El 17 de abril de 1952, con apenas cuarenta kilos de peso, María Eva Duarte de Perón dejó su internación para asistir a la ceremonia de condecoración de la Orden de las Oméyades, con la que la homenajeo el gobierno sirio. Unas semanas más tarde, con su enfermedad a cuestas, el 1º de Mayo salió al balcón de la Casa Rosada con Juan Domingo Perón y con su conocida pasión le dijo a la multitud: “Yo saldré con los descamisados de la patria, viva o muerta, para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista”.
El 4 de junio de 1952, fue vista por última vez durante las ceremonias de la segunda asunción presidencial de su esposo Juan Domingo Perón. Semanas más tarde fallecía, el 26 de julio de 1952 a las 20.25, siendo considerada como la Jefa Espiritual de la Nación. El mismo día, para conservar su cuerpo el doctor Pedro Ara inició un denodado trabajo mientras gran parte de la población se sumergía en una profunda tristeza. Su cuerpo descansaba en un ataúd de cedro con y sería venerado hasta mitad de agosto en la capilla ardiente que se levantó en el Ministerio de Trabajo.
El clima político de esos años no era el mejor y muy pocos pueden decir lo contrario. Había democracia pero no existía la República. Una frase pronunciada por Carlos Aloé, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, es mejor que mil ejemplos: “En el gobierno no hay nadie, ni gobernadores, ni diputados, ni jueces, ni nadie; hay un solo gobierno que es Perón”. Todo lo demás es conocido a través de innumerables libros de grandes y pequeños historiadores.
El Perón de esos días de los que habla Jesús Hipólito Paz, su ex canciller, era distinto, era un Presidente que manejaba el país en términos absolutos frente a una oposición que no tenía cómo hacerse escuchar, simplemente, porque no había libertad de prensa. Decenas de presos políticos y otros cientos más de exiliados eran el muestrario de la época.
Tras el fracasado golpe de septiembre de 1951 –al que Perón trató de “chirinada”-, encabezado por el general retirado Benjamín Menéndez con grupos civiles, el Presidente de la Nación dictó el decreto Nº 19.376 en el que se declaraba el estado de guerra y prescribía que los militares que se insubordinen o subleven “contra las autoridades constituidas, o participe en movimientos tendientes a derrocar o desconocer la investidura, será fusilado inmediatamente”. El gobierno peronista encarceló pero no fusiló.
En 1953, el Presidente, a su vuelta de un viaje oficial a Chile, percibió el malestar por la falta de carne en la mesa de los argentinos. Era una muestra más que la situación económica se había desmejorado mucho, ayudada por hechos de corrupción que rozaban a su cuñado Juan Duarte. El 3 de abril, por una presión de la Confederación General del Trabajo (CGT), Perón ordenó investigar a su cuñado. El Presidente ya había comenzado a condenar a los “ladrones y coimeros” que lo rodeaban y el 8 de abril habló sin subterfugios: “¡De cada cien que llegan a mi despacho, noventa y cinco me vienen a proponer cosas deshonestas o a pedirme porquerías!”. “He sido honesto y nadie podrá probar lo contrario…y digo una vez más que el hombre más grande que conocí es Perón” escribió “Juancito”, antes de suicidarse, en su carta de despedida.
Antes de la muerte de Juan Duarte habían sido desplazados de sus cargos importantes funcionarios del grupo más afín con Eva Perón: Héctor J. Cámpora (titular de la Cámara de Diputados), José Espejo (secretario general de la CGT), Raúl Apold, Oscar Nicolini y José María Freire considerados “evitistas” y comprometidos con la postulación de Evita para vicepresidente de la Nación en 1951. El mismo 9 de abril se conoció que se le había suspendido su afiliación peronista al coronel Domingo Mercante, ex gobernador de Buenos Aires y ex titular de la convención reformadora de la constitución de 1949. En 1953 la suspensión se transformó en expulsión.
En EE.UU. asumía en 1953 su primer mandato presidencial el general Dwight Eisenhower, comandante victorioso de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial. Militar, republicano y de derecha. Ike Eisenhower encontraba muchos puntos de coincidencia con Perón en el planteo de la defensa común ante el comunismo. El secretario de Estado, John Foster Dulles, enviaba a Perón un conceptuoso mensaje: “La Argentina y los EE.UU. son ambos líderes reconocidos de la comunidad americana”. Mientras que el mandatario argentino le decía al embajador norteamericano en Buenos Aires, Albert Nufer: “Transmita a su gobierno que los problemas fueron con Truman, pero con el general Eisenhower no los habrá, entre soldados nos vamos a entender, y lo respeto además, porque es general más antiguo que yo”.
