Lo repetía hasta el cansancio. Le costó porque fue una larguísima lucha de más de treinta años. Logró que en la Sala 17 del Hospital de Niños Dr. Ricardo Gutiérrez las madres pudiesen acompañar a sus hijos. Debió enfrentar la resistencia de los médicos más viejos, incluso de las enfermeras y los asistentes que no querían saber nada con la presencia de las mujeres. Solo estorbarían. Al joven Florencio Escardó, entonces un médico de 22 años, le partió el alma la primera vez que entró a la sala. Recordó una fila de quince camas a su izquierda y otra igual a su derecha, todas ocupadas con criaturas postradas. Algunas casi no se movían, otras lloraban intermitentemente y muchas pujaban por embocar su boca en una boquilla conectada a una mamadera, que colgaba de un sostén de alambre arriba de la cama. Nadie les prestaba atención.
“¿Cómo alguien puede aprender pediatría si no está al lado la madre?”, se preguntaba. Descolocaba a sus alumnos en los exámenes orales preguntándoles cómo se cocinaba una sopa. Para él, era imposible que el médico pudiera acercarse a la madre si desconocía cómo hacerla. Era un médico que se apartaba de los cánones de la época, señalado por aplicar prácticas de atención poco tradicionales por los tiempos que se vivían.
Gracias a que las madres pudieron estar con sus hijos, el período de internación de los niños bajó de 25 a 5 días. La reacción fue esperable y caótica: todas las madres querían que sus hijos fuesen internados en la Sala 17 y no en las otras donde su ingreso solo era permitido de 17 a 19 horas, cuando se habilitaba el ingreso de las visitas. Los médicos más antiguos lo culpaban de convertir el lugar en una romería, aunque nunca pudieron rebatir sus argumentos. Estaba convencido de que la comprensión era una de las formas de curar.
Resulta complicado contar la vida de este profesional que usaba trajes no siempre a la moda y que lucía su infaltable moñito. Posee muchas facetas, todas ricas, interesantes y que, según él, se complementaban. Se corre el riesgo de que si algo queda fuera de la enumeración, se cometería una injusticia. Había nacido en Mendoza el 13 de agosto de 1904. Su papá Florencio Escardó Anaya era despachante de aduana, su mamá se llamaba Telésfora Taborda Giralt y él decidió ser médico tal como lo había sido su abuelo, que se había desempeñado como cirujano.
Escardó fue mucho más que un médico. Fue periodista, escritor, maestro. Decía que si no hubiese sido humanista, no podría haber ejercido la profesión de médico, a la que definió como “muy triste”. Decía que el médico debía ser humilde en su saber y orgulloso de su misión.
A los cuatro años vino con sus padres a Buenos Aires. Cursó sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de Buenos Aires y el 20 de junio de 1929 se recibió de médico en la Universidad de Buenos Aires y tuvo el honor que su título esté firmado por el rector Ricardo Rojas. Su tesis fue sobre la enfermedad celíaca. Se autodefinía como una suerte de becario de la comunidad, ya que ésta con sus impuestos le había pagado todos sus estudios. En 1942 ganó el concurso de profesor adjunto en Pediatría.
A mediados de la década del ‘50 hubo un vigoroso movimiento cultural encarado por sectores medios. La Universidad de Buenos Aires, las revistas, los semanarios y una creciente comunidad de psicoanalizados fueron ámbitos donde surgió un público nuevo que se apropió de las pautas de modernidad. Una pieza fundamental en este movimiento se ocupó de la familia que, hasta la década del ‘60 no se apartaba del modelo de padre-madre-hijos; matrimonio y división de roles. Este modelo fue puesto en el banquillo por psicólogos y pediatras. Uno de ellos fue el doctor Florencio Escardó.
Se orientó a las cuestiones psicoemocionales y sociales de la pediatría. A “Su Majestad, el Niño”, como lo denominaba, había que escucharlo. Fue jefe de la Sala 17 del Hospital de Niños del Gutiérrez desde el 25 de septiembre de 1957 hasta su jubilación, en 1969. Primero ejerció como interino y luego concursó el cargo y lo ganó.
Cuando se recibió de médico, hizo un viaje de perfeccionamiento en Francia e Italia y en 1934 entró al hospital de Niños. Ese mismo año se inició como docente y renunció a sus cargos en 1946.
Para perfeccionarse, estudió dos años sociología.
En la famosa sala, instaló el pabellón de psicología y una sala de terapia para grupos. Fue el primero en introducir a psicólogos porque definía al bebé como un ser biológico y social. En la década del 60 el servicio llegó a contar con 30 psicólogos. En esa época conocería a una de sus esposas, Eva Giberti. Además fundó en el hospital una Escuela para Padres, donde sus alumnos hacían prácticas en el hospital y en lugares como la Isla Maciel. Armó el primer laboratorio de Bacteriología Pediátrica y creó la residencia de Psicología Clínica. Llegó a director del Hospital Gutiérrez.
En la veintena de libros que escribió sobre su especialidad, insistía en que había que revisar integralmente a la persona y que se debía consultar a un solo profesional. Sostenía que el que tenía dos médicos tenía medio médico y el que tenía tres, no tenía ninguno.
En la facultad de Medicina, donde había comenzado como ayudante en la cátedra de Pediatría, llegó a la titularidad. En 1958 fue electo decano de la Facultad de Medicina de la UBA y vicerrector, cargo que ejerció desde el 30 de diciembre de 1957. También en el ámbito universitario pateó el tablero. Dispuso que los colegios preuniversitarios Nacional de Buenos Aires y Carlos Pellegrini fueran mixtos, una medida que en 1961 escandalizó a más de uno. Debió trabajar duro para imponer la medida.
Cuando dio su última clase en el aula magna de Medicina, recibió una prolongadísima ovación que lo emocionó y que agradeció. En 1976 fue cesanteado en todos sus cargos.
Fue un prolífico autor de libros científicos y de divulgación sobre medicina y pediatría, que incluyó la edición de una Enciclopedia Gastronómica Infantil, e incursionó en diversos tópicos. Admirador de Eduardo Wilde y José Ingenieros, tiene editados libros de poesía, cuentos y el guión de la película La cuna vacía, que cuenta la historia del doctor Ricardo Gutiérrez. Este enamorado de la voz de Carlos Gardel, también escribió la letra de dos tangos, La ciudad que conocí y ¿En qué esquina te encuentro Buenos Aires?”
Dejó testimonios de su pluma inconfundible en innumerables medios como El Mundo, Crítica, Clarín, La Nación y diversas revistas. Comenzó firmando con el seudónimo “Juan de Garay” y por sugerencia del escritor Nalé Roxlo, adoptó el de “Piolín de macramé”, que se transformó en un clásico. Fue presidente de la Sociedad Argentina de Escritores y miembro de la Academia Porteña del Lunfardo. Con la aparición de la televisión, sus presentaciones en programas eran siempre un éxito, como el ciclo “Volver a vivir”.
Murió el 31 de agosto de 1992. Asomándose a su vida, es claro que fue mucho más de todo lo que fue. “Soy un pensador solitario, poeta, escritor, periodista, actividades que significan el ejercicio de la persona”.
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