El general ecuestre Juan Carlos Onganía llevaba apenas un mes apoltronado por la fuerza en la Casa Rosada cuando, el 29 de julio de 1966 resolvió acabar de un plumazo con la autonomía universitaria. Para su concepción del mundo -moldeada por el cursillismo católico y la Doctrina de Seguridad Nacional– las universidades argentinas no formaban profesionales o científicos occidentales y cristianos, sino que eran verdaderas cuevas donde se cocinaba la conspiración marxista internacional.
De todas ellas, a su dictatorial criterio, la de Buenos Aires –la prestigiosa UBA, reconocida por su calidad educativa a nivel mundial– era la peor de todas. La tenía entre sus pobladas cejas desde el mismo momento que, un mes y un día antes, el golpe de la autodenominada “Revolución Argentina” había derrocado al presidente constitucional, el radical del pueblo Arturo Umberto Illia.
El dictador creía tener sus razones para apuntar sus cañones contra la UBA. La misma noche del golpe, su rector, Hilario Fernández Long, había convocado a los docentes, alumnos y graduados a defender a las autoridades que habían elegido y a “mantener vivo el espíritu que haga posible el restablecimiento de la democracia”.
Fernández Long era un ingeniero dedicado a puentes y estructuras, de Necochea, demócrata cristiano, que no representaba para nada la idea de los “demonios rojos” que poblaban las aulas y las conducciones académicas que la nueva dictadura quería pintar, pero eso a Onganía lo tenía sin cuidado.
Después de la convocatoria del rector, el Consejo Superior de la UBA hizo pública una declaración escrita exhortando a los claustros universitarios a continuar defendiendo la Autonomía Universitaria.
A nadie se le escapó que esa autonomía era un logro obtenido en 1918, durante el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen, y que el golpe de Onganía había desalojado a otro gobierno radical. El dictador lo tomó como una provocación.
Las facultades quedaron en tensión, pero el dictador se tomó su tiempo para responder, hasta que la tarde del viernes 29 de julio, Onganía promulgó un decreto –con fuerza de ley-, el 16.192, que debía “poner fin a la autonomía universitaria” y, aunque no mencionaba la palabra intervención, dispuso algo que podría considerarse insólito si no fuera por lo perverso: las universidades pasaban a depender del Ministerio del Interior, en cuya órbita estaban las fuerzas de seguridad, en vez de la cartera de Educación.
Para seguir en sus cargos, los rectores debían transformarse en interventores a las órdenes de ese ministerio. Acostumbrado a los emplazamientos militares, Onganía les dio dado 48 horas para decidir si aceptaban seguir en sus cargos bajo esas condiciones o renunciaban.
Cercados en la Manzana de las Luces
Apenas conocieron el decreto, autoridades, docentes y estudiantes confluyeron en las sedes de las facultades de Ciencias Exactas y Naturales, Filosofía y Letras, Medicina, Arquitectura e Ingeniería para decidir medidas de resistencia.
La respuesta de la dictadura fue brutal. Las tropas de la guardia de infantería de la Policía Federal al mando del general Mario Fonseca se desgranaron por los alrededores de la histórica Manzana de las Luces, en pleno centro porteño, donde 161 años antes se habían desarrollado acciones de resistencia durante las invasiones inglesas y por entonces sede de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires.
Hacía rato que había caído la noche del viernes 29 de julio de 1966, pero la facultad hervía por dentro, donde el decano había convocado a una reunión urgente de graduados, docentes y alumnos para tomar posición sobre la intervención de la Universidad decretada ese mismo día por la dictadura.
A las diez de la noche, Fonseca dio la orden de largada de la “Operación Escarmiento”, como la llamó, y las tropas entraron a bastonazos en la sede de la Facultad.
Rolando García, el decano de Exactas, se les plantó a los policías. Lo hirieron en una mano de un bastonazo. Otros docentes, estudiantes y graduados intentaron resistir, pero los redujeron a los golpes.
