Después de ir a la fosa, excavar, rescatar los restos, una por una las piezas, cuidarlas, limpiarlas, ordenarlas, extraer el ADN y buscar y cotejar con la base de datos genéticos; después de, con suerte, encontrar una coincidencia e identificar a la víctima, el trabajo de Analía aún no terminó. Ese momento es el final de la fase científica. Luego aparece la otra parte de su tarea: abordar la complejidad de la dimensión humana, con sus variables. Y entonces es el momento de llamar, avisar y contener y acompañar a los familiares que estuvieron esperando al desaparecido quizás por décadas.
“La empatía en nuestro trabajo es fundamental”, remarca casi como mensaje de bienvenida Analía González Simonetto, sentada sobre una mesa de trabajo en el laboratorio del Equipo Argentino de Antropología Forense, en la ex ESMA, donde se suceden en orden anatómico los restos gastados por el tiempo de una persona sin nombre que, se sospecha, o se tiene la esperanza, pueda ser una víctima del terrorismo de Estado de la última dictadura militar argentina.
“Estoy trabajando con la muerte de ese individuo que estoy analizando. Me estoy metiendo en la grieta del dolor más profundo que tiene una familia, que en muchos casos acepta que esa persona está muerta y en otros, no. Entonces son muchos niveles. No es solo el nivel científico, que es el que nos toca. Eso y lo social, lo político, lo familiar, la historia de vida de una persona”.
González Simonetto (42) no había llegado a la adolescencia y ya le había entrado como un rayo la curiosidad por ese pequeño ser en la escala cósmica llamado humano y sus inmensas complejidades. Fan de Indiana Jones, promediando aquellos años ‘90 supo que la arqueología y la antropología serían el camino de su vida. No mucho después, a los veintipocos, entró como voluntaria al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), una organización que ya en aquellos años gozaba del prestigio de haber desenterrado, por ejemplo, los restos del Che. Entró hace 20 años y nunca más salió. Ya caminó por estos pasillos más de la mitad de su vida.
La vida de Analía se parece un poco a las vidas de las series de ficción pero con el atractivo inesperado de lo real. Viajó por Centroamérica, por África, por el Cáucaso, estuvo en Vietnam para identificar los restos NN de combatientes locales en la guerra con Estados Unidos. En cada caso el mismo fin: ayudar a reunir la muerte simbólica con el cuerpo, develar los misterios de los crímenes de estado y contribuir con el sentido universal de justicia.
Su trabajo consiste en buscar e identificar restos de víctimas de delitos, generalmente relacionados a la violación de los derechos humanos. Y tratar con las comunidades afectadas, en un equilibrio entre la rigurosidad científica y la entrega emocional.
- Todavía hay familiares de individuos que restituimos que nos siguen escribiendo, que se acuerdan de uno, te tienen presente todo el tiempo. A nosotros como forenses se nos pide objetividad. A partir de lo que vemos, en este caso, las evidencias, los restos humanos, la historia de los elementos, la Justicia nos pide una respuesta. Y los familiares. Si perdemos de vista eso estamos en un problema porque nos convertimos en ratas de laboratorio.
Anita, como la llaman en el EAAF, no puede dividir una cosa de la otra. “No le puedo decir ‘te entiendo’ a un familiar de un desaparecido porque a mí no me pasó y es un proceso muy particular pero el antropólogo forense no puede olvidar que hay sentimientos y cuestiones relacionadas con esa pérdida. Hay que ponerse en el lugar de esa persona. Qué pasa si te sucediera a vos. Qué pasa con una persona que desaparece en la actualidad, ponerte en el lugar de esa persona. ¿Cómo te gustaría que te traten?”, remarca.
Dos primos hijos de desaparecidos durante la dictadura recuerdan a Analía justamente por su lado humano. Sin entrar en los detalles de un caso tan doloroso como todos los demás, destacan y jamás olvidan cómo ella los trató cuando se ocupó del doloroso proceso de restitución del cuerpo del padre detenido y desaparecido de uno de ellos.
“Era un viernes a la tarde y faltaba que llegue alguien, que venía en avión desde Tucumán, había que esperar tres horas y Anita nos dijo que no había problema, nos dejó estar ahí, también meternos en ese momento. Luego nos dio el informe. Y los restos estaban sobre una manta muy fina de un tejido centroamericano, nosotros no lo olvidamos”, narra la anécdota ante la consulta, en el contexto de la celebración del Día del Antropólogo, como conmemoración de la creación del Colegio de Graduados de Antropología, en 1972.
- La empatía es ponerse en el lugar del otro sin necesidad de haber pasado por esa situación. Y eso no altera tu nivel pericial. Somos científicos. Pero también somos seres humanos. La pasteurización en la ciencia no existe. Yo puedo estar con los restos de este NN sobre la mesa, pero directamente estoy trabajando con la muerte.
- ¿Hay algo en la vida de los familiares vivos que se detuvo con la desaparición y que ustedes lo destraban cuando pueden hallar, identificar y restituir el cuerpo?
- Es que intervenimos en una situación muy crítica. Con las familias de las personas detenidas desaparecidas pasaron 40 años. Están en una especie de estado criogénico del duelo. Están “freezados” en el tiempo. Aceptan directa o indirectamente que esa persona ya no está. Pero un día aparecemos nosotros y les decimos que encontramos unos restos y “resulta que es tu familiar”. Y ahí todos esos años congelados se les caen en la cabeza.
Analía confiesa que todo lo que ese momento tiene de doloroso lo tiene de bueno: “Hace poco tuve que notificar a una familia porque habíamos identificado unos restos. La mamá de esa persona desaparecida falleció hace siete años. Y seguía manteniendo la pieza de su hija tal cual, y todos los años esperaba que vuelva para Navidad. Por esa razón tampoco daba una muestra de sangre, porque eso era asumir que esa persona ya no estaba viva. Eso es muy movilizador a la hora de trabajar”.