En abril del 53, Perón envió al Congreso una Ley de Inversiones Extranjeras (14.222) para alentar el desarrollo industrial y minero en el país y, una semana más tarde, llegaba a la Argentina el coronel Milton S. Eisenhower, hermano del presidente norteamericano y su enviado especial. Perón lo recibirá y despedirá en Ezeiza con todos los honores. A su regreso a los EE.UU., Milton Eisenhower se convertirá en un activo partidario de levantar toda restricción contra la Argentina y apoyarla económicamente. El embajador Nufer, mientras tanto, escribe al Departamento de Estado: “Hay que apoyar a Perón, el pueblo norteamericano terminará aceptándolo como lo hizo con Franco, y por la misma razón: la cooperación contra el enemigo común, el comunismo”.
Completando el brinco –y contradiciendo la letra de la propia marcha partidaria que aconsejaba “combatiendo al capital”-Perón le diría más tarde en privado a Henry Holland, secretario de Estado para Asuntos Latinoamericanos (1954-1956): “Si yo hubiera apoyado desde principio el sistema de iniciativa privada, hubiera resultado desacreditado y nunca hubiera logrado el apoyo del pueblo… ahora me seguirán apoyando en una abierta posición anticomunista y a favor de la libre empresa”.
Después vendrían, en el mismo año, las negociaciones el contrato con la Standard Oil de California, para la explotación petrolera sobre la base de una locación de servicios y el préstamo para la construcción de la planta siderúrgica SOMISA con un crédito del Export-Import Bank.
En diciembre el Congreso debatió una Ley de Amnistía y el 22 el Poder Ejecutivo sancionó la ley 14.296. Varias decenas de dirigentes opositores fueron liberados y otros retornaron al país. Era un buen signo, aunque parecía llegar tarde. Como relató Félix Luna, en su “Perón y su tiempo”, Tomo III, 1953 no fue un mal año económico para el gobierno, pero fue el momento en que muchos comenzaron a notar “una transmutación en la persona de Perón… que lo muestran cargando cierta fatiga y eludiendo problemas de gobierno a partir del fallecimiento de Evita”.
El general tenía ya 58 años e iniciaba -al decir de Luna- ”uno de los capítulos más tristes” de su vida privada. Su relación con la adolescente Nelly Rivas. “El Perón de 1954 parecía no reconocer al Perón de 1945.”
Tras la elección nacional para elegir al sucesor del vicepresidente de la Nación, Hortensio Quijano, el Presidente carecía de adversarios políticos y, como se insinuaba, desde un tiempo antes, manifestaba escaso interés por las cuestiones diarias de gobierno. Se lo observaba desatento y sin la proyección de otros años. La situación económica tendía a alcanzar resultados previsibles y la relación con los EEUU marchaba por la buena senda. Perón reconoció al Estado de Israel. Sin embargo, a pesar de que las variables estaban controladas, la cotidianeidad sumergía a muchos ciudadanos en un clima irrespirable. De gran temor. Seguía el “estado de guerra”; eran numerosos los presos por razones políticas; las protestas estudiantiles y la ausencia de libertad de prensa. Pensar en una conspiración para derrocar al gobierno era lo más natural para la época.
“¿Qué había sucedido?” se pregunta el historiador estadounidense Robert A. Potash en su “El ejército y la política en la Argentina, 1945-1962″, y se responde: “Más que un análisis de los factores generales como la situación económica, las respuestas deben buscarse en la atmósfera emocional y altamente politizada que el propio Perón, con actos de deliberación y descuido, había contribuido a crear”. Luego va a remarcar: “Perón ya tenía sesenta años y hacía nueve que era presidente”. En su libro “La revolución del 55. Dictadura y conspiración”, Isidoro Ruiz Moreno recoge la opinión del edecán presidencial aeronáutico, vicecomodoro Eduardo Mac Loughlin, sobre la cotidianeidad de Perón: “(…) iba a su escritorio a las 6.20 de la mañana y comenzaba por alimentar a las palomas en el balcón. Firmaba de 7 a 7.30 y despachaba rápidamente sus audiencias; a las 10.20 se mandaba a mudar de la Casa Rosada. Estaba totalmente desinteresado de todo.” Y, como en la película “Las puertitas del Señor López”, el Presidente de la Nación se dejó llevar por los consejos que le garantizaban una vida más relajada y, allí, se destacaba el Ministro de Educación, Armando Méndez San Martín, el impulsor de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES). A continuación vino el conflicto con la Iglesia.
