Rudiger “Rudi” Dornbusch (1942-2002) no fue un economista más. De aquellos que sobrevuelan los países con sus consejos y sus recetas. Para algunos fue “el economista de economistas”, valorado por muchos profesionales especialmente en momentos de crisis, de desesperanza y frustración.
Rudi fue asesor de varios gobiernos latinoamericanos, asiáticos y europeos tras la caída del muro de Berlín. Polemista como pocos, se nutrió e hizo escuchar en el Massachussets Institute of Tecnology (MIT), en las universidades de Ginebra, Chicago y Rochester e investigador por un corto tiempo en la London School of Economics. Le sobraban pergaminos como para ser consultor o asesor del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la Federación Rusa y las Naciones Unidas.
El estudio de la las cuestiones argentinas no le fue indiferente porque caminó muchas veces las calles de Buenos Aires –en particular las cuadras que circundan el microcentro, donde se toman las decisiones—, e invitado por grandes empresarios e instituciones afines intervino en varios seminarios.
En mayo de 1996, cuando Carlos Menem atravesaba su segundo período presidencial, apareció en un seminario que invitaba a imaginar “el futuro de la economía mundial y su impacto local”, organizado por HSM, una empresa de management mundial, en el que fue escuchado por un poco más de medio centenar de ejecutivos. Eran los tiempos de “la economía popular de mercado” o más conocida como “neoliberalismo”.
En ese clima no se privó de nada, todos lo escuchaban como en misa: instó a mantener la convertibilidad, que recién sería abandonada en tiempos de Eduardo Alberto Duhalde, tras la crisis y derrumbe del gobierno de Fernando De la Rúa. Clamaba por el aumento de la productividad y la mejora de la competitividad (a costa de una ajustada política laboral) y la no intervención del Estado en el devenir económico.
Luego de un corto paso por Buenos Aires, en 1998 fue invitado por Gregorio “Goyo” Pérez Companc, cabeza del grupo, para que sus ejecutivos lo escucharan a puertas cerradas. En esos tiempos la empresa era una de las más importantes de la Argentina con intereses en la industria petrolera, petroquímica y navieros, aquí y en Venezuela, Bolivia y Perú. A fines de 1999 también fue invitado a disertar en la Argentina en momentos que el poder presidencial pasaba a manos del gobierno de la Alianza. En esta ocasión aconsejó la designación de Ricardo López Murphy en el Ministerio del Interior para que controle los gastos provinciales y criticó a Menem por haberse tomado “un año de vacaciones”, es decir no seguir profundizando el cambio en la Argentina ante la ansiedad de “los mercados”.
En abril de 2000 vino para participar en una conferencia de singular título: “El desafío de crecer que enfrenta la economía argentina”. Esta vez fue invitado por un banco alemán y amenizó sus dichos acompañado por figuras que entraban y salían de la administración pública, como Daniel Marx y Miguel Kiguel. En esta ocasión, y a diferencia de otros momentos, Dornbusch opinó que el presidente De la Rúa carecía de liderazgo y que solo era un mandatario “para los domingos a la tarde”.
Rudi también se había tomado el trabajo de observar las declaraciones de Raúl Alfonsín en contra de la convertibilidad; que al presupuesto 2001 “no lo vota ni Mandrake” y la postergación de la deuda externa “por dos años”. Ante el silencio oficial, especialmente del equipo económico que encabezaba José Luis Machinea, el economista extranjero aconsejó al radicalismo que “si quieren que vuelvan los inversores el señor Alfonsín debería llamarse a silencio”. Nada era gratuito. El ex presidente y jefe del radicalismo no se quedó callado; lo llamó “mequetrefe y atorrante”. En medio de las opiniones y epítetos personales, era conocido que Rudi durante una conferencia internacional en Praga había aconsejado a los argentinos sacar de todos los despachos oficiales la foto de Alfonsín.
En junio de 2000, durante el llamado gobierno de La Alianza, la ministra de Desarrollo Social, Graciela Fernández Meijide, manejaba un informe de su cartera que revelaba que un 37% de la población urbana de la Argentina era pobre. En otras palabras, unos 12 millones de personas que vivían en ciudades de más de 5.000 habitantes no accedían a la canasta básica de bienes y servicios.