- ¿Puede un antropólogo forense, cuando manipula los restos, los analiza, los reordena, pensar en la vida de esa persona?
- Es necesario disociar. Nos pasa a nosotros, les pasa a los bomberos cuando van a rescatar a alguien prendido fuego. Tenés que dejar de lado tu parte empática, emocional, del trabajo que estás haciendo. Pero una vez que termina tenés que poder volver a unir las cosas y cada uno hace el proceso como puede. Hay casos que te afectan más y otros menos. Esto de llego a casa y pongo Netflix y me olvido del día laboral, la verdad que no pasa. Hay casos que te quedan mucho.
A veces, ni siquiera el profesionalismo logra frenar el aluvión de la emoción en los antropólogos forenses como Analía. En su caso particular, ocurre que algún dato de la historia de la persona sobre la que trabaja, o de las circunstancias en que se encontró, o de la familia, la lleva a conectarlo con alguna experiencia personal. A veces de manera inconsciente. Otras pegan más de lleno.
Le pasó durante un trabajo en la región del Cáucaso del que no puede dar más datos. “Estábamos exhumando una sepultura de una señora. Entre los artefactos tenía unos anteojos que eran igual a los de mi mamá, que había fallecido un par de años antes. Y me trabé. Porque vi esos anteojos, pensé en mi vieja y se me vino la película de mi vieja muerta, el funeral. Tuve que pedir que me reemplacen. O iba a estar mal en el trabajo o me iba a obsesionar”.
- ¿Qué diferencias hay entre las comunidades donde trabajaste en la relación con la muerte, en los duelos?
- Es variable. En África la gente salta y canta y baila. Y nosotros en lugar de celebrar la vida de esa persona nos ponemos tristes por la pérdida, tenemos la influencia judeocristiana. Acá estamos acostumbrados a que la muerte se maneje en familia. En El Salvador por ejemplo es a nivel de comunidad. Estuvimos exhumando en la fosa por un caso de la época de la guerra civil de los ‘80 y estaba toda la comunidad mirando alrededor. Estaban todos presentes.
Parte de la investigación para identificar un cuerpo es entrevistarse con la familia, con compañeros de militancia, con personas que estuvieron detenidas con el individuo en cuestión. Con eso, los antropólogos forenses confeccionan hipótesis de identificación. A veces apelan a datos concretos, como una enfermedad, un problema dental que puedan detectar claramente en los restos hallados.
- Otras veces son recuerdos muy vagos. Ahora, lamentablemente, los padres de los desaparecidos son viejos, o murieron, y te quedan hermanos o hijos, y en muchos casos estos hijos eran muy pequeños. O los hermanos eran menores. No tienen mucho registro o recuerdo exacto de la persona que está desaparecida a nivel físico. Y hay un componente precisamente de idealizar al que no está.
Analía tenía 22 años cuando entró de voluntaria en el EAAF. Hace dos décadas el trabajo del Equipo y la cuestión de la identificación de desaparecidos, los juicios de lesa humanidad y los cotejos de ADN no estaban tan instalados en la sociedad y tampoco en la Justicia. Ella pertenece a una generación -los adolescentes de los 90- que no recibió información sobre el terrorismo de estado en la escuela y en las casas todavía no se hablaba de eso. Muchas veces, ni en las casas de los desaparecidos.
Paradójicamente, unos años antes de entrar en el EAAF, en la secundaria el comentario de una profesora de izquierda de Educación Cívica le dejó picando el nombre del equipo una mañana que llegó y contó con alegría que habían encontrado los restos del Che Guevara.
- ¿Y qué te pasó cuando llegaste al EAAF?
- Yo sabía poco de lo que había hecho la dictadura. En casa no teníamos amigos ni familiares desaparecidos. Y en la escuela tampoco. Entré con la parte técnica de trabajar con restos humanos en el laboratorio. Recién se habían recuperado huesos NN en 70 bolsas que estaban mal resguardados en Asesoría Pericial de La Plata. Fue el momento bisagra del equipo. Entramos como voluntarios para este proyecto y terminamos quedando. Fue un aprendizaje muy grande, desde las historias hasta el léxico. Y ni hablar cuando empezamos a ver las primeras lesiones. Yo tenía 22 años y analizaba casos de chicos de mi edad con tres tiros en la cabeza. No podía concebir que una persona por su forma de pensar terminara de esa manera. Encontrarme con las consecuencias materiales de la dictadura, más allá de las simbólicas o sociales, fue una ruptura mental terrible: “¿Esto pasó acá y no se hablaba?”
- ¿Y cómo transitaste ese momento de “descubrimiento del horror”?
- Me ayudó muchísimo la conexión con los familiares. Todavía me pasa. Días en los que estoy muy sacada que querés pegarle al mundo y volver a los familiares es una bocanada de aire. Pobres, además de todo lo que pasaron yo les pido que me den aire. Pero me pasa porque toma el sentido de lo que hago. A mí me gusta, más allá de lo científico, lo humano. El “para qué”. El objetivo de todo esto.
- ¿Y para qué?
- Desde mi humilde lugar es dar una respuesta. Por sí o por no. Pero darles una tranquilidad.
Si tenés un familiar víctima de desaparición forzada entre 1974 y 1983 tenés derecho a saber si su cuerpo fue hallado. Una gota de tu sangre ayudará a identificarlo. Podés llamar al 0800-345-3236 o escribir a iniciativa@eaaf.org.ar.
SEGUIR LEYENDO