La disputa generó conflictos de conciencia dentro de los cuarteles. “El conflicto impactó en la oficialidad joven de fe católica, afectada porque obviamente Perón tenía rasgos autoritarios, que no es lo mismo que totalitarios; y me imagino que las mujeres de esos oficiales debieron de jugar un rol trascendental”, observó Antonio Cafiero años más tarde. De ahí a la conspiración mediaba un paso: “Si el año que viene no lo echamos a Perón, pasamos a la categoría de cabrones”, diría en 1954 el entonces capitán de fragata Francisco Guillermo Manrique.
Luego se dio la catástrofe del viernes 16 de junio de 1955 -el bombardeo a una ciudad abierta y decenas de muertos y heridos y luego la respuesta de quema de las iglesias- y Perón pronunció varios discursos. Dándose cuenta que la situación parecía difícil de contener y se tornaba como irreversible su salida del poder, siguió los prudentes consejos de Oscar Albrieu y León Buché. El 5 de julio, durante un discurso, deslindó de responsabilidades a los partidos políticos de los sucesos de Plaza de Mayo y habló de una tregua.
El 15 fue más explícito cuando habló a sus propios legisladores: “Limitamos las libertades en cuanto fue indispensable limitarlas para la realización de nuestros objetivos. No negamos nosotros que hayamos restringido algunas libertades: lo hemos hecho siempre de la mejor manera, en la medida indispensable… La revolución peronista ha finalizado; comienza ahora una nueva etapa que es de carácter constitucional, sin revoluciones porque el estado permanente de un país no puede ser la revolución… yo dejo de ser el jefe de una revolución para pasar a ser el presidente de todos los argentinos, amigos o adversarios”.
No se dirigió a los opositores como enemigos y se levantó el Estado de Sitio. Eran palabras reparadoras tras casi una década de agobio pero no había retorno. Tal vez debieron haber sido pronunciadas tras el conato de 1951 o la muerte de Evita en 1952. Si se quiere el límite bien podía haber sido 1953. Pero ahora, con todo lo que había acontecido resultaban tardías.
El domingo 4 de septiembre de 1955, el periodista Emilio Perina se encontró de casualidad con Fernando Torcuato Insausti, ex Encargado de Negocios en Brasil que se preparaba para ir destinado a Colombia en calidad de embajador. El periodista le dijo que Perón no duraría en el poder un año más, principalmente, por su disputa con la Iglesia Católica. En esta ocasión, mientras tomaban un café, Perina afirmó: “Su Presidente está enfermo. Enfermo de soledad. El contraste entre su popularidad y su falta de amigos verdaderos ha deformado su visión de las cosas. Vive alejado de la realidad y creo que totalmente fatigado por el ejercicio del poder que, al mismo tiempo que lo fascina, lo hastía… Perón es el gran ausente de la Argentina verdadera […] y lo que me preocupa es que no acierto a prever ni a adivinar cómo será el después de Perón”.
El miércoles 13 de septiembre de 1955, a las 17, Eduardo Lonardi, un desconocido ciudadano, herido por un cáncer que no podía detener (y del que no hablaba), con 14 pesos en su bolsillo y portando un maletín que contenía su viejo uniforme de general de la Nación, se subía al ómnibus que lo trasladaría a la provincia de Córdoba. Su yerno le ofreció dinero y Lonardi agradeció diciendo: “Catorce pesos me alcanzan para llegar a Córdoba. Allí, si la revolución fracasa no necesitaré dinero, y si triunfa no lo precisaré para mi regreso”. Cuando se anunció la partida y el pasaje subía al transporte, el mayor Guevara le sugirió un santo y seña para poder sortear los retenes revolucionarios. La consiga era “Dios es justo”.
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