la batalla. Durante esos días, además, las visitas estaban prohibidas. Sólo podían verlo los fines de semana y por la tarde. Los otros tres meses se alojó en un hotel, donde lo pasaban a buscar en una camioneta.
A las cinco de la mañana del primer día, sonó una chicharra. Entró una enfermera y lo terminó de despertar. “Buen día, vestite”, cuenta que le dijo. “¿Cómo vestite, si no puedo mover ni un dedo?”, le respondió. Le tiró un lazo y le enseñó una técnica para vestirse, en la que debía usar la boca. “Lo estuve intentando durante cuatro horas, llorando y puteando a esos gringos. Al final vino y me ayudó. Me llevaron al tercer piso y me trajeron un libro de anatomía. Me enseñaron lo que no sabía que me había pasado. Y me dijeron, con frialdad: ‘A trabajar. Si querés llorar, agarrá una silla y salí al jardín a llorar todo lo que quieras’. Sentí que no había compasión en ese tratamiento. Los putee mucho, pero después los fui entendiendo. Hoy lo agradezco, porque me hicieron fuerte en lo mental. Más adelante hablé con gente que había estado en la guerra, con psicólogos. La teoría de ellos es que primero hay que estar fuerte de la cabeza, no importa para qué. Te preparan como a un soldado”.
La fortaleza no llegó de un momento para otro. Muchas veces llegó con la silla hasta un árbol que había en el jardín para llorar solo. Con el lazo que le daban se ataba los zapatos como podía. “Empecé a demorar 3 horas para vestirme en lugar de cuatro, y después dos y media. Y comía con accesorios adaptados”. Los insultos, que al principio eran fuertes, empezaron a bajar. Y lo que empezó a subir fueron los pequeños avances. Gustavo se convirtió en el guerrero que buscaban. “Entendí que la mente es todo, a través de ella se pueden lograr cosas increíbles”.
Desde ese punto, Gustavo regresó a Uruguay mucho más fuerte. Ya no se planteaba volver a caminar, buscaba cumplir objetivos de corto plazo. “A los 7 meses del accidente pude volver a orinar solo. Un médico me enseñó cómo estimular la vejiga. Abría la canilla para escuchar el ruido, ponía música y me masajeaba. Así estuve 7 meses, hasta que salió. Y un día volví a estar en pie con un bipedestador. El lado izquierdo de mi cuerpo se recuperaba mejor, estaba menos dañado. Yo era derecho, así que le escribí una carta a mi mano izquierda que decía ‘Perdón mano izquierda por haberte olvidado a lo largo de estos 20 años y gracias por ayudarme hoy en día’. Aprendí a hacer todo con esa mano, vestirme, ponerme un zapato y comer. Hoy soy ambidiestro. Entendí que nosotros usamos el 50 o 60 por ciento de nuestra capacidad física. La parte derecha de mi cuerpo es muy débil, no tengo músculos casi, sin embargo puedo caminar 30 cuadras gracias a un estimulador eléctrico que desarrollamos junto a un técnico en Montevideo en el año 1994. Con este estimulador viajé por decenas de países, subí al Machu Pichu, bailé en Ibiza, es como mi hermano menor que me acompaña a todos lados. Esos pequeños logros con el tiempo me hicieron ver que tengo menos, pero lo disfruto más”.
Sin embargo, algo aún le hacía ruido y era enfrentar a la sociedad a la que había pertenecido. “En un momento pensé que, si quedaba en silla de ruedas, me iba a radicar en los Estados Unidos. En realidad, tenía mucho miedo de volver y que me vieran en una silla en vez de caminando. Y también pensaba que Uruguay no tenía ningún tipo de accesibilidad para discapacitados, y no iba a poder ir a ni a la facultad. Me daba vergüenza mi discapacidad. Y una vez acá hubo que adaptar toda la casa, el baño…”.
Cuando llegó a su casa, que tiene una subida en la entrada, se bajó de la silla y tomó el andador. Demoró media hora, “pero entré de nuevo caminando, como quería”. Como siempre, su familia estaba ahí, apoyándolo. “La muerte de mi padre nos unió mucho, fuimos muy protectores unos de otros. Somos de juntarnos los domingos, nos visitamos. Hicimos terapia familiar. Mi madre siempre dejó en claro que si por mi situación había que vender todo, lo haría. Y mis hermanos, cada uno a su manera, dejaron todo en la cancha”.
