En la casa de los Messina se amanecía muy temprano, antes de que el sol hiciera ademanes para aparecer. Buscando en la memoria los primeros recuerdos de su vida, Leonardo Messina encuentra el aroma a vainilla y manteca que salía de la amasadora, los ruidos de las bandejas de medialunas entrando y saliendo del horno, el botón de la caja registradora que se abría y cerraba cada minuto para cobrar a los clientes que llegaban a la primera panadería que sus padres abrieron en La Tablada, partido de La Matanza.
Resumiendo su infancia dice entre risas el hombre que cosecha 45 años de panadero: “¡Mi mamá me crió adentro de un canasto!”. Es que don Salvador, un inmigrante italiano, y María dedicaron gran parte de su vida a ese oficio, el que dejaron como herencia a sus hijos junto con los secretos, que muy bien guardan, de las recetas que ellos mismos crearon y de otras que también heredaron.
Cuando apenas tenía 13 años, un decidido y joven Leo le dijo a su mamá: “No quiero estudiar más, me quiero dedicar a trabajar”. “Al otro día, mi viejo me levantó a las 5:00 y empezamos a preparar el pan”, cuenta quien a los 19 años se puso al frente de su primera panadería y que hoy, con 58, es dueño de la confitería Flores Porteñas, la primera fundada en la ciudad de Buenos Aires y cuya historia se describe como la que elaboró las medialunas de manteca que cada día desayunaba Juan Domingo Perón cuando era presidente de la Nación.
Había sido abierta al público en 1885 por un panadero que tenía tres hijas y que, en honor a ellas le puso ese nombre e ideó el logo que aún se utiliza en coquetas latas de colección. También perteneció a Josefina Sarmiento, la hermana del expresidente Domingo Faustino. Es más, se cuenta en el barrio, que el mismísimo escritor Julio Cortázar adoraba las ensaimadas que allí hacían y que en varias oportunidades se lo vio sentado en una de las mesitas que había en el interior del local, situado en Avenida Rivadavia 3129, acompañando esa delicia con un café.
“Cuando compré el comercio, en noviembre de 2002, no sabía tanto de su historia, pero lo fui descubriendo y conociendo también a través del relato de algunos vecinos, ya mayores, que me cuentan que de niños llegaban de la mano de sus padres a comprar el pan y algunas cosas dulces para el desayuno. ¡Eso es muy emotivo!”, señala el panadero.
Crecer entre bolsas de harinas y latas de medialunas
“Gracias a la panadería, en casa nunca faltó nada. Se trabajaba bien y siempre se vendía muy bien. Además, mi infancia fue muy linda con buenas vacaciones”, asegura Leonardo sobre aquellos años en La Tablada.
Emocionado, cuenta que su papá, que también fue albañil, levantó ladrillo a ladrillo ese local que luego se convirtió en la panadería San Leonardo. “Fue un tío de él, que era panadero, quien le enseñó el oficio cuando se quedó sin trabajo en la construcción y le enseñó todo lo que sabía. Mi papá compró un terreno y ahí levantó el local. Yo nací unos años después”, rememora.
Luego de unos veinte años, el hombre vendió ese comercio, en 1981, y don Salvador recibió la tentadora oferta de un primo para instalarse junto a toda la familia con él y “hacerse la América” en los Estados Unidos, donde tenían un gran proyecto.
“Mi papá había ido de viaje a visitar a sus familiares italianos, que estaban por comprar casualmente una panadería enorme, y eso le gustó. Cuando vino nos dijo que quería vender todo para irnos, yo tenía 17 años cuando llegamos a Nueva York y allí abrieron la panadería Ricci Bakery, donde había un maestro panadero italiano que me enseñó a hacer la sfogliatella. El local era muy grande, pero como mamá no se adaptó a la ciudad ni a vivir ni a trabajar, a los dos años regresamos a Buenos Aires. Ella no podía hablar con nadie cuando estaba acostumbrada a recibir a las vecinas en la panadería y conversar con ellas, y allá eso no pasaba”, explica.
Al regresar, don Salvador, cansado del rubro ya no quería continuar con un trabajo tan exigente y que cuando faltaba un empleado, la producción del día (que era mucha) se veía afectada. Para entonces, con 19 años, Leonardo estaba seguro sobre su futuro.
“Hablé con un intermediario para que me consiguiera un nuevo local y encontró uno en Villa Pueyrredón; mi papá me dijo que si yo quería seguir en el rubro, me la tenía que aguantar solo. Así fue. Estuvimos desde 1984 hasta 1986, y nos fue más que bien. Vendimos y nos mudamos al barrio de Almagro, a dos cuadras de Las Violetas, sobre avenida Rivadavia. Allí pasé otros cinco años con tres socios con los que luego compramos otra panadería en Barrio Norte, en Julián Álvarez y Charcas, allí estuvimos diez años”.
En esos años, Leonardo se casó y su socio también. Ya con la familia más grande, cada uno tomó su camino. “Yo me quedé con la panadería con la que repartía pan a todos los locales del shopping de Palermo; luego la vendí y terminé en otra donde tuve problemas con el alquiler, que me comía crudo. Ya era el 2001, imagínate. ¡Perdí todo! Tuve que arrancar de cero”, lamenta.
La confitería con más historia de la ciudad
El 2001 arrasó con todos los ahorros de la familia Messina: perdieron U$S 600.000 y ponerse de pie equivalía empezar de cero. Tal como lo hizo su padre, que falleció en 1993, Leonardo lo hizo.
Dos años después, logró juntar el dinero suficiente para volver al rubro. Un poco más calmo y con la idea de trabajar, pero también disfrutar de la vida, esta vez con su familia y su mamá, ya jubilada.
“Estaba buscando opciones para comprar y me dijo el intermediario que había dos en Caballito y una en Balvanera, cerca de la Plaza Miserere. Apenas la vi, me encantó, sentí que era esa. La compré porque me gustó todo lo que vi, hasta la gente que caminaba por la vereda. La compré con un solo empleado. Fui con mi mamá, mi hermana y empezamos de cero. Prácticamente la levanté solo porque yo soy además de panadero, pastelero y sé hacer todo lo que se vende en una panadería. Luego traje gente que ya conocía y seguimos trabajando juntos, somos hoy una gran familia, trabajamos a la par”.
Era 11 de noviembre de 2002 cuando Messina cerró las puertas de Flores Porteñas para refaccionar. La obra duró dos meses y hubo hallazgos impensados: al sacar el cielo raso se encontró con que habían tapado un vitraux de finales del Siglo XIX; los cerámicos originales eran de un diseño exquisito y había una enorme caja fuerte, que conserva aunque no la usa.
Al abrir, el 16 de enero de 2003 a las 7:30, manteniendo el horario original, notó que cuando llegaba a las 6 de la mañana, había mucho movimiento en el barrio y que las paradas de colectivos de esa cuadra estaban llenas. “Estaba perdiendo plata, así que comencé a abrir a las 6:30 y la diferencia fue efectiva”, admite.
Luego de 20 años, lo que más le sigue gustando es hablar con los vecinos que siempre tienen algo nuevo para contar sobre sus infancias junto a sus padres, señalando alguna medialuna con ojos deseosos esperando que se las compren.
“Hoy tienen más de 80 años y esos recuerdos me llenan de emoción. Hace un tiempo, dos hermanas que siempre vivieron enfrente, me contaron que todos los días tomaban el tranvía cerca, pero antes pasaban a buscar unas tortitas negras para comer camino al colegio. Esas cosas me cuentan y siento que se unen nuestras historias como la de una pareja que se casó en 1943 y que le hicieron el lunch, y me lo trajo para que viera lo que preparaban”.
Hace un tiempo, llegó hasta el local Mateo Matamalas, el que tenía cargo llevar las medialunas a Perón al despacho de la Casa Rosada. En 2019, diálogo con Infobae, contó: “Iba todos los días a llevarle media docena de medialunas al General. Las quería dulces. Yo llegaba y se las daba a un maestranza que me permitía subir a saludarlo. Era muy cariñoso conmigo, muchas veces hasta pude verlo desayunar. Cada movimiento era un espectáculo en sí mismo”. El hombre hoy tiene 87 años.
Sobre la producción, afirma que siempre es mucha y que se mide no por kilos sino en bolsas de harina y latas de facturas. “Por día hacemos seis bolsas en la semana, de 25 kilos, y entre 55 y 60 latas de medialunas, que salen calentitas todo el día, porque así le gusta a la gente. Los fines de semana, un poco más”, detalla.
La estrella, con receta secreta, es el pan dulce que “se vende todo el año”. “Es una receta muy antigua que aprendió mi papá y me la enseñó, y yo la transmití a mis panaderos. No se cuenta, ¡ja, ja! Se descubre cuando se prueba”, finaliza.
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