Por 1774 doce vecinos de una Buenos Aires de unos 25 mil habitantes fueron a verlo al virrey Juan José Vértiz con una sorprendente petición: que hiciese desaparecer “el doloroso espectáculo de niños devorados por los perros, muertos en la calle por el frío y el hambre y abandonados en parajes públicos”.
Entre los que se preocupaban por la espantosa situación, estaban Manuel Rodríguez de la Vega, defensor general de pobres y tesorero de la Hermandad de la Santa Caridad; el ex alcalde Francisco de Escalada; el capitán de Dragones Marcos José de Riglos, ex síndico procurador general; el regidor Gregorio Ramos Mejía, Juan Francisco de Suero y José Antonio Ibáñez, todos vecinos respetables y con trayectoria pública en la capital del virreinato.
Vértiz recibió entonces un completo panorama de lo que ocurría con la niñez. Le informaron, por ejemplo, que en el barrio San Miguel habían encontrado dos criaturas comidas, una hasta la cintura, y un perro llevándose un brazo. Obreros que trabajaban en un aserradero hallaron un bebé debajo de una pila de maderas y era común los niños recién nacidos dejados a la buena de Dios en los portales de las casas. Y los casos se multiplicaban.
El virrey recogió el guante. Pasó a la historia como uno de los funcionarios que más permanecieron en tareas ejecutivas, ya que entre 1770 y 1776 fue gobernador de Buenos Aires, y virrey desde 1778. Fue por demás emprendedor. En su gestión en ambos puestos, reglamentó el comercio libre e implantó la aduana; mejoró las calles y aceras y prohibió tirar la basura en la vía pública para impedir la propagación de enfermedades; cercó los baldíos; en una ciudad que a la noche era una boca lobo estableció el alumbrado a sebo y aceite, cuyo servicio los vecinos pagaban una cuota mensual.
Levantó el primer censo que tuvo Buenos Aires; creó el Colegio Real y la gestión no le alcanzó para fundar la universidad. Quiso reglamentar el trabajo de los artesanos y demarcó las tierras tanto para cultivo como para ganadería. Estableció, para controlar la seguridad, la figura de los alcaldes de barrio, cuyo distintivo era un bastón con puño de marfil. Junto a los vecinos, se organizaban servicios de rondas, en dos turnos.
En materia social, creó la “Casa de Corrección” para albergar mujeres acusadas de mala conducta; fundó el Protomedicato, destinado a auditar el ejercicio de la medicina. También impulsó el Hospicio de Pobres Mendigos, la Hermandad de la Caridad y el Hospital de Mujeres.
No le encontraban solución al drama de los bebés abandonados en la vía pública. Eran fruto de relaciones incestuosas, de madres solteras o de producto de violaciones. También se daba el caso del matrimonio que tenía mellizos y abandonaba a uno por no poder mantener a ambos. Las criaturas morían de frío, de hambre, pisados por los carros, ahogados en los charcos o devorados por perros o cerdos, que pululaban en búsqueda de la basura y restos de comida que eran arrojados en cualquier lado.
Era necesario crear una institución que contuviese a la niñez abandonada, al estilo como la que ya existían en otros países. El 7 de agosto de 1779 se inauguró la Casa de Expósitos, en dependencias usadas por los jesuitas para sus ejercicios espirituales en la Manzana de las Luces, en Perú y Alsina. Su primer director fue el vasco Martín de Sarratea.
Había que buscar fondos para mantenerla. Dispuso que parte de la recaudación del teatro, de las corridas de toros -la plaza estaba donde actualmente se levanta el edificio del Ministerio de Desarrollo Social- y el alquiler de una decena de viviendas fueran a parar a los niños expósitos. Asimismo, se contó con el aporte de familias adineradas de la ciudad.
El librero del Rey José Silva y Aguiar le comentó a Vértiz que en el colegio de Monserrat de Córdoba tenían, en estado de abandono, una imprenta que había pertenecido a los jesuitas, expulsados de estas tierras en 1767. El virrey pagó por ella mil pesos y hubo que invertir casi el doble para ponerla en condiciones. Parte del trabajo encargado a la imprenta, también iría para las alicaídas arcas de la Casa de Niños Expósitos. Incluso hubo niños que aprendieron el oficio y trabajaban allí.
Al tiempo se mudó a Moreno y Balcarce, detrás del Convento de San Francisco, junto al hospital de mujeres. Su elemento característico en su frente era el torno junto a la derecha de la puerta de entrada. Era una suerte de molino giratorio donde se depositaba a la criatura que se abandonaba. La persona lo hacía girar, adentro sonaba una campanilla y así avisaba de la llegada del nuevo huésped. “Mi padre y mi madre me arrojan de si. La caridad divina me recoge aquí”, se podía leer en la parte superior.
Ingresaban un promedio de 60 a 80 niños por año, y no se consignaban las edades. Se anotaban las criaturas por sus señas particulares, como el color de su piel, alguna característica física, tal vez por la ropa, o por su nombre, cuando con la criatura hallaban una nota que así lo indicaba. A cada niño se le adjudicaba un número.
La primera que albergó -aseguran el mismo día de la apertura- fue una negra a la que bautizaron Feliciana Manuela, que murió el 6 de agosto de 1780.
A los niños se les enseñaba a leer y a escribir, eran bautizados y educados en la religión católica.
Los recién nacidos estaban a cargo de amas de leche, y los otros eran atendidos por las amas de cría. El futuro de los niños era incierto. Algunos pasaban allí los años, hasta la mayoría de edad, en que se transformaban en empleados de la institución. Otros eran enviados o pedidos por familias, y no siempre era el mejor destino. Terminaban empleados como sirvientes o como peones en talleres o en el campo, y no tenidos en cuenta como miembros de la familia.
Los chicos recibían clases. Uno de sus maestros fue el catalán Blas Parera, el que le pondría la música al Himno Nacional. En 1809 logró la autorización del virrey para casarse con una de sus alumnas, Facunda del Rey, de 15 años.
La Casa de los Niños Expósitos (Expósitos viene del latín “puesto afuera”; “expuesto”) dependió, en sus orígenes, de la Hermandad de la Santa Caridad. Luego, en 1793, el Cabildo se encargó de su sostén, que siempre fue problemático. Se organizaban funciones a beneficio, como cuando en el teatro Casa de Comedias se estrenó, una noche de carnaval de 1789 la obra “Siripo”, de Manuel de Lavardén y todo lo recaudado fue para la Casa de Niños Expósitos. También hubo aportantes particulares, como Rodríguez de la Vega, que destinaba parte de sus ganancias al establecimiento y que en su testamento le dejó una vivienda.
Cuando Bernardino Rivadavia creó en 1823 la Sociedad de Beneficencia, la Casa pasó a su órbita. La crisis económica que provocó el bloqueo anglo francés al Río de la Plata por 1840 determinó que Juan Manuel de Rosas le cortase la ayuda estatal, que recién se retomó con Justo José de Urquiza.
En 1873 se decidió su traslado sobre la actual avenida Montes de Oca. A partir de 1905 se transformó en Casa Cuna y posteriormente Hospital de Niños Pedro de Elizalde.
Muchos de los que llevan el apellido Expósito revelan que un lejano antepasado fue abandonado en este tipo de instituciones.
El torno vergonzoso fue eliminado en 1892 y reemplazado por una oficina de recepción donde, en reserva, manos piadosas rescataban del abandono al niño que lo privaban de lo más importante, de crecer al calor de un hogar.
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