Con los amigos fue más difícil: “Yo había cambiado mucho en esos meses, ya no era el Gustavo de antes y eso muchas veces no lo entendían. Y yo tampoco tenía muchas ganas ni sabía cómo explicárselos. Me convencían para salir y lo pasaba mal. Me molestaban los sonidos fuertes, no me aceptaba a mí mismo y no aceptaba aquella realidad de ver a la gente alegre después de ver tanto dolor. Me sentía solo e incomprendido”. Sin embargo, al final de este camino reconoce que “cada uno dio lo que pudo. Alguno de los que esperaba menos dio más, y al revés, pero no los juzgo. Todos estuvieron y están conmigo. Son un pilar fundamental”. No obstante, su círculo se amplió: “Mientras hacía fisioterapia conocí un grupo de gente con discapacidad, que hasta el día de hoy somos amigos y denominé el “grupo de los rengos”. Yo había traído de Estados Unidos mucho material para trabajar y todas las tardes un amigo muy cercano me dejaba en el CASMU, que es un sanatorio que tenía un centro de rehabilitación y le daba hasta las 9 de la noche.”
Así, en un shopping recién construido comenzó a caminar con su andador. Cuando se cansaba, se sentaba a mirar pasar a la gente. En un momento, cuenta, “dejé el andador y me agarré de una baranda que había detrás de los asientos y empecé a caminar de un lado al otro. Me sentí bien porque lo hacía adelante de gente que no conocía. Lo increíble es que hace un tiempo, cuando se cumplieron 28 años del accidente, subí algo a las redes sociales y una persona que no conozco me escribió ‘vos sabés que me acuerdo de vos cuando caminabas por el shopping…'”. Luego convenció a la gente de la facultad para que colocaran rampas. Se iba amigando con la vida. “Era cuestión de cambiar el chip. Como siempre digo ‘con las mujeres me fue mejor rengo, porque se las conquista con palabras’. La discapacidad me hizo pensar y analizar mucho el comportamiento de los seres humanos. A lo mejor no puedo correr, ni alzar a mi hija, pero he podido hacer otro montón de cosas y las valoro mucho más que antes”.
“Después de lo que sucedió con mi padre yo le tenía miedo a la palabra “papá”. Siempre dije que no iba a tener hijos. Y en el momento menos esperado, a los 42 años, apareció mi hija Sofía. Yo no estaba en pareja, fue el momento de ser padre y Dios me lo estaba mandando. A mi hija nunca le oculté mi discapacidad, la senté en una silla de ruedas cuando era bebé y cuando armamos El Palomar siempre estuvo presente. Siempre digo que me hizo ver que era hora de hacer cosas por los demás”. Sofía logró algo más: que volviera a su colegio y a la cancha donde sufrió la lesión.
Hace 3 años Gustavo fundó una ONG que se llama El Palomar, como homenaje a su padre, que le inculcó el gusto por la colombofilia. “Cuando me accidenté me preguntaba por qué me había pasado. Hasta que un día empecé a preguntarme para qué me pasó. Arranqué por dar apoyo a chicos jóvenes, porque el 70% de los casos de accidentes de columna se da entre los 16 y 25 años, la edad donde uno no conoce el peligro y se expone más. Al tiempo se dio que empecé a conocer gente muy comprometida con la temática discapacidad. A una de ellas, Fiorella, hace unos 8 o 10 años le dije que me gustaría hacer algo y es hoy junto a otro gran amigo mío, Andrés, quines dirigimos la ONG. El otro es el Gordo (Juan Andrés) Verde, un cura. Lo conocí por una novia que me empezó a llevar a misa. Al tiempo me dejó y volví a rezar. Cuando me iba el Gordo me dice ‘el martes vení a confesarte’. Fui, me confesé y como penitencia me pidió que les diera una charla a los chicos de confirmación”.
Le gustó dar la charla y entonces se zambulló en su proyecto. A la semana le pidió al sacerdote que saliera de padrino de la ONG. Y también llamó al exfutbolista Alexis “Pulpo” Viera, que fue baleado en la columna vertebral en un asalto cuando jugaba en Colombia y perdió la movilidad de sus piernas. Llamó a Fiorella y arrancaron en 2019. Lo primero que implementaron fue el Programa PAED que ayuda al estudiante con discapacidad. El Palomar trabaja por los derechos de niños, niñas y jóvenes con discapacidad a la educación inclusiva, y el programa se implementa en instituciones de enseñanza privada, donde los acompañan en los procesos educativos de su alumnado. “En Uruguay hay muchísima deserción escolar por discapacidad y nos propusimos atacar eso. Mi sueño es que todos los colegios estén en condiciones de recibir un chico con discapacidad”, explica.
Para colaborar con El Palomar: https://www.elpalomar.org.uy/
(Una versión de esta nota fue publicada por su autor en la revista OB&G MAGAZINE, house organ del club Old Boys & Girls de Montevideo, Uruguay)
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