A los 71 años, José de San Martín le confesaba al general Ramón Castilla, presidente del Perú, que tenía una salud enteramente arruinada y estar casi ciego por las cataratas que sufría, sin contar con sus problemas estomacales, que arrastraba desde los tiempos del cruce de los Andes.
En París había consultado a varios oculistas y todos le dieron el mismo diagnóstico: que sólo podrían operarlo cuando las cataratas madurasen, esto es, cuando ya no viera más. En 1849 se intentó una operación, que no tuvo los resultados esperados.
Luego de su frustrado regreso al país en 1828, volvió a Bruselas. Cuando en Francia la revolución de julio de 1830 determinó la caída del borbón Carlos X y el ascenso al trono de Luis Felipe I de Orleans, se mudó a París, un poco por insistencia de su amigo Alejandro María Aguado. En la capital francesa, alquilaba en el número 1 de la calle Neuve Saint Georges una casa que en 1835 pudo comprar.
Por 1833 había intentado calmar sus dolencias con baños en Aix-les Bains. “Lejos de hacerme bien que experimenté el año pasado y que me prometí al presente, me produjeron violentos ataques de nervios y me debilitaron al extremo de haber tenido que cumplir más de un mes en el regreso”, escribió.
Para estar cerca de su amigo, adquirió una casa en Evry sur Seine, una comuna de unos 700 habitantes, a 40 kilómetros al sur de París. A la casa -que pudo comprar gracias a la ayuda del propio Aguado- la llamó Grand Bourg. Era una construcción de tres plantas, en un terreno de una hectárea. Allí pasaba desde Semana Santa hasta el día de los difuntos.
Le gustaba caminar por los jardines, pasear con sus nietas y cuidar de las flores, especialmente las dalias. Por las tardes tenía la costumbre de tomar mate con Aguado. A veces el poeta Florencio Balcarce, hermano de su yerno, se quedaba en la casa largas temporadas. Sus pasatiempos eran limpiar sus pistolas y escopetas, que alternaba con trabajos de carpintería.
Allí también lo visitó Juan Bautista Alberdi. “Lo esperaba más alto, lo creía un indio como tantas veces me lo habían pintado y no es más que un hombre de color moreno. Al ver el modo cómo se considera él mismo se diría que este hombre no había hecho nada de notable en el mundo, porque parece que él es el primero en creerlo así”, recordó.
Nuevamente, con la revolución de 1848, se mudó a Boulogne sur Mer, una ciudad de unos treinta mil habitantes, cuyo número crecía en los veranos por los doce mil ingleses que iban a tomar baños de mar. “Para evitar el que mi familia volviese a presenciar las trágicas escenas que desde la revolución de febrero se han sucedido en París, resolví transportarla a este punto”. Se calcula que antes de abandonar París, su hija finalmente lo convenció de que le tomasen un daguerrotipo, que se convertiría en la única imagen del prócer.
Por ese tiempo, Boulogne sur Mer, ubicada sobre el Canal de la Mancha, en el departamento de Calais, era una ciudad que en 1850 había habilitado un natatorio de agua de mar caliente. Por siglos había sido un puerto natural y la puerta de entrada de potencias invasoras a lo largo de la historia de Francia.
Para algunos, su idea original era radicarse en Inglaterra o regresar a su casa de campo de Grand Bourg. Alquiló un segundo piso, con cinco habitaciones en la Gran Rue 105, en una vivienda que pertenecía a Adolphe Gerard, un abogado que además era periodista y bibliotecario de la ciudad. Allí se mudó, para cuidarlo, su hija Mercedes con su esposo Mariano Balcarce y sus dos hijas Mercedes y Josefa. En la planta baja el dueño tenía su estudio y en el tercer piso vivía con su esposa y tres hijos.
A San Martín debían leerle los periódicos y los libros y le costaba mucho tener que dictar su propia correspondencia, nunca se acostumbró a ello. Pasaba largas horas hablando con Gerard, quien haría una primera semblanza del argentino cuatro días después de muerto. El anciano hablaba francés, inglés, italiano, griego y latín y ambos compartían inquietudes culturales.
En junio de 1850 fue a tomar baños a las termas de Enghien-les-Bains, recomendados para el tratamiento del reuma. Félix Frías, que se lo encontró casualmente, lo vio totalmente lúcido, aunque un tanto melancólico y encerrado en sí mismo.
El 6 de agosto realizó su último paseo, y entre dos debieron bajarlo del carruaje.
Los días pasaron con molestias, que le provocaban arranques de mal humor. Sin embargo, el 16 amaneció de buen ánimo. Comentó con Mercedes el elevado número de bañistas que se habían ahogado, por la cantidad de gente y los escasos bañeros para controlarlos. Para ello, un lord inglés anunció que regalaría a la ciudad un bote a hélice para ayudar en el auxilio de los veraneantes. La ciudad había sido adornada porque al otro día llegaría la embarcación.