La foto histórica
Hubo una foto que quedó como la imagen emblemática de esa represión brutal: los ocupantes de la facultad son obligados a salir a través de dos hileras de policías que, armados con bastones, los golpean con saña. Hubo más de cuatrocientos detenidos.
“La historia de los palazos que nos hicieron pasar entre una doble fila de policías ya la conocen todos, pero es curioso, porque a uno le quedan ciertos detalles sin importancia. Por ejemplo, recuerdo que yo usaba sombrero y lo tenía puesto, así que cuando pegaron los palos, el sombrero atenuó los golpes, que no me parecieron gran cosa, pero después, en la comisaría, pasé frente a un espejo donde me vi la cara ensangrentada. Y me lavé, porque me daba vergüenza estar en esa situación. La verdad es que fue verdaderamente notable con tantos palos que dieron que no hubieran matado gente, porque pegaban bien, pegaban con habilidad”, recordaría muchos años después el matemático Manuel Sadosky, vicedecano de la Facultad.
Mientras tanto, a la misma hora, en la Facultad de Filosofía y Letras, en la avenida Independencia, la guardia de infantería también amenazaba con actuar. Los estudiantes, en el hall, en plena agitación, decidieron resistir. De pronto, la puerta de la facultad cedió a los golpes y entró un contingente policial. También repartieron mandobles. Uno de los que estaba esa noche de viernes en la sede de Filosofía y Letras era Horacio González, que recibió un tremendo golpe en la cabeza y cayó desplomado al lado de sus compañeros. Cuando salió del shock, minutos después, lo llevaron fuera de la facultad y zafó de ir preso.
La destrucción
En los días siguientes, alrededor de la mitad de los docentes de la Universidad de Buenos Aires presentó su renuncia como protesta ante la intervención y la violencia. Eran miles de profesores.
Desde el Ministerio del Interior la decisión fue cerrar las facultades. La dictadura nombró rector-interventor a Luis Botet, un abogado amigo del almirante Isaac Rojas que solía presentarse como “el juez de la Revolución Libertadora”.
La UBA no fue la única Universidad devastada. Esa misma noche comenzó una sangría para el desarrollo soberano de la ciencia y la tecnología argentinas. Los institutos de investigación de la Facultad de Ciencias Exactas eran desmantelados. Desde laboratorios de ciencia básica hasta aquellos que tenían convenios con gobernaciones o instituciones de todo tipo: uno que trabajaba sobre el control de granizo y la producción de lluvia artificial en Mendoza, otro de ecología del Chaco, otro de industrialización de la pesca atlántica y también los que hacían programas de cálculo para YPF, Gas del Estado y de Agua y Energía.
Carta a The New York Times
La represión en la UBA tuvo una fuerte repercusión, no solo nacional sino internacional. Al día siguiente de la irrupción policial en las facultades, el profesor estadounidense Warren Ambrose, invitado extranjero en la Facultad de Ciencias Exactas, escribió una carta al editor de The New York Times, que no dudó en publicarla.
Aterrorizado por lo que acababa de vivir, Ambrose relataba: “Entonces entró la policía. Me han dicho que tuvieron que forzar las puertas, pero lo primero que escuché fueron bombas, que resultaron ser gases lacrimógenos. Los soldados (confunde policías con soldados) nos ordenaron, a los gritos, pasar a una de las aulas grandes, donde se nos hizo permanecer de pie, con los brazos en alto, contra una pared”.
A continuación, hablaba de los golpes que había recibido: “El procedimiento para que hiciéramos eso fue gritarnos y pegarnos con palos […] todo el mundo (entre quienes me incluyo) estaba asustado y no tenía la menor intención de resistir. […] Nos agarraron a uno por uno y nos empujaron hacia la salida del edificio. Pero nos hicieron pasar entre una doble fila de soldados, colocados a una distancia de diez pies entre sí, que nos pegaban con palos o culatas de rifles […] yo (como todos los demás) fui golpeado en la cabeza, en el cuerpo, y en donde pudieron alcanzarme”, contaba.
Luego de ser publicada en el diario neoyorquino, la carta de Ambrose fue reproducida por otros medios de América Latina, Europa y los Estados Unidos.
Fuga de cerebros y profesores cómplices
Muchos de los mejores científicos decidieron irse del país. En un trabajo que realizaron para los cincuenta años de La Noche de los Bastones Largos, la química Silvia Braslavsky y el matemático Raúl Carnota detallaron la sangría que sufrió la UBA a partir de allí: “En la primera semana de agosto [de 1966] se produjeron 1.378 renuncias de docentes en la UBA: 391 en Exactas y Naturales, 305 en Filosofía y Letras, 268 en Arquitectura y Urbanismo, 180 en Ingeniería, 66 en Derecho, 35 en Ciencias Económicas, 34 en Medicina, 20 en Agronomía y Veterinaria, 14 en Farmacia y Bioquímica, 2 en Odontología y 63 en los Institutos dependientes de Rectorado”, enumeraron.
Pero la situación y las consecuencias no fueron iguales en todas las facultades. Mientras muchas autoridades renunciaban, las de las facultades de Ciencias Económicas y las de Derecho y Ciencias Sociales no sólo se adaptaron a la nueva realidad impuesta por Onganía sino que pasaron a colaborar con la dictadura.
“En la Universidad de Buenos Aires, mientras se purgan cátedras, laboratorios, equipos de trabajo y se producen cientos de renuncias en algunas de sus Facultades, en otras se respetan más las continuidades, no hay grandes conmociones, incluso se puede encontrar el estrechamiento de vínculo”, explica el economista y doctor en Ciencias Sociales Martín Unzué en su trabajo sobre “La otra cara: los apoyos al golpe de Estado de Onganía en la comunidad académica de la Universidad de Buenos Aires”.
La agonía de Clementina
Cuando la dictadura de Onganía desató La Noche de los Bastones Largos, Clementina llevaba casi cinco años en el país. Era una computadora de 18 metros de largo y dos de altura, pesaba una enormidad, y era el orgullo del Instituto de Cálculo, de la Facultad de Ciencias Exactas y de toda la Universidad.
El portal público AgendAR recuerda fue “eficaz auxiliar de los especialistas en matemática aplicada. Realizaba cuentas matemáticas para establecer pautas en el sistema de ahorros y préstamos, para el estudio de los ríos patagónicos, para resolver cálculos astronómicos, por ejemplo, para establecer la órbita del cometa Halley. Unas cien personas trabajaban con la máquina, bien dispuesta a efectuar censos comerciales, análisis del funcionamiento de reactores nucleares, investigaciones cardiológicas y traducciones, como ser del ruso al español.”
La intervención de la UBA fue también el inicio de su agonía. “La intervención a las Universidades Nacionales en 1966 y las renuncias desencadenadas por La Noche de los Bastones Largos –dice Carnota- produjeron en el Instituto de Cálculo (IC) un vaciamiento casi total de profesionales e investigadores. En relatos posteriores, este acontecimiento aparece caracterizado como un desmantelamiento físico del IC y de la propia Clementina, víctima de ‘un final tan brutal como indigno: fue destruida totalmente’”, escribió el ex decano de Exactas Pablo Jakovis.
El 6 de junio de 1971, la revista dominical de La Nación publicó “Una lágrima por Clementina”, un artículo en el que informaba sobre su desmantelamiento y anunciaba que se reemplazaría por otra, cosa que no ocurrió porque la licitación fue cancelada por la dictadura.
La educación y la ciencia argentinas demoraron décadas en recuperarse de la devastación que tuvo su brutal inicio la noche del 29 de julio de 1966, la tristemente célebre Noche de Los Bastones Largos.
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