Fue en ese tiempo que Dornbusch expresó que “las crisis tardan más en llegar de lo que puedas imaginar, pero cuando ocurren, suceden más rápido de lo que puedes imaginar”. Más tarde completará su sentencia en un diario porteño al sostener que la crisis argentina no era reciente, llevaba una década. Precisamente, en octubre de 2000 el gobierno de Fernando de la Rúa llevaba tan solo 10 meses en el poder y, sorprendiendo a Rudi, la crisis se avecinó raudamente y comenzó a golpear las puertas del despacho presidencial. De la Rúa realizó un cambio de gabinete sin consultar a su vicepresidente y aliado Carlos “Chacho” Álvarez y el “shock de confianza” que intentó imponer duró lo que un suspiro. Días más tarde, Álvarez renunció en medio de serias denuncias contra el primer mandatario mientras afloraban la recesión económica y el descontento social. Tan palpable era la molestia que surgía de la calle que el presidente tuvo que aclarar que “no hay situaciones de crisis y no hay situaciones que debiliten al Gobierno”.
El domingo 14 de octubre de 2001 se realizaron las elecciones legislativas de medio término mientras se profundizaba la incertidumbre económica. En esta ocasión, el Justicialismo se hizo con el control de la Cámara de Senadores y Diputados. Faltaban semanas para que surgiera a la superficie la crisis final de diciembre de 2001, cuando se produce un masivo cacerolazo y la Plaza de Mayo se convierte en un campo de batalla que arroja 9 muertos en manos de las fuerzas policiales y Domingo Cavallo renuncia.
El 20, el radicalismo abandona a De la Rúa, al día siguiente renuncia y asume como presidente provisional el senador peronista misionero Ramón Puerta. Luego, el justicialismo propone como presidente interino al gobernador de San Luis, Adolfo Rodríguez Saá, y se convoca a elecciones presidenciales para el 3 de marzo. El 23 de diciembre jura Rodríguez Saá como presidente y en su mensaje al país anuncia la suspensión en los pagos de la deuda externa y crea una nueva moneda (el argentino) que circulará de manera paralela con el peso y el dólar. El nuevo mandatario no logra satisfacer las expectativas, vuelven los desmanes callejeros, y renuncia. Tras un interinato de horas de parte del presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Camaño, el 1 de enero de 2002, el senador Eduardo Alberto Duhalde, es elegido por aclamación para terminar el mandato de De la Rúa.
“El país estaba acéfalo. Era la anarquía”, escribiría Duhalde años más tarde. Dornbusch fue más concreto: “La Argentina está en bancarrota y tendrá que ajustarse el cinturón. En términos reales, los sueldos y los salarios se reducirán a un tercio del nivel actual. Será necesario un decenio de sacrificios.”
En todos estos meses Rudi Dornbusch no dejó de observar el desarrollo de la crisis argentina y, como consejero de bancos de inversión, propone junto con su colega chileno Ricardo Caballero una sorprendente salida que tituló: “Argentina, un plan de rescate que funcione”. Su trabajo comienza con una contundente definición: “La verdad es que la Argentina está quebrada. Está quebrada económica, política y socialmente. Las instituciones no funcionan, el gobierno no es respetable, su cohesión social ha colapsado”. Estima que un programa de reconstrucción debe ser diseñado sobre determinadas e innegociables pautas. “El reconocimiento que será el esfuerzo de una década, no de unos pocos años” porque “el sistema productivo argentino, su crédito y sus instituciones han sido destruidos. Tanto su capital político como moral deberán reconstruirse y eso llevará mucho tiempo”.
Sorprendentemente observa que “el sistema político está sobrepasado y debe ceder transitoriamente su soberanía en el manejo de los asuntos financieros. La seguridad financiera es la clave desde donde debe crearse la estabilidad para empezar a pensar acerca de unas sanas finanzas públicas, el ahorro e inversión”.
Luego pone una condición: “El resto del mundo debe proveer ayuda financiera a la Argentina. Empero, ésta debe efectivizarse sólo cuando Argentina acepte una reforma radical y el control y la supervisión extranjera del gasto, la emisión y de la administración de impuestos. Cualquier crédito externo debe ser encarado como puente que una la brecha entre las necesidades fiscales inmediatas y el inicio de un ciclo, en uno o dos años, en el cual las reformas radicales creen finanzas sustentables”.
“Argentina deberá reconocer humildemente que sin una masiva ayuda e intervención externa no podrá salir del desastre. ¿Qué clase de ayuda externa? Se deberá ir un poco más lejos del financiamiento. En el corazón de la crisis argentina hay un problema de falta de confianza como sociedad y en el futuro de la economía. Ningún grupo desea ceder a otro el poder para resolver los reclamos y arreglar el país. Alguien debe empuñar el poder con fuerza. Una dictadura no es probable ni deseable. Pero mientras todos piensen -a menudo con acierto- que todos son egoístas y corruptos, ningún pacto social podrá alcanzarse. Sin dicho pacto social la destrucción del capital social y económico proseguirá día a día. Hay más resultados espantosos en el horizonte. Argentina debe abandonar buena parte del control soberano de su sistema monetario”. A lo largo de su trabajo Dornbusch no ahorra calificativos: “Actualmente, la Argentina está quebrada y adormecida… canibalizada por disputas”.
Como estudioso del pasado europeo, Rudi propone para la Argentina la misma receta que se utilizó para sanear a Austria tras la Primera Guerra Mundial. En agosto de 1922, a través de un acuerdo vinculante, la Liga de las Naciones reordenó el sistema financiero austríaco. La tarea, sostiene el organismo multinacional, será “difícil y dolorosa” y un “Comisionado General” (extranjero) debería asegurar el cumplimiento de las reformas.
“¡Y eso funcionó! Y esto es lo que Argentina debería hacer a cambio de nuevos préstamos. Los Comisionados deberían provenir de pequeños países distantes y desinteresados (Finlandia, los Países Bajos, Irlanda y Grecia, por ejemplos) donde la gente entendió que las instituciones económicas salvaguardan la estabilidad y son las bases de la prosperidad”, puntualizó el economista alemán y luego avanza un tanto más: “Específicamente, un consejo de banqueros centrales experimentados debería tomar el control de la política monetaria argentina. Esta solución aportaría mucha de la reputación y credibilidad de la convertibilidad sin cargar con los costos de adoptar una política monetaria hecha a la medida de otro país, esto es de la dolarización. Los nuevos pesos no deberían ser impresos en suelo argentino.”
Tras considerar que deben ser suprimidas la evasión fiscal y la corrupción que cuentan con “la tolerancia gubernamental”, estima que “otro agente extranjero es necesario para verificar el desempeño fiscal y firmar los cheques de la nación a las provincias. Gran parte del problema fiscal tiene que ver con el federalismo fiscal, con el diseño y la aplicación de un pacto fiscal que lleve a compartir responsabilidades y recursos de una forma financieramente sostenible”.
Como era de prever, dentro del paquete de medidas a tomar, también aconseja una reforma laboral para acompasar un avanzado proceso productivo: “La economía argentina se ha venido precipitando; ahora necesita un inmediato incremento de la productividad de la mano de la tan postergada inversión y la erradicación de la corrupción como una manera de vivir. El mecanismo de incentivo en el nuevo sistema tributario debería contribuir a controlar la corrupción a nivel provincial. Los trabajadores deberían convertirse en accionarios de las empresas, participando en la distribución de ganancias. Además de las ventajas de la flexibilidad de dicho sistema, agregaría, un mecanismo adicional de monitoreo de los beneficios y de la evasión fiscal”.
Como si no alcanzara el número de controladores externos, se aconsejan otros más: “Una masiva campaña de privatización de puertos, aduanas, y otras medidas claves para la productividad deberían ser adoptadas. Las medidas de desregulación en los sectores de comercio mayorista y de distribución son esenciales. Otros agentes externos experimentados deberían controlar estos procesos así como también asegurarse que ellos acaben bien para que luego los beneficios puedan ser compartidos por todos los argentinos, presentes y futuros. Comprometiéndose con un plan claro y radical, Argentina ofrecería un nueva apariencia, fresca y alentadora. Un escenario oscuro de corto plazo podría repentinamente tener la chance razonable de un final exitoso. Al mismo tiempo que el comité de conducción monetario se establezca se podría acelerar el paso a un nuevo plan de convertibilidad temporal, digamos a dos pesos por dólar, sólo porque es el próximo número después de el uno a uno”.
Con Eduardo Duhalde y sus sucesores en la Casa Rosada ninguna de las propuestas fueron aceptadas. La revista Newsweek consideró que el nuevo mandatario “no tiene ninguna chance de éxito” y El País de España vaticinó que “la desaparición de Argentina sigue su curso”. Sin embargo la Argentina de ese período pudo reaccionar, salir del agujero negro, gracias a un decidido manejo político y al alza de los precios de los commodities (especialmente la soja) que producía.
Han pasado 20 años desde que Dornbusch dio sus opiniones y luego falleció. La dirigencia argentina aún se debate en medio de la crisis y varias de sus recetas ahora son revisadas con mayor atención en los futuros programas de gobierno.
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