Ese sábado 17 San Martín se levantó sereno y fue a la habitación de su hija como hacía habitualmente para que le leyera los diarios. Hacía tiempo que por las cataratas él no podía hacerlo. No tenía fiebre aunque disimulaba con una sonrisa frente a Mercedes sus ataques de dolor, para que no se preocupara. Decía que “era la tempestad que lleva al puerto”.
El médico insistió durante mucho tiempo que una Hermana de la Caridad podía cuidarlo y así aliviar un poco a su hija, pero Mercedes no quiso saber nada.
Cuatro días antes, San Martín ya sufría de agudos dolores de estómago, que lograba calmar con opio, en dosis mayores a las recomendadas. Y tuvo ataques febriles.
Esa mañana su yerno partió a realizar un trámite. Al mediodía, el general almorzó frugalmente, como hacía habitualmente. Lo había ayudado a vestirse el peruano Eusebio Soto, su fiel sirviente. Acompañaba a San Martín desde 1822, cuando contaba diez años. Soto, que con los años se transformó en el hombre de extrema confianza de la familia, se adaptó a Europa y hablaba el francés en forma fluida. En 1840 se casó con Lorenza Bustos, una de las criadas de los Aguado.
A las dos de la tarde, a San Martín lo sorprendieron agudos dolores de estómago. Con él estaba su médico Dr. Jordán quien, en un primer momento, no le dio demasiada importancia al malestar, ya que eran ataques que había sufrido con anterioridad. El libertador estaba recostado en la cama de su hija.
A las tres de la tarde, el propio general presintió el fin. Sintió una convulsión y con gestos, ya que casi no podía hablar, le pidió a su yerno que alejase a su hija. Un instante después, murió. La tradición cuenta que tanto su reloj de bolsillo como el que estaba en la sala, se pararon a esa misma hora.
Durante el 18, fue velado. Por la mañana se redactó el acta de defunción, que certificaba que San Martín, de 72 años, cinco meses y 23 días de edad, había fallecido el 17 a las tres de la tarde. Firmaron el acta Adolphe Gerard y Francisco Rosales, encargado de negocios de Chile.
Colocaron un crucifijo sobre su pecho, otro en una mesa entre dos velas, mientras dos hermanas de la caridad rezaban.
El 19 fue colocado en un féretro. El 20, a las 6 de la mañana el cortejo partió hacia la iglesia de San Nicolás. Acompañaban al carruaje con sus cuatro faroles encendidos y tapados con crespones negros, su yerno Balcarce, a su derecha iba Darthez, amigo de San Martín y a la izquierda Francisco Javier Rosales, el diplomático chileno. Los seguían José Guerrico, Gerard y Seguier, vecino de Boulogne. Nadie más.
En San Nicolás hubo un rezo y partieron hacia la catedral, ubicada en la zona alta de la ciudad. Fue depositado en una de las bóvedas por indicación del abate Haffreingue. Sería una sepultura provisoria, porque la intención era la de cumplir el último deseo de San Martín, de reposar en Buenos Aires. En 1861 fueron trasladados al sepulcro de los Balcarce, en Brunoy.
Gerard, el dueño de casa confesó: “Su pérdida deja en ella un vacío que se reproduce en nuestras almas, y que no se llenará pronto”.
En 1864 una ley elaborada por Adolfo Alsina y Martín Ruiz Moreno, autorizaba al gobierno a iniciar las gestiones para repatriar los restos. Habría que esperar otros 16 años, durante el final de la presidencia de Nicolás Avellaneda, para que el 28 de mayo de 1880 arribara al muelle de las Catalinas el vapor Villarino trayendo el féretro de dos metros de largo por sesenta centímetros de altura con los restos del prócer. Domingo F. Sarmiento, quien lo había conocido en mayo de 1846 en Grand Bourg, encabezó la comisión de repatriación.
El cuerpo embalsamado del Libertador estaba protegido por cuatro ataúdes, dos de plomo y dos de madera. En la nave central de la Catedral de Buenos Aires, se realizó un oficio religioso y luego fue depositado en la cripta de los Canónigos, hasta que estuviera listo el sepulcro, que se construía donde estaba el altar de Nuestra Señora de la Paz.
San Martín no descansa en la parte superior del monumento, compuesto por una urna negra. El féretro fue acomodado inclinado, y su cabeza está a la altura de los visitantes. La lámpara votiva, en el frente de la Catedral, fue proyectada y construida en la Escuela Nacional de Bellas Artes.
El 24 de octubre de 1909, en el boulevard Saint Beauve, se inauguró en Boulogne sur Mer una estatua ecuestre, la primera en Europa en su homenaje. No se sabe cómo pero salió indemne de los devastadores bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial, ya que en esa ciudad los alemanes habían instalado una base de submarinos. El 15 de junio de 1944 fue uno de las peores jornadas: se arrojaron 1200 toneladas de bombas, lo que provocó la desaparición de barrios enteros. Sin embargo, el monumento, salvo marcas de esquirlas, no sufrió daños.
Por años se habló del “milagro de la estatua del general”, aquel que había elegido esa ciudad para tomar distancia de los disturbios revolucionarios de París y que deseaba, pese a todo, que su corazón descansara en Buenos Aires.
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