Bruno se puso un buzo oscuro y un jean. Las zapatillas negras se las trajo Filomena, su abuela. Él se las había olvidado en su habitación. Ahora usa anteojos. Tiene el pelo más largo y se deja crecer la barba. Camina despacio. Habla pausado. Se ríe seguido. Revisa el celular a cada rato. Es curioso: el teléfono sigue intacto. Lo tenía en la mano derecha cuando bajó de la camioneta. Apretado entre el brazo y el cuerpo, también llevaba el paquete que debía entregar. Su celular lo recuperó un vecino: estaba tirado en la calle, cerca suyo, sin un rasguño. Él, en cambio, sufrió fractura de cráneo, hemorragia cerebral, fractura de órbita del ojo izquierdo, fractura de la segunda y la tercera vértebra cervical, fractura de pelvis, fractura de fémur.
Quedó inconsciente. Tenía el costado izquierdo de la cabeza apoyado en el cordón de la vereda. El feroz arrastre por el asfalto le había sacado el pantalón. Lo último que dijo fue “tengo frío”. Una vecina lo cobijó con una manta. La moto lo había pasado por encima a las 19:11 del martes 16 de marzo de 2021. Había luz del sol todavía en la diagonal Tucumán, a metros de la intersección de las calles Rodríguez Peña y Monteagudo en la localidad de Martínez. Cuando la ambulancia lo trasladó al Hospital Central de San Isidro, la noche ya había caído.
Filomena, que le alcanzó las zapatillas que se había olvidado, cuenta que a veces le pide a su nieto que le traiga la escoba, él obedece y cuando vuelve, ella le pregunta: “¿Y la escoba?”. Bruno suele olvidarse de algunas cosas. Cuando va al supermercado, tiene que llevar anotados los artículos que debe comprar. Su memoria es frágil. Son las secuelas del accidente. Su vida ya no es la misma. “Lo que más me cuesta es entender que ya no soy el mismo de antes”, dice, compungido.
Antes es antes de ese martes fatídico de marzo. Bruno es Bruno Sebastián Martín, tiene 21 años y trabaja en la entrega de compras de Mercado Libre. Se había recibido de técnico en informática en el Instituto Leonardo Murialdo de Villa Bosch, a pocas cuadras de la casa que alquila y donde vive con María del Rosario, su mamá, y Belén, su hermana. Había dejado de cursar la carrera de ingeniería mecánica en la UTN de Haedo porque en marzo de 2020 una pandemia despojó de ingresos a su familia. Ya no había fiestas ni oficinas abiertas que contrataran a Los Abuelos catering, el emprendimiento familiar que su mamá, docente gastronómica, conducía, en el que colaboraba su hermana y en que él era el encargado de la logística.
La camioneta es de su abuelo, ya jubilado, a quien reemplazó para asumir la entrega de viandas para empresas y comida para eventos. El coronavirus le cercenó el trabajo. Pero no la camioneta ni las posibilidades. En Facebook vio un aviso: “se necesitan camionetas”. Era un correo privado. No revestía la categoría de trabajador esencial pero tampoco podía quedarse esperando el hambre en su casa: había un alquiler que pagar y una familia que respaldar. “Salió un trabajo que yo ya venía haciendo: entregar pedidos”, relata. Supo, semanas después, del servicio de entregas de Mercado Libre. Se inscribió, le dieron una capacitación y comenzó a trabajar ahí.
A las siete y media de la mañana, en un depósito del aeropuerto de Morón, recogía paquetes en un sistema de símil correo. “Me acuerdo que me había quejado del precio de la nafta en una estación de servicio en Ituzaingó”, dice: hay recuerdos que su memoria mantiene indelebles. Regresó a su casa como cualquier otra jornada: al mediodía, para almorzar, dormir una siesta y salir por la tarde. El segundo turno consistía en entregar las compras realizadas en el día. Ese martes 16 de marzo minutos después de las cinco de la tarde recogió cerca de quince paquetes de un depósito ubicado en Villa Lynch, estación Tropezón, donde organizó su reparto: Vicente López, San Isidro, San Fernando. Aún conserva el print de pantalla de su ruteo. “Yo había arreglado que me dieran zona norte porque me quedaba cerca de casa, pero fundamentalmente por seguridad”, cuenta.
Le sacó una foto al frente de la casa del tercer paquete que entregó porque tenía un cartel que le había llamado la atención. No lo atendieron. Pero inventó un número de documento, firmó como que sí y procuró dejarlo en el interior del domicilio. Sino sabía que tenía que volver al depósito a devolverlo y ese martes tenía pensado estar de vuelta en su casa antes de cenar. Le pagaban 240 pesos por paquete entregado. No le importa congraciarse con su anterior empleador: ya no trabaja ahí porque ya no trabaja. Dejó el cuarto bulto y se dirigió a diagonal Tucumán. Puso balizas, estacionó, desprendió su cinturón de seguridad, agarró celular y paquete, abrió la puerta. Había advertido una situación en la inmediación. Elaboró un análisis fugaz y le restó trascendencia.
“Vi que venía una moto enfrente. La miré, estaba en la esquina y bien pegada al cordón de su mano. Es una calle angosta pero de doble mano. Me fijé que no fueran dos tipos. Yo ya estaba rescatado. No me habían choreado nunca pero a un par de compañeros sí. Si estás en Moreno, hacé rápido porque sos pollo. Pero ahí, en San Isidro, estaba más tranquilo. No sé por qué se me hizo la pinta de que era delivery. Y bajé, con el paquete y el celular. Me fui para atrás de la camioneta y me desperté un mes después. No escuché nada, no sentí nada, ningún dolor, nada. Así fue”.
Bruno lo dice ahora, 511 días después, sentado en el living de su casa. Filomena sirvió café y pastafrola. El ambiente es reducido y la cocina, en una esquina integrada al espacio, es aún más chica. Una mesa con seis sillas, un televisor apagado, un sillón de dos cuerpos y un mueble -una suerte de cómoda- que no debería estar ahí completan la escena. Están recién mudados: llevan tan solo una semana ahí. Toto, el perro, permanece acovachado en el sillón, y Lima, León y Frida son las gatas que deambulan por la casa. Arriba, las habitaciones y una terracita. Al hogar no le sobran metros cuadrados, pero está ambientado para recibir gente. Bruno nunca está solo porque no puede estar solo.
Lo que pasó después de que haya abierto la puerta de la camioneta es lo que le contaron. Leandro Lafratta no lo vio. Estaba haciendo “willy” con una nota Honda Tornado de 250 cc, cilindrada superior a la que autorizaba su licencia de conducir y en contramano. Lo golpeó en la espalda con la rueda delantera. Por ese impacto, le rompió dos vértebras cervicales. Por la caída, las otras múltiples fracturas. El estruendo obligó a los vecinos de San Isidro a asomarse a la calle. Instaron al culpable a no huir. Alguien recuperó el celular del damnificado. Alguien lo tapó con una manta. El dueño de la casa de enfrente descubrió que una de sus cámaras había registrado el siniestro. La camioneta seguía con balizas cuando cuarenta minutos después la ambulancia lo trasladó al Hospital Central de San Isidro. La acompañaron el vecino que tenía el celular de la víctima y el vecino que tenía el video del accidente.
“A mí me vino a buscar la policía -recuerda Belén, la hermana-. Tenemos domicilio legal en la casa de la abuela y yo justo estaba ahí. Eran las ocho y media de la noche. Me preguntaron si yo era familiar de Bruno Martín. Le respondí que sí. Me dijeron que estaba en el hospital de San Isidro y que había tenido un accidente. Nada más. No sabíamos si había chocado, si le habían robado, no sabíamos cómo estaba. Te pasan mil cosas por la cabeza cuando te enterás de algo así. Y la llamé a mi mamá: ‘Mami, vino la policía diciendo que Bruno tuvo un accidente, por favor no te asustes. La abuela está muy nerviosa’. Fue lo único que le pude decir”.
María del Rosario tuvo una idea: llamar al celular de Bruno. Atendió el vecino, que había asumido el rol de ser el primero en contarle a la familia lo que había pasado. Solo le dijo que la esperaba en el Hospital Central de San Isidro para devolverle el teléfono y que su hijo “no estaba nada bien”. Si el primer panorama fue angustiante, el segundo fue desolador. En el hospital, donde el vecino les enseñó el documento fílmico del atropello, los médicos autorizaron el ingreso de un solo familiar dado que aún regía el protocolo sanitario por covid-19. “Señora -le dijeron a la mamá-, vaya a despedirse”.
El parte médico concluía “terapia intensiva con soporte ventilatorio y un estado crítico”. El diagnóstico principal era “traumatismo encéfalo craneano grave con múltiples fracturas de cráneo y de columna cervical”. “Todos los días nos decían ‘hoy todavía no se murió’”, repite la hermana. La vigilia era total. El cuadro clínico de Bruno dependía fundamentalmente de su actividad neurológica. Quedar en estado vegetativo era una posibilidad. La fractura de pelvis, de fémur, de órbita del ojo izquierdo, los problemas en los riñones, el colapso de un pulmón, hasta las vértebras cervicales fracturadas eran cuestiones secundarias, relativas, supeditadas a su vitalidad cerebral.
María del Rosario tenía 49 años y su hija Belén, 24. Nunca habían dormido juntos hasta esa noche. Lo hacían para sentirse acompañadas, para retribuir consuelo, para estar atentas al teléfono. “Nos entregaban un parte al mediodía y hasta el otro mediodía no sabíamos nada y que no te llamen era una buena noticia. Si sonaba el teléfono sabías que estaba pasando algo muy malo”. El teléfono sonó. No una sino cuatro veces. Y de madrugada. Pero no era del hospital, era alguien que llamaba para hacer silencio y respirar. Belén y María del Rosario no saben quiénes eran ni qué querían. Pero un esbozo de ese pavor vestido de incertidumbre prevalece.
La mamá era la única que podía ingresar a verlo. Los médicos no distinguían una mejora. La mejora era que siguiera vivo. El lunes 22 de marzo, seis días después del incidente, una bacteria intrahospitalaria comprometió la salud de Bruno. Fue la primera vez que Belén pudo volver a verlo. No pidió permiso. Los médicos se apiadaron de su desesperación y le otorgaron una excepción al protocolo sanitario. “Mamá, rezá porque Bruno no pasa la noche”, le pidió María del Rosario a Filomena.
Bruno pasó esa noche, y las siguientes. Dos veces le redujeron la sedación y le suministraron un cóctel de anticonvulsivos que no prosperaron. Mónica, su tía, es enfermera. Gestionó un permiso para estar con él el día que probaran despertarlo por tercera vez. Fue el 4 de abril, domingo de pascuas. Pasó horas acariciándole la mano derecha mientras le hablaba: “Bruno, ¿vas despertando mi cielo? Yo sé que me entendés, nosotros te estuvimos hablando todo este tiempo, amor”. Él respondía con un leve movimiento de su dedo índice. Grabó ese diálogo en un video. Fue antes de que ingresaran su mamá y su hermana. Ese domingo se celebraba la misa por pascuas en la capilla del hospital. Belén entró como una peregrina más y ganó un acceso a los pasillos internos. María del Rosario lo hizo como la acompañante autorizada. Cuando abrió la puerta de la habitación, Bruno ya se había despertado de un coma que había interrumpido su vida 19 días.
Dicen que al despertar se le cayó una lágrima. “Me di cuenta de que estaba en un hospital porque había enfermeras y equipamiento, yo quería irme pero no me dejaban levantarme”, recuerda. Tenía las manos y los pies atados a su cama, el cuello atrapado por un inmovilizador cervical y un desentendimiento cabal. No hablaba, balbuceaba. Días antes -antes es antes de ese martes fatídico de marzo- había asesorado a un amigo que quería comprarse un auto. Era uno de sus pensamientos asiduos y un dejo de esas sugerencias siguieron reproduciéndose en su mente. Porque de lo que hablaba -y lo que todos terminaron de comprender recién tres días después- era de revoluciones de motores.
“Lo único que pude recordar cuando estaba en coma es que mi vieja me cantaba y me decía ‘vamos a salir, león’”. También recuerda el ruido de gente hablando y la música de Linkin Park. No era la que le ponía su mamá. Ella le recitaba el poema de Mario Benedetti, Te quiero, que también le cantaba cuando era niño, y le ponía dos temas en loop: uno era Ángel de Cristian Castro, la canción que estaba escuchando de manera azarosa en el quirófano mientras nacía Bruno y la otra era Nothing Else Matters de Metallica, su canción favorita de su hijo. Pero él se acuerda más de Linkin Park. La culpa es de Gustavo, el personal de seguridad de la terapia intensiva del Hospital Central de San Isidro en horario nocturno.
Lo primero que le dijeron era que estaba internado porque tenía coronavirus. “¿Por qué estabas solo y por qué no iba gente a verte? Porque tenés covid. ¿Por qué estás atado? Para que no te escapes, no te tires y no te saques la sonda”, le repetía su mamá. Bruno despertó confundido. Había días en los que no reconocía a nadie. Había días en los que no entendía que estaba en un hospital. Desvariaba. Decía que tenía una hermana menor en silla de ruedas. A Belén, por teléfono, le dijo una vez que estaba en el aeropuerto de Miami, otra vez que estaba en una fiesta y que nadie le traía comida, y otra vez lo llamó enojado porque alguien lo estaba filmando mientras manejaba en la Panamericana. “¿Podés decirles que dejen de filmarme?”, le pedía.
Pasó a terapia intermedia. La recuperación venía bien pero precisaba una derivación para agudizar su rehabilitación en el plano motriz y cognitivo. No tenía obra social y mantenía una deuda con el monotributo. Su familia organizó una rifa: cocinaron huevos de pascuas y los vendieron. Juntaron poco más de 200 mil pesos: lo necesario para solventar los gastos de nafta y estacionamiento, el surco que la familia trazaba del hospital a casa, más la deuda del monotributo. Un mes después de haberse despertado fue derivado a la Clínica Modelo de Caseros.
Del hospital salió con un negativo de covid. A la clínica ingresó con un diagnóstico positivo. Belén había acompañado su traslado. Decidió, como contacto estrecho, incorporarse a su aislamiento. Entre cursarlo en su casa y hacerlo junto a un hermano que a veces deliraba, que se quería sacar el cuello ortopédico, que estaba atado a la cama, que no podía pararse y que ya quería caminar, no dudó. Firmó un consentimiento con la clínica, se vistió con el traje, los guantes y la cofia, durmió en el piso y pasó 18 días asistiendo a su hermano en una habitación sin ventanas. “El día que me empezó a preguntar cosas fue el que más lúcido y despierto lo vi. Le mostré el video del accidente y le conté lo que pasó. Se quedó recalculando. ‘Vos sos muy afortunado de estar acá con nosotros. No todos tienen una segunda oportunidad’, le dije”, narra Belén.
Bruno estuvo acostado dos días sobre una tabla espinal, cinco semanas comiendo a 45 grados, doce semanas sin sentarse, tres meses y medio con el cuello ortopédico y recién al cuarto mes pudo volver a caminar. “Eso es una locura. Me pusieron en una caminadora para que aprendiera a caminar de nuevo. No sentís los pies, no sabés cómo ni dónde pisar, no tenés sensibilidad. Pisás y los pies no te aguantan el peso”, relata. El martes 13 de julio de 2021 regresó a su casa con 20 kilos menos y la dependencia de los anteojos porque el nervio óptico del ojo izquierdo ya no funciona bien desde su golpe contra el cordón de la vereda: lo esperaban sus amigos, un pasacalle, sanguchitos y una alegría desbordante.
Internado también volvió a disponer de su propio teléfono celular. Al principio usaba el de su mamá por temor a que leyera algo que no debiera. Pero cuando sus amigos ya recibieron instrucciones de cómo había que hablarle y de cuánto había que relatarle, abrió finalmente su WhatsApp. “Fue un quilombo. Un millón de mensajes, no sé cuántos, no los pude contar, pero fueron un montón”. También buscó su caso en Google y en YouTube: descubrió las coberturas periodísticas del incidente, los videos, las notas escritas. “Me di cuenta de que todo lo que se había armado era gigante. Ahí fue cuando me dije ‘tengo que recuperarme, ya fue, ya pasó lo peor’”, describe.
Empezó a pensar en Leandro Lafratta y muchas veces se preguntó por qué lo hizo. Ese martes 16 de marzo el acusado quedó detenido y puesto a disposición de la fiscalía descentralizada de Martínez, a cargo de Gastón Garbus, quien ordenó su aprehensión. Lafratta recuperó la libertad a las 48 horas tras ser indagado. En la indagatoria declaró haber hecho “willy” sin querer, que la moto “se le levantó”. Para justificar una prisión preventiva o una detención, el código bonaerense reclama un balance entre la pena mínima y máxima. Por la calificación, con un máximo de cuatro años, no había un monto suficiente para mantener a Lafratta bajo arresto. Su imputación es, sin embargo, extensa: delitos de lesiones graves culposas, agravadas por el uso de vehículo automotor, conducción imprudente sin uso de licencia y realización de maniobras de destreza en lugares no autorizados.
La causa está caratulada como “lesiones culposas calificadas”, se tramita en el Juzgado en lo Correccional N° 5 de San Isidro, con Julieta Berlingiere como jueza interventora y Estanislao Osores Soler como el secretario que lleva el expediente. El fiscal le ofreció al imputado un juicio abreviado, a efectos de que le cabría una pena de rango bajo que no es de prisión efectiva. Bruno y su familia lo consideran un premio inmerecido. “En vez de asumir su responsabilidad y firmar un papelito, debería ir a juicio y explicar por qué hizo lo que hizo, y si tiene la posibilidad, defenderse”, reflexiona la víctima. Los abogados de Bruno presentaron pruebas y testigos que declararon haberlo visto hacer maniobras igual de temerarias. Consideran que hay material suficiente que justifica el desarrollo de un juicio oral.
“Tengo la dirección de la casa y la dirección del trabajo porque se filtró. Si quiero voy y le toco la puerta ahora, pero no tengo nada que hacer ahí y cualquier cosa que me gustaría hacerle no sería amigable. No quisiera decirle nada, todavía no es el momento. Él no tiene forma de devolverme algo de lo que me sacó. Me jodió la vida”, dice Bruno, que tiene hoy 22 años y no puede trabajar porque no podría superar un psicofísico. Toma levetiracetam, un costoso y potente anticonvulsivo, y cada semana se somete a tres terapias: cognitiva en San Miguel, psicológica en la casa de una profesional y física en lugares distintos. Cada sesión es en otra plaza y cada viaje, un aprendizaje neurocognitivo. “Tengo que hacer todo de a poco, concentrarme en cada cosa que hago, pensar todo dos veces”, dice. Desea ganar independencia, no generar molestias, juntarse más con sus amigos fuera de su casa, trabajar, no “quedarse atrás”, no perderse ni olvidarse la escoba, los productos del supermercado y las zapatillas.
Lo que Bruno no se olvidó es de agradecer. “A todos mis amigos que dos horas después del accidente ya estaban en el hospital, a la gente del barrio que nos dio una plata que no había y que se necesitaba de verdad, a los médicos que hicieron milagros, y a mi familia”, apunta. El agradecimiento también es material. Regaló 50 delantales tejidos por la abuela a todos los que lo ayudaron. A la pareja que debió haber recibido el paquete de Mercado Libre (eran jeringas y quedaron desparramadas en la escena) y que entregó el video del incidente le dieron dos. Ellos le devolvieron, a modo de ofrenda simbólica, la caja que tenía apretada entre el brazo y el cuerpo cuando una moto en una rueda lo atropelló.
A fines de diciembre del año pasado repartió pan dulce en el Hospital Central de San Isidro. Él no retuvo la fisonomía de ningún médico o enfermero, pero ellos sí se acordaban bien. Vieron caminando y hablando a un paciente que nueve meses antes tenía un pronóstico de vida reservado. Un médico terapista, acostumbrado a ver gente morir, lo abrazó conmovido. A Bruno todavía le queda reencontrarse con Gustavo, el personal de seguridad de la terapia intensiva que le hacía escuchar Linkin Park.
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