“Es como sobrevivir a una guerra”. Así describe su historia de explotación sexual Alika Kinan. En su casa, se escucha el batifondo de sus dos hijos jugando a la Play. “Así es mi vida”, comenta divertida. Pero hace 10 años todo era muy diferente. El 9 de octubre de 2012 parecía una noche más en “Sheik” cuando alguien golpeó la puerta. “Esto es una casa de familia”, atinó a contestar pensando que se trataba de un robo. Afuera se apostaban las camionetas de Gendarmería para allanar uno de los prostíbulos más conocidos de Ushuaia. La música del local se detuvo. Todo era confusión: las mujeres pensaron que las iban a llevar detenidas cuando, en realidad, estaban a punto de rescatarlas.
Ese episodio fue el comienzo de un nuevo capítulo en su vida. La investigación judicial derivó en un fallo histórico del Tribunal Oral en lo Criminal Federal de Tierra del Fuego. La sentencia de 2016 -confirmada en 2019 por la Cámara Federal de Casación Penal- no solo condenó a su captor, Pedro Montoya, por el delito de “trata agravado por la pluralidad de víctimas”, sino que por primera vez, echó luz sobre la connivencia estatal con el proxenetismo. La Municipalidad de Ushuaia había sido “partícipe necesaria” en la existencia de la red delictiva que explotaba a las 7 víctimas rescatadas. Pero tuvo que pasar mucho tiempo para que Alika pudiera dimensionar lo que había atravesado: “Cuando llegaron estos muchachos de Gendarmería, que eran los mismos sujetos que pagaban por sexo, pensé: ¿Quién me va a venir a rescatar si no soy nadie?. Para la sociedad yo era una mujer de la noche”.
Desde adolescente, no había conocido otra cosa. Ella y su hermana menor crecieron en un entorno cargado de abusos. En Cruz del Eje, su madre encontró en la prostitución su única vía de supervivencia. “Mi padre se crió pensando que tenía derecho a todo, incluso sobre la vida de las mujeres”. Como marido ocupó el rol de fiolo; su madre era la que debía llevar “la guita”' a la casa. Esa relación marcó a fuego a sus dos hijas: “Crecimos pensando que mi madre era una basura, una basura en la que nos convertimos nosotras mismas para nuestra propia familia”. Cuando le tocó salir a buscarse la vida, parecía que el futuro de Alika estaba predestinado.
—Sabés lo que tenés que hacer, andá y levantate un tipo del casino— le repetía su padre cuando no había qué comer.
En 1995 Alika y su hermana quedaron al cuidado de su abuela cuando su madre viajó a Buenos Aires para buscar trabajo. Pero la plata no alcanzaba. Fue cuando decidió dejar la secundaria para mudarse a Córdoba; quizás allí podría ayudar a su familia. “¿Por qué no te venís al Sur que van a inaugurar un boliche nuevo y vas a ganar un montón de plata?”, le propuso Claudia -su reclutadora y sherpa en el camino de la prostitución. Tenía un pasaje al fin del mundo y la promesa de salir de la pobreza; no era momento de hacer preguntas.
En Tierra del Fuego se hundió en una espiral destructiva. “Todo era mecánico”. El prostíbulo era el lugar donde Alika vivía y pasaba noches interminables. Como si las horas no pasaran nunca. “En el mismo lugar donde te iban a violar a la noche, vos dormías y comías”.
El día comenzaba a las 4 de la tarde, el horario estipulado por quien regenteaba el local. Almuerzo, ducha, una visita al supermercado, alguna compra de medias. Prepararse para la noche. “Después de tantas horas de esfuerzo físico y emocional, necesitás recuperarte para resistir una noche más”. A las 11 y media comenzaba una rutina demoledora: ponerse los tacos, perfumarse, sentarse derecha y esperar a la fila de “clientes”. “Me reduje a lo que ellos necesitaban que fuera y me convertí en una cosa”. El mar de fondo era una violencia permanente. Había noches más tranquilas, otras que no. “Un tipo que se sacó el forro y decía tenés miedo a tener SIDA, tenés miedo a quedar embarazada. Un tipo que te acogotó en la habitación. Había momentos donde tu vida pendía de un hilo”.
Con un derrotero de ausencias familiares, la única red de contención con la que Alika podía contar eran sus compañeras y, paradójicamente, las mismas personas que la explotaban. “Imaginate, todas minas violadas o el que te tiene sometida, que te dice que no servís para nada”. Del dinero que hacía cada noche, un 40% iba para su proxeneta y con el resto debía pagarle por la vivienda, viajes, productos de higiene y cualquier otro gasto. Vivía para pagar deudas. “Yo no era dueña de nada. ¿Qué vas a decidir cuando tenés una soga atada al cuello?”.
En el prostíbulo conoció a quien sería su marido; no era amor sino un salvoconducto. Él era un militar español que viajaba todos los años a la Antártida y pasaba varios meses en Ushuaia. “Me hizo una invitación para que me fuera a vivir con él a España, yo estaba desesperada”. Sacó tres tarjetas de crédito y saldó la deuda con Pedro Montoya. Después de una década de explotación, Alika aceptó la propuesta y armó las valijas, pero su salvador se convirtió pronto en otro verdugo. “Había juntado 2500 dólares, que era un dinero de respaldo por si algo salía mal”. Cuando llegó a Barcelona tenía 23 años. “No sabía manejar el dinero, estaba de ilegal y le di todo a él”. Muy pronto, la plata se esfumó. Alika, que ya tenía dos hijas y una casa que mantener, fue empujada nuevamente a un destino que parecía inescapable. “Me llevó de ruta a visitar los prostíbulos a ver cuál me gustaba más”.
Era revivir la historia de su madre: un marido violento que gastaba más de la cuenta en el casino. El padre de sus hijas era su explotador sexual. Otra vez, tenía que escapar. ¿Qué podía hacer? “Volví al único lugar donde sabía que podía conseguir dinero para poder mantener a mis hijas”.
Regresó a la Patagonia, a la misma rutina, a las noches eternas, a la cocaína. Sus tres hijas se quedaron con el abuelo en Córdoba, el mismo que la amenazaba constantemente para conseguir dinero. Alika vivía en un estado de desesperación permanente. Lo único que la consolaba era pensar que con su marido todo era peor: “‘Por lo menos no tengo un tipo que me caga a trompadas’: yo pensaba que era libre”. Sin saberlo, el 9 de octubre de 2012 el círculo de opresión se quebraría definitivamente.
Esa noche estaba aturdida, pasada. Cuando llegó a la Fiscalía para declarar, soltó hermética: “No soy víctima de ningún delito”. Pasaron las horas, le ofrecieron un té, una psicóloga la contuvo y el cuerpo se empezó a aflojar. Habló de su infancia, su familia, los golpes, su separación: en 5 horas le puso palabras a más de 30 años de violencia.
—Si tu madre, tus tías y tu abuela fueron prostitutas y vos sos prostituta, ¿tus hijas qué van a hacer?—la pregunta quedó flotando al final de la entrevista.
—De ninguna manera. Mis hijas van a ser universitarias— respondió.
“¿Cómo iban a ser universitarias? Si ni siquiera tenían una madre presente. Yo necesitaba volver a mi casa”. Ese día salió de la Fiscalía rota de llorar. Caminó unas cuadras con su abogado quien le dejó un papelito con números a donde podía llamar. Era lo único que tenía; se quedó pensando qué podía hacer. De a poco, comenzó a desentrañar todo lo que había vivido. Se iba al cyber para buscar información sobre la trata. Hablaba con sus hijas. Empezó un tratamiento psicológico. A veces, tenía pesadillas. “¿Cómo volvés a tener sexo, cómo soportás una caricia amorosa, como hacés para abrazar a tu hijo cuando el uso que se le dio a tu cuerpo fue totalmente violento?”.
Las esquirlas del trauma todavía estaban presentes pero debía sobreponerse. En 2013 volvió a Tierra del Fuego para presentarse como querellante y pedir justicia. En la Universidad de San Martín tuvo su primera oportunidad de trabajo. Una amiga le consiguió una reunión con Alexandre Roig, el secretario académico. “Vos tenés que pensar qué querés hacer en la universidad, me dijo. La primera vez que tuve la opción de elegir qué hacer fue ese día”.
Alika se convirtió en la directora del “Programa de estudio, formación e investigación sobre Trata de Personas” en la UNSAM y se volcó al activismo feminista para abolir el trabajo sexual. Ella, que consiguió romper el círculo de la prostitución, sabe que su realidad es distinta a la de muchas mujeres que pasaron por lo mismo. “La trata de personas te genera una discapacidad permanente. Hay que saber cómo vivir con eso y yo quiero vivir